Cada vez resulta más claro que una de las prioridades más grandes del presidente Petro desde su llegada al poder es librar una permanente discusión en materia narrativa sobre el pasado de Colombia. Y todo indica que ahora solo basta con su mirada personal sobre lo que ha acontecido en el país en el último siglo para responder las principales preguntas que inquietan a nuestra nación.

Durante más de dos siglos, muchos de los líderes que han gobernado a Colombia han buscado rodearse de expertos de todas las corrientes en busca de construir propuestas y respuestas sobre nuestro futuro y nuestro pasado. Pero desde la mirada del actual gobierno, en cambio, parece que todas las respuestas están dentro de la cabeza de su líder y en sus propios discursos, hasta el punto de dejar ir del gobierno a algunas de las voces más valiosas por el único pecado de no coincidir con él. Y aunque muchos aplauden la seguridad con la que Petro aborda toda clase de asuntos, desde su innegable capacidad retórica, a mí me llena de preguntas y temores.

En parte porque creo que siempre será mejor estar en manos de gobernantes que reconozcan no sabérselas todas, y que busquen los consejos de quienes sí han estudiado a profundidad cada tema. Esa capacidad de querer encontrar respuestas a cada tema que preocupa a la humanidad en una misma mente y en un mismo discurso puede llevar a enormes abismos. ¿Qué pasaría si quien dice tener respuestas para todas las preguntas de la nación que lidera llegara a estar equivocado?

Desde su llegada al poder –e incluso mucho antes–, el presidente Petro ha demostrado que una de las batallas más importantes de su proyecto político está en la arena de la narrativa. Rara vez un discurso suyo no abre nuevas discusiones, muchas veces desde las generalizaciones y las ligerezas, sobre su interpretación de la realidad global y nacional. Es así como en el día a día Petro insiste en posicionar una mirada sobre nuestra historia y nuestra coyuntura llena de verdades absolutas y con poco espacio para el disenso.

Dentro de sus discursos suelen aparecer a diario señalamientos a otros sectores como “fascistas”, “nazis” y “enemigos del cambio”, hasta convertir conceptos con cargas tan complejas en simples adjetivos de su narrativa diaria. Así mismo, otra cantidad de hechos, como el robo de la espada de Bolívar, ahora ha pasado a llamarse, de acuerdo con la nueva narrativa oficial, una “recuperación”. Y según el discurso del mandatario, ninguno de los esfuerzos de construir la paz en Colombia han sido suficientes y solo su enfoque en esa materia –que hasta la fecha no ha traído ningún resultado para destacar– podrá poner fin a las décadas de violencia y guerra.

De fondo se trata de una nueva narrativa de buenos y malos, opresores y oprimidos, donde los únicos buenos son quienes lo apoyan. Y, desde luego, aquella narrativa a la cual tantas veces le falta rigor solo puede construirse desde la profundización de la división –porque ¿qué sería del discurso de Petro sin una sociedad dividida?–. El problema es que esa lucha desde el terreno de la oficialización de relatos y miradas que ahora busca reescribir pedazos de nuestra historia trae enormes riesgos, como la creación de nuevas rivalidades que lejos de desescalar conflictos los profundiza.

Desde hace años, muchos han destacado esa innegable capacidad del ahora presidente Petro de encontrar a partir de sus discursos y reflexiones respuestas a cada problema que enfrentan Colombia y el mundo, y así mismo señalar los culpables, las víctimas y las soluciones que deben ser alcanzadas. Yo, en cambio, creo que en las miradas absolutas donde no existe lugar a la crítica o al disenso, se encuentra el rasgo más preocupante del discurso de un líder.