Esta es una historia que causa indignación. Duele y produce asombro por el irrespeto a un escritor libre y veraz, como pocos de su generación, que decidió no seguir viviendo a los 25 años. Andrés Caicedo, con su voz atrevida, desnudó con sus textos llenos de potencia y belleza una sociedad indolente y cómodamente burguesa, que no soportaba. Lo único que quiso siempre, y lo repitió de mil maneras, es que todo lo suyo se publicara. Sus escritos son un patrimonio de la sociedad, de sus lectores de hoy y mañana, de siempre. No son de la familia.
Desde el comienzo, en el 2007, cuando se dio la posibilidad de publicar manuscritos inéditos de aquel joven autor atormentado por su entorno social, familiar y existencial del que solo lograba liberarse con la palabra escrita, aparecieron los obstáculos. Como editora de la Colección de No-ficción en Editorial Norma los viví personalmente.
La crudeza de los textos en los que como siempre Andrés llamaba las cosas y las personas por su nombre, sin esguinces ni tapujos, incomodó a algunos miembros de su familia, que intentaron incluso intervenir e interferir el trabajo editorial; desde entonces, y ya hace 15 años, Rosario la hermana cómplice de Andrés, dio la batalla para que se respetaran los escritos originales y se publicaran intactos. Finalmente, El cuento de mi vida, un libro hecho de narraciones salteadas atadas a vivencias y emociones, casi siempre desgarradoras y dolorosas, vio la luz con un lanzamiento apoteósico en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. En marzo de 2007 se abrió la caja de pandora. Y con ella llegaron las sorpresas, conflictos y trapisondas para evitar que la obra de Andrés fuera conocida, en su integridad y sin censura, algo que él jamás hubiera tolerado.
Como la escudera de un escritor ausente, Rosario se empeñó, con un costo personal altísimo que la enfrentó a sus hermanas Vickie y Pilar, en conseguir que se divulgara hasta la última página de su obra. El esfuerzo final, que acaba de concluir con la entrega a la BLAA de un archivo organizado originalmente en 2016 con cientos de folios, dejó un sabor amargo. La censura pacata e irrespetuosa terminó mostrando sus orejas.
De este archivo original habían desaparecido ya valiosos documentos, incluida una carta de suicidio a la madre de 1975. Su sobrino Alejandro Rodríguez Caicedo, el último custodio de estos papeles, y quien tenía cuatro años cuando Andrés se suicidó, no titubeó a la hora de responder por los documentos ausentes, con una desfachatez inaudita: “Los folios que no se encuentran fueron destruidos personalmente por mí”. Sin más.
Provengo de una familia de libres pensadores, donde la censura es inconcebible. La libertad de pensamiento, de expresión, forma parte de la naturaleza, de la condición humana. Es un derecho que millones de personas han defendido con sus vidas. Por esto escribo esta columna. Porque resulta inaceptable, que se hayan destruido textos de un escritor muerto porque su pensamiento, sus emociones y verdades avergonzaban a prejuiciados miembros de la familia.
Materiales irremplazables que ayudarían a entender por qué la vida se le hizo insoportable a un escritor a quien la censura lo sigue persiguiendo 46 años después de su muerte con su poder aplastante. Un comportamiento que todos los amantes de la libertad, repudiamos.