Aprendí a querer el periódico El País mucho antes de trabajar en él por cuenta de Julio César, mi padre, que perteneció a esta casa periodística durante 26 años hasta que se retiró, casi obligado, a sus cuarteles de invierno. Aprendí a conocer el periódico por dentro y a sus gentes sin pisarlo siquiera. Esperaba a mi padre hasta largas horas de la noche para verlo y escuchar cómo había sido su día. Sus historias me encantaban. Me dejaban ir tranquilo a la cama. Al día siguiente, cuando leía la sección en la que él trabajaba y que tuvo tantos nombres, pero ahora se llama Cali, valoraba más las noticias tras conocer el esfuerzo detrás de ellas. Y sobre las notas de las páginas deportivas le preguntaba quién las escribía cuando no estaban firmadas. Eran las dos secciones que siempre leía primeramente, la suya y la deportiva. La judicial también me apasionaba. Había allí historias que parecían cuentos trágicos. Luego supe que se llamaban crónicas. Vivo con el periódico El País desde muy chico. Cómo no quererlo.

En 1995, luego de haber pasado por la sala de redacción del diario Occidente y a punto de terminar mis estudios de periodismo en la universidad, me atreví, incluso advertido por mi padre de lo que podría pasar, a visitar al editor general de El País, el maestro Luis Cañón, para pedirle trabajo con una hoja de vida mía debajo del brazo, aún sin el título profesional. Ese era mi mayor anhelo. Pertenecer, como mi viejo, a uno de los periódicos más importantes y tradicionales de Colombia. La respuesta de Luis —un hombre siempre directo— fue contundente: “La empresa no acepta dos familiares entre sus trabajadores”. Me fui con la resignación de que si alguna vez trabajaba en El País, sería con mi padre ya retirado en la casa. Una fecha incierta. Y que yo no deseaba.

Dos años después recibí una llamada que todavía tengo con precisos detalles en mi cabeza. Era Esaúd Urrutia, periodista de El País, quien manejaría un nuevo proyecto periodístico. “César James —siempre me llama por mi nombre completo—, quisiéramos contar con vos en esta iniciativa”, me dijo. Le di las gracias, pero le remarqué que las políticas del diario no me permitían trabajar por ser hijo de un periodista que ya estaba en la redacción. “No te preocupés, eso ya lo arregló Luis”, me respondió Esaúd. El 6 de febrero de 1997 firmé contrato.

Han pasado ya 23 años. 23 años en los que construí lo que es hoy mi vida. Los mejores maestros del periodismo los he tenido en esta redacción. Aquí conocí a la mayoría de los que ahora son mis amigos y tres de ellos se convirtieron en mis hermanos. Aquí tuve la fortuna de trabajar al lado de mi padre por catorce años (se retiró hace nueve). Aprendí de él el oficio periodístico no solo en mi casa, cuando yo era un chico y lo esperaba hasta largas horas de la noche para escuchar sus historias, sino en la propia redacción del diario, allí donde hierven las noticias. Qué privilegio. Aprendí, al lado de mis compañeros, a librar duras batallas, todas ellas con las tres únicas ‘armas’ que debemos empuñar los periodistas: la pasión, el servicio y la verdad. En muchas acertamos. En otras nos equivocamos. Y siempre corregimos. La misión de este diario no ha sido otra que, desde su orilla, ayudar a construir una mejor sociedad, y esa tarea no va a parar, a pesar de la situación económica que ahora lo acosa. Las crisis son siempre la mejor oportunidad para reinventarnos. Y aquí hay soldados todavía con las botas puestas. Hay talento. Hay deseos. Hay ilusión.

El martes pasado, cuando se supo la noticia de la reorganización empresarial a la que se sometía El País, llegué a la casa en la noche y escribí este trino: “Y al final del día levantas la cabeza y te quedas quieto, silencioso, contemplando todo lo que has sido capaz de construir con esa pasión que nos mueve a los periodistas, y te dices: vale la pena seguir luchando, si allá afuera hay quienes esperan que hagas tu trabajo”. Esa, familia de El País, debe ser nuestra consigna cada mañana.

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Mi hijo, Pablo César, tiene 17 años. Está terminando el bachillerato y le gusta escuchar mis historias, como lo hacía yo con mi padre. Y dice que quiere ser periodista. Y yo quiero que él nunca deje de ser un soñador.