Ser la ciudad de los siete ríos no es simplemente un remoquete del que se ufana la sociedad caleña. Ese apelativo demanda responsabilidad y cuidado con cada una de esas fuentes hídricas que generosamente bañan la capital del Valle del Cauca y que provisionan de agua a cerca de dos millones y medio de personas en la ciudad.
Es por eso que los planes de protección no pueden limitarse a los momentos difíciles de sequía, cuando miles de caleños son impactados por la escasez del líquido, o como cuando la minería amenazante desvió sus aguas hacia el Pacífico para lavar oro extraído de forma ilegal.
Es lamentable que tanta belleza y un regalo de la naturaleza para beneficio de los caleños dispare las alarmas y los niveles de riesgo y contaminación tan pronto asoma en la ciudad.
Tal y como lo reveló el Informe Exclusivo publicado en la edición del pasado domingo del diario El País, el paisaje imponente y la claridad de sus aguas registra los primeros cambios cuando ingresa por barrios como Santa Rita y Santa Teresita, donde más allá de las campañas que invitan a tomar conciencia, empieza a mostrar su rostro la contaminación sobre el espejo de aguas.
No podemos olvidar tampoco que cuando es apenas un hilo de agua en lo más alto de Los Farallones, pequeñas corrientes que dan cuerpo al río Cali emergen con el rótulo de ‘aguas no aptas para el consumo humano’ porque la minería ilegal envenena los suelos con altas cargas de mercurio y de cianuro para extraer oro de forma ilegal.
A ese coctel terrible se suma la indolencia de muchos caleños y de empresas que han hecho del río Cali una escombrera, un vertedero de aguas sucias, un tobogán para el arrastre de basuras o un inodoro al aire libre para quienes residen en cambuches improvisados en su rivera o para personas en condición de calle.
Alrededor de 500.000 caleños reciben el vital líquido gracias a las bondades de un afluente que nace en lo más alto del Parque Nacional Natural Los Farallones, en el Alto del Buey, a más de 4000 metros sobre el nivel del mar, y que reparte vida a lo largo de los 50 kilómetros que recorre por la ciudad antes de fundirse con el río Cauca.
Razón suficiente para que exista un compromiso general de mantener vivo el río Cali. Hay que reconocer que el papel de las organizaciones sociales ha sido fundamental para mitigar los efectos sobre el río y generar conciencia, pero ese esfuerzo por sí solo es insuficiente.
El río demanda un compromiso mayor de la Administración local y las autoridades ambientales en su protección, la corresponsabilidad de la industria en buenas prácticas ambientales y, por su puesto, de la Nación invirtiendo en su recuperación y conservación.
Es loable que se haya conformado un año atrás la Mesa Integral para la Atención del Río Cali, en la que tienen asiento actores del sector público, privado y de la sociedad civil para pensar en la recuperación del afluente, pero los buenos propósitos por sí solos no generan resultados y el río Cali enfrenta una amenaza cuya respuesta no da espera.