Hacemos votos para que, al momento de publicación de esta columna, haya recuperado su libertad el delegado departamental de la Registraduría Nacional del Estado Civil en el Chocó, Jefferson Murillo. En un hecho incomprensible, el doctor Murillo fue secuestrado el 6 de enero, por encapuchados armados que lo interceptaron, cuando se trasladaba en la vía entre Quibdó e Istmina.
No es el único. Resulta indudable que, en los últimos años, se ha incrementado en Colombia esta horrenda práctica criminal. En este momento, hay muchas personas privadas de su libertad por delincuentes integrantes de movimientos subversivos o paramilitares armados o por delincuentes comunes. No importa por quiénes. Nada justifica el secuestro. Y esas personas y sus familias tienen derechos inalienables que el Estado debe proteger.
Tan ostensible ha sido este recrudecimiento de los plagios en nuestro país, que el propio Papa Francisco, en su mensaje de Epifanía, durante el Ángelus en la plaza de San Pedro, ha pedido al mundo orar por “la liberación, sin condiciones, de todas las personas secuestradas actualmente en Colombia”.
Agregó el Santo Padre: “Este gesto, que es un deber ante Dios, favorecerá también un clima de reconciliación y de paz en el país”, en lo cual tiene razón, toda vez que es precisamente el secuestro uno de los obstáculos de mayor gravedad frente al objetivo gubernamental de lograr la paz total en que está empeñado el presidente Gustavo Petro.
El secuestro es un delito abominable. Es un crimen atroz. No solamente se priva a las víctimas de su libertad -lo que, de suyo, es gravísimo-, sino que, por sus mismas características, el secuestro cercena otros derechos: la salud, el trabajo, el digno transcurso de la actividad personal y familiar y hasta la vida misma, de la cual han sido privados no pocos secuestrados, como lo acredita la dolorosa historia de Colombia. No solamente sufre la persona secuestrada, sino en especial su familia que, con toda legitimidad, reclama a las autoridades cumplir su función y buscar la liberación de las personas plagiadas, sanas y salvas.
Dejar en libertad a todos los secuestrados no es una gracia ni un favor para las familias, la sociedad y el gobierno, como quisieron hacerlo ver en el caso del padre del jugador Luis Díaz. Es una obligación. Nadie debe ser secuestrado, y -digámoslo una vez más con claridad- no es ni puede admitirse como una modalidad de financiación de la actividad subversiva.
Para continuar con los diálogos que adelanta el Gobierno Nacional con unas organizaciones delictivas, con miras a lograr acuerdos de paz, debe exigir, además de la inmediata liberación de todas las personas plagiadas, sino el compromiso expreso -y sin ambages- de no volver a secuestrar. Y -claro está-, de ninguna manera puede aceptarse el secuestro como fuente de financiación para el sostenimiento de la organización criminal correspondiente.
Como dice la Constitución, las autoridades están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida, honra, bienes, creencias, y demás derechos y libertades. Secuestrar, extorsionar, amenazar, no son derechos de los delincuentes, sino graves crímenes que el Estado tiene la obligación de perseguir y sancionar, sin contemplaciones.