El Gobierno y la oposición mayoritaria de Venezuela están a las puertas de iniciar en México su tercer intento en los últimos cuatro años de entablar negociaciones para buscar salidas a la crisis política que vive el país, después de las fracasadas iniciativas de República Dominicana (2017-2018) y Barbados (2019).
A la luz de ello, ninguna de las partes ha manifestado grandes expectativas respecto a la posibilidad de llegar a acuerdos amplios y duraderos. La desconfianza, la falta de reconocimiento mutuo y las posiciones antagónicas difíciles de conciliar, han marcado las relaciones entre el Gobierno y la oposición venezolana.
No parece que en esta ocasión esas condiciones sean diferentes, aunque sí estamos en escenarios un tanto distintos. Las sanciones económicas impuestas al país y las personales contra la élite chavista por parte de EE. UU., Canadá y la Comunidad Europea han hecho mella en el oficialismo, que no ve manera de remontar el aislamiento en que está sumido el país. Mientras, la oposición luce muy golpeada por la represión gubernamental, desgastada por no haber alcanzado el mantra “cese de la usurpación, Gobierno de transición y elecciones libres” y con grandes diferencias en su seno.
Todo esto en medio de un país con una economía paralizada y una población cuya prioridad es ver cómo sobrevive en el día a día y que parece estar dando signos de cansancio ante la dirigencia política, según encuestas que no solo reflejan un rechazo del 80 % a Maduro sino también una creciente desafección hacia partidos de oposición y sus líderes.
Así, no resulta difícil imaginar cuáles serán las aspiraciones máximas que tanto Gobierno como oposición pondrán sobre la mesa. El primero, el fin de las sanciones y, la segunda, la adopción de una ruta de normalización democrática que conduzca a la realización de elecciones presidenciales y a la Asamblea Nacional.
Para Maduro, el fin o la suavización de las sanciones es vital para mostrar mejor desempeño económico de cara a las presidenciales, en condiciones de mayor competitividad con los partidos que lo adversan. Para la oposición, la celebración de comicios lo antes posible puede significar el rápido desalojo del actual inquilino del Palacio de Miraflores, sabedores de la baja popularidad de la que goza.
No conocemos aún el modelo de negociación que se adoptará bajo la mediación de Noruega -el mismo país que facilitó el Acuerdo de Paz con las Farc-, sino uno a través del cual se vayan conviniendo acuerdos parciales o aquel que dice que nada está acordado hasta que todo esté acordado.
En todo caso serán unas negociaciones duras, donde cada concesión al Gobierno en relación a las sanciones tendrá que venir acompañada de medidas concretas en la legalización y devolución a sus militantes de las marcas de los partidos de oposición, el restablecimiento de los derechos políticos de sus dirigentes, la liberación de presos políticos y el regreso de los exiliados, garantías electorales y la configuración de una ruta que lleve a la celebración de elecciones nacionales.
Además de Noruega como mediador y de México como anfitrión, Francia, Rusia, Argentina y Holanda actuarán como facilitadores y supervisores. Sin embargo, será EE. UU. el que tendrá un papel estelar tras bambalinas, toda vez que la llave de las sanciones la tiene Washington y no la oposición venezolana. De modo que Maduro tendrá que tomar en cuenta el peso de la diplomacia de Joe Biden.
Aunque, como anoté al comienzo, las expectativas con estas negociaciones son moderadas, algunos factores como la discreción con que se han llevado a cabo los preparativos, las enseñanzas para todos de los frustrados procesos previos y especialmente los beneficios que para las partes en conflicto acarrearía llegar a eventuales acuerdos, podrían depararnos el ansiado humo blanco. ¿A la tercera es la vencida?
*Txomin Las Heras Leizaola, investigador adscrito al Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario y presidente de la Asociación Diálogo Ciudadano Colombo Venezolano.