En medio de la sorpresa del mundo, y especialmente de Europa, el pasado domingo pareció darse por terminada la guerra civil que desde el 2011 se venía registrando en Siria. La razón: el derrocamiento del presidente Bashar al-Assad, cuyas fuerzas militares leales habían desatado en estos años una ola de represión en contra de la población, que había dejado un saldo trágico de 500.000 muertos y casi medio país obligado al exilio.
Fue sorpresivo porque nadie esperaba que la oposición armada Hayat Tahrir al Sham, HTS (en español Organización para la Liberación del Levante), lanzara una campaña tan rápida y definitiva en el propósito de lograr una cambio de Gobierno en ese país del Medio Oriente.
Sobre todo porque desde que el general Hafez al-Asad, padre del recién derrocado Presidente, se tomó el poder en 1970, su dinastía contó con el apoyo de gobiernos y grupos rebeldes contrarios a Occidente, como Rusia, Irán y el propio Hezbolá, que permitieron que se mantuviera al mando durante décadas.
El hecho de que Teherán concentrara sus acciones en la guerra contra Israel y los golpes que este último país le ha propinado a Hezbolá en la Franja de Gaza y en el Líbano, en el marco del mismo conflicto, parecen ser las principales razones por las que, contra todo pronóstico, esta vez se logró el objetivo.
Si bien se escuchan voces de sirios, en su mayoría en el exilio, que aplauden lo ocurrido en su nación, mientras Estados Unidos anuncia su respaldo al derrocamiento del régimen, no se puede negar que hay incertidumbre frente a lo que puede venir ahora que el líder de los rebeldes sirios, el islamista Abu Mohamed al Jolani, ha empezado a abordar el traspaso del poder en una nación en la que confluyen distintos intereses.
Por esa razón se debe pedir a la comunidad internacional que obre con prudencia. Aunque es entendible que varios gobiernos del Viejo Continente anuncien la suspensión de las solicitudes de asilo de quienes se refugiaron en sus territorios provenientes de Siria, es necesario que el mundo permanezca vigilante para que la transición se dé con pleno respeto de los Derechos Humanos de la población civil y sin la intromisión de otros países o fuerzas militares.
Tiene razón el Gobierno de Washington al expresar su inquietud por el empoderamiento que pueda llegar a tener el yihadista Estado Islámico, al que la Organización de las Naciones Unidas ha catalogado como grupo terrorista y cuyos líderes combatientes, al parecer, todavía están activos en Siria o encarcelados en campos bajo control kurdo.
Se debe tener en cuenta que, como lo que indican las organizaciones internacionales, el régimen de al-Assad deja a una población empobrecida, azotada por el hambre y con una profunda división. Además, no se puede ignorar que la coalición que permitió la caída de la dictadura está conformada por grupos o facciones con profundas diferencias, lo que dificultará la conformación de un nuevo Gobierno.
Así las cosas, si bien el derrocamiento de Bashar al-Assad es una buena noticia para las democracias del mundo, también son válidas las advertencias sobre las sombras que pueden empañar el futuro de los sirios.