Del libro ‘Una buena ventura’,  Alfaguara Random House.

Mientras sobrevolaba el Atlántico en el avión rumbo a Italia, pensaba en lo que había sufrido esos últimos meses. Agradecí a Dios y le pedí ayuda para que no me dejara desfallecer en los momentos difíciles y prometí trabajar duro para no defraudar a todos los que me habían ayudado en ese camino.

En la mano llevaba el diccionario de italiano que me había regalado el hijo de la señora de las cabinas telefónicas, por lo que fui repasando algunas palabras clave, al menos para saber cómo saludar y dar las gracias.

Casi sin dormir, aterrizamos en el aeropuerto Malpensa, en Milán. Llegué a inmigración para que autorizaran mi entrada, todavía no podía cantar victoria, afortunadamente el agente selló mi pasaporte y salí con mi maleta.

Me esperaban Venus, Evandro y Luna, su perrita, una cocker americana.
Doña Ana María no hacía parte de la comitiva porque para entonces se había separado de su marido y se había ido a vivir a España. Fue una emoción muy grande, nos abrazamos y nos subimos al carro de Evandro rumbo a Turín.

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En el trayecto discutimos con Venus cómo haríamos para mi vivienda, por haber llegado tarde nunca les pidió permiso a las monjas del convento donde ella rentaba un pequeño apartamento con su amiga Simona para que yo viviera allí.

No dejaban hospedar hombres, Evandro quería hablar con ellas para explicarles la situación, pero Venus tenía miedo de que dijesen que no. Después de una larga conversación decidimos que era mejor no decir nada.

Montaño, hoy bailarín preferido del príncipe Carlos, vivió a escondidas en el Convento de Cáritas per Bambini Abbandonati.

En el camino comí mi primer plato de pasta, unos ñoquis a los cuatro quesos que estaban deliciosos. También probé los grissini, que en español serían los palitroques.

Venus sabía que a mí me gustaba comer, ese día entendí que Italia no solo era historia sino buena mesa, ricas pastas, deliciosos quesos y excelentes vinos, aunque no tomaba licor.

Cerca del convento comenzaron mis nervios, por fortuna, ese día no estaba ninguna de las monjitas.

Entramos rápido por el portón negro enorme, en el que estaba una pequeña placa que decía Convento de Cáritas per Bambini Abbandonati (para niños abandonados).

En medio de la prisa por pasar desapercibido, noté que había varios patios y zonas verdes con muchas flores. Subimos por unas escaleritas al apartamento que quedaba en un segundo piso, las paredes eran blancas y en la pequeña sala estaba el sofá que iba a ser mi cama.

Simona, la compañera de Venus, no estaba, Evandro nos dejó dinero para la semana, dijo adiós y se fue con Luna a su hogar en Milán.

Venus entonces llamó a la maestra Niurka para contarle que finalmente estaba en Italia y nos fuimos a acostar, dormí profundamente en cama de Simona.

En la mañana sentí que había resucitado, era como despertar en un sueño, al fin estaba en Italia. Preparé el desayuno: Late e Visconti Macine dal molino bianco, unas galletas muy ricas que hasta el día de hoy son mis preferidas.

En la tarde llegó Simona, quien también era bailarina. Sentía algo de pena, pero ella fue muy simpática. Sus primeras palabras entre español e italiano fueron “Bienvenuto hay muy bien Ferni”, ahí me relajé.

Venus le decía que yo era como su hermano, le pidió que observara mis piernas y mi empeine. Salimos entonces a visitar a la maestra Niurka. Apenas me recibió sentí su amor, me esperaba desde hacía meses. Luego llegó Jorge, su esposo, y Casiel, su hijo, un niño en ese entonces. “Mijito, casi que no llega”, dijo Jorge y la maestra Niurka respondió “pero ya está aquí”.

Por supuesto les narré toda la odisea para obtener la visa y pasamos un gran rato. En la noche regresamos al convento con mucho sigilo y cenamos con Venus una ensalada con atún, tomate, nueces, lechuga, aceite extra virgen de oliva y balsámico.

“No me considero una persona bella ni nada por el estilo, pero sí un negro gracioso con una linda sonrisa”.

“...eran tiempos difíciles, pues no les pedía dinero a mis padres”.

A la mañana siguiente entrenamos la salida y la entrada del convento para evitar que las monjas notaran mi presencia. Venus salía primero a vigilar que ninguna estuviera fuera, entonces mediante señas me daba la luz verde. Yo la observaba desde la terraza y salía corriendo a toda velocidad como si participara en una carrera de 100 metros. Al regresar se repetía la historia a la inversa.

El primer día de escuela nos levantamos muy temprano. Desayunamos y vimos el horóscopo en la televisión. Luego nos dirigimos a la parada del bus que nos llevaba al Teatro Nuovo di Torino.

Al llegar encontramos muchos estudiantes afuera, me extrañó que no usaban uniforme y la ropa de algunos era súper chic, cinturones Dolce & Gabbana y gafas de sol Gucci. Italia en pleno.

Al ingresar sentí que muchos chicos me miraban, esta vez porque iba con Venus, la estrella de la escuela. Ella me presentó a sus amigos, a quienes seguramente les parecí exótico.

No me considero una persona bella ni nada por el estilo, pero sí un negro gracioso con una linda sonrisa.

Nos cambiamos de ropa y fuimos a clase de ballet con la maestra Niurka. Sudé la gota fría en esa primera experiencia que fue muy bonita, especialmente porque los ejercicios de la profesora siempre eran muy bailados y se usaban mucho las inclinaciones de cabeza y de brazos.
Al finalizar, Venus tenía un ensayo y como yo era nuevo no tenía nada más en mi calendario, entonces me quedé esperándola en el corredor porque no hablaba italiano y temía perderme.

Ella me cuidaba y salía cada vez que podía de su salón para preguntarme si estaba aburrido. Luego me presentó a los de la tienda de ropa de ballet y los del quiosco de comida, también a dos de sus amigos más cercanos, Denis y Vincenzo. A todos les decía que cuando me vieran bailar se sorprenderían con lo lindo que lo hacía. Un debut en la escuela fue fabuloso.

Regresamos al convento y logramos, una vez más, evadir a las monjas. Nuestro método funcionaba.

Ese primer día se repitió en las semanas siguientes. Desayunar temprano, huir de las monjas, ensayar para Paquita —que era el ballet de ese año de la escuela—, regresar al convento cansados y correr para no ser descubierto.

Los fines de semana salíamos con Venus y Evandro, que venía a visitarnos y nos llevaba a unos restaurantes súper lindos con vista al río Po.

Esas cenas eran bastante divertidas porque Venus nunca quería comer de lo que ella pedía, por lo general era una ensalada, mientras yo gozaba porque quería de todo.

Fernando Montaño, bailarín formado
en Incolballet, es el primer colombiano en hacer parte del prestigioso Royal Ballet de Londres. Hoy es solista, figura principal de esta compañía europea que tiene 112 bailarines.

Evandro era generoso y me hacía probar muchas comidas. Me encantaba la carne al peppe verde, el minestrone, la pasta carbonara, la pizza a quattro formaggi, los gnocchi, la pasta L’orecchiette, el carciofi ripieni, e incluso probé algunos vinos.

Después de esos banquetes aterrizábamos en nuestra realidad de estudiantes sin euros.

Tratábamos de ahorrar al máximo para sobrevivir con lo que generosamente nos daba Evandro, por ejemplo comprábamos el tiquete del bus solo para un día y lo usábamos el resto de la semana. Era algo ilegal, por supuesto, y muchas veces nos agarraron haciendo trampa, a mí no me gustaba, pero a Venus le daba igual porque lo había hecho mil veces.

Me daba mucha risa porque a los controladores les entregaba una dirección falsa o la de Evandro en Milán y cuando él volvía a vernos nos decía que le habían llegado las multas.

Eran tiempos difíciles, pues no les pedía dinero a mis padres, ya habían gastado suficiente en mí. Mis zapatillas se gastaban rápido y mi maestra Niurka, de vez en cuando, me regalaba unas a escondidas de su marido, quien era el dueño del negocio de ballet en el teatro.

A mí me daba mucha pena pedirle plata a Evandro, pues había sido muy generoso conmigo, como todos esos ángeles que aparecían en mi vida.
Nuestra mayor diversión era ir a bailar a una discoteca cubana. Cuando nosotros llegábamos, como dirían los cubanos, formábamos “la gozadera”. A veces hacían competencias de baile y muchas de ellas las ganamos Venus y yo, no porque fuéramos los mejores siempre sino porque teníamos la facilidad de realizar muchas cargadas y demostrar una flexibilidad que los demás concursantes no tenían.

Siempre me impresionó cómo los italianos bailaban como cualquier otro latinoamericano, muchas veces mejor que ellos. Eran muy buenos para la salsa y la bachata, latinos al fin y al cabo.

A veces, con los ahorros, llamaba a mi familia a Colombia para contarles cómo iban las cosas. También le marcaba a Luis, el periodista, pero no me fijaba en el cambio de horario y lo agarraba casi siempre durmiendo. “Me alegra mucho que te esté yendo bien, Fernando, pero la próxima vez trata de mirar bien la hora, es que acá son las 3 de la mañana y casi me matas del susto con el teléfono”, alegaba con voz somnolienta.