La ‘batalla campal’ que se desató el pasado jueves en el estadio Atanasio Girardot, de Medellín, durante un partido entre Atlético Nacional y el Junior de Barranquilla, dejó en evidencia una vez más que la violencia superó por completo a las autoridades y a las empresas privadas organizadoras del fútbol en Colombia.
Los aterradores videos que se divulgaron en redes sociales, en los que se ve a hordas de delincuentes enfrentándose con cuchillos y otras armas contundentes en las graderías de ese escenario deportivo, dan cuenta de un problema al que no se le ha querido hacer frente con la seriedad y la contundencia que amerita, pese al enorme daño que causa.
Según un estudio desarrollado por la Universidad Central de Bogotá, las cifras de muertes y lesiones por enfrentamientos entre las denominadas barras bravas han crecido de forma alarmante. A tal punto que cada 20 días en este país muere un hincha por hechos de violencia relacionados con el fútbol. Y entre 2008 y lo que va del 2024, ya van 262 víctimas mortales.
En la raíz del problema hay varios asuntos ya identificados. Por un lado, una enorme ambigüedad en torno a los públicos del espectáculo. No se sabe quiénes son los hinchas que realmente asisten al estadio con un propósito de disfrute del fútbol y sana convivencia, y quienes son los delincuentes que solo van con ánimo de confrontación.
Según el mismo estudio, hay 33 barras sociales plenamente identificadas y avaladas por los clubes de fútbol. Y a ellas se suman por lo menos 396 colectivos caracterizados como parches, grupos o combos que se unen y forman lo que se llaman ‘macro barras’, que son las más problemáticas. ¿Qué relaciones hay entre ellas? ¿Se da movilidad entre sus integrantes? No se sabe. Lo que sí se sospecha es que muchos clubes han alentado el problema, entregándoles estímulos muy cuestionables en boletería, especie o incluso dinero, para asegurar posiciones de poder en los espacios directivos del fútbol.
A todo ello se suma la débil posición que las autoridades nacionales y locales han asumido históricamente frente a la dirigencia de los clubes. ¿Por qué, si el fútbol es un negocio privado que mueve miles de millones de pesos en patrocinios, transferencias de jugadores, boletería, venta de camisetas y derechos de televisión, no se les exige a los equipos que financien la seguridad requerida en los estadios?
La Policía Nacional tiene la obligación legal de brindar la protección necesaria en las afueras de los estadios. Pero deberían ser las empresas privadas del fútbol las responsables de invertir en toda la tecnología y la logística necesarias para depurar el público asistente.
Por otro lado, se requiere una acción más contundente de las autoridades frente a los criminales que invaden los estadios. En el caso de Medellín, resulta sorprendente que hasta ayer no hubiera un solo capturado y solo se conocieran fotografías de diez agresores. Mientras el Estado no ejerza adecuadamente su función, los estadios seguirán siendo territorio de los violentos.