Entre enero y agosto de este año 375 menores de edad fueron asesinados en Colombia. Cada cuatro minutos, en algún lugar del mundo, un niño o niña muere a causa de un acto de violencia.

Ambas estadísticas son contundentes: los adultos están atentando contra quienes constituyen el futuro de la humanidad, no solo porque les están dañando el medio ambiente que necesitan para sobrevivir sino también porque los están violentando físicamente.

Así quedó en evidencia la semana pasada, cuando Bogotá fue sede de la primera Conferencia Ministerial Mundial para poner fin a la violencia contra la niñez, evento que, de la mano de la Unicef, convocó a representantes de 200 países a reflexionar, pero sobre todo a tomar medidas para evitar que los más pequeños sigan siendo objeto de vejámenes criminales como los que pone de presente el hecho de que durante los siete primeros meses del año en el país se hayan reportado 11.871 casos de abuso sexual en menores.

No fue por nada que, en medio de los acuerdos que tuvieron lugar en el evento global, Colombia se comprometió a crear un sistema para prevenir la violencia infantil. Pero está claro que esa tarea debe ir mucho más allá de una simple responsabilidad que se asume ante la comunidad internacional en una cumbre de la cual se es anfitrión.

Las noticias que con vergonzosa frecuencia publican los medios de comunicación sobre asesinatos y violaciones de menores de edad no se agotan en estadísticas: detrás de cada una de ellas hay un nombre, una vida y una historia que no pueden serles arrebatada por la violencia.

Así que está bien que el Gobierno Nacional haya diseñado el sistema de prevención A Tiempo, con el que se busca impactar de manera indirecta a más de trece millones de niños, niñas y adolescentes. Pero esa iniciativa necesita contar con el suficiente soporte presupuestal para poder alcanzar realmente a todos los infantes del país, incluyendo los que viven en los lugares más apartados y con más carencias económicas y educativas, en donde las redes familiares y sociales son más endebles, por lo que se necesitan más apoyos sicológicos y de alertas tempranas.

Sin embargo, la experiencia también ha demostrado que esas labores de prevención tienen que ir de la mano con medidas coercitivas que impidan que los asesinos y abusadores actúen con tanta facilidad. Y es ahí donde el Estado tiene muchos pendientes en términos de una justicia que opere con más rapidez y contundencia, para que no se repita la historia de homicidas o violadores capturados que, tras salir libres por vencimiento de términos, vuelven a atacar a más víctimas inocentes.

Es por eso que, pese al inmenso dolor que producen esas estadísticas con rostro infantil, en lugar de revivir el debate de la cadena perpetua para los agresores de niños y niñas, sobre el que la Corte Constitucional ya puso punto final, la Nación está en la obligación de decidir hasta cuándo va a permitir que las cárceles no sean lugares destinados a la resocialización sino antros en los cuales se aprende a ser más delincuente y a hacerle más daño a la sociedad, y en especial a los menores.