Los carnavales eran en agosto y ya desde julio empezaba el jolgorio con la trompeta de Alvarito Cifuentes que repicaba por las calles e inventaba canciones para las reinas: “Marta Cecilia, eres hermosa/ tan primorosa como una rosa…”; Enrique Urbano Tenorio, ‘Peregoyo’, quien fundara años más tarde el Combo Vacaná, lo acompañaba en el saxo. ‘Peregoyo’ era para nosotros como Ignacio Piñeiro, el músico cubano que sacó el son del monte y lo llevó a las calles de Santiago y La Habana.
En la fiesta se instalaba una caseta llamada ‘La Luna enamorá’, donde también se tocaban pasodobles, con los acordes de ‘Los chavales de Madrid’.
Antes de Don Pere, los cantos y chirimías del litoral estaban circunscritos a la memoria cultural y folclórica, pero no eran música urbana para bailar. ‘Vacaná’, que traduce Valle, Cauca y Nariño, trajo para los porteños las cadencias del manglar adentro, los cantos que hasta entonces eran conocidos como tradición oral, y los orquestó, en una fusión feliz con los ritmos de Cuba y Puerto Rico.
Su ‘Descarga Vacaná’, con el mismo patrón rítmico de “De qué bueno canta usted”, de Benny Moré, hizo que los porteños recibieran a ‘Peregoyo’ y su Combo como héroes, cuando regresaron de grabar con Discos Fuentes en Medellín.
El político liberal Néstor Urbano Tenorio, hermano de ‘Peregoyo’, promovió en el Congreso la creación de un plantel público de primer nivel para Buenaventura. Así nació el Colegio Pascual de Andagoya, el mismo que con un equipo de baloncesto invencible, llegó a representar al Valle del Cauca. Parte de sus jugadores conformaron también la Selección Colombia. Uno de ellos, el científico Raúl Cuero. El Pascual de Andagoya fue reconocido, a inicios de los 60, como el de mayor nivel académico de Colombia, con una planta profesoral de lujo, en la que figuraron algunos docentes extranjeros. Esta institución tuvo un laboratorio de Física y Química, antes que la Universidad del Valle y recibió del gobierno de Francia, como donación, un completo equipo para el aprendizaje de idiomas. Esta circunstancia permitió que buena parte de sus bachilleres fueran bilingües. Su biblioteca, además, recibía donaciones de todos los consulados que entonces operaban en El Puerto. Obras de Mark Twain como ‘Tom Sawyer’, ‘Huckleberry Finn’, ‘Un Yankee de Connecticut en la Corte del Rey Arturo’, venían con el sello de la Embajada de los Estados Unidos dentro del programa ‘Alianza para el progreso’, creado por John F. Kennedy.
Monseñor Gerardo Valencia Cano contribuyó grandemente con la educación en Buenaventura. Creó la Escuela de Artes y Oficios, el Instituto Técnico Industrial, el colegio Femenino La Anunciación, el Juan de Ladrilleros y abrió un espacio de compasión y caridad con los niños huérfanos: el Hogar de Jesús Adolescente. También, animó la creación del Seminario San Buenaventura, pues alentaba la idea de tener sacerdotes porteños.
A inicios de los años 60, el puerto de
Buenaventura tenía cuatro clubes sociales y tres periódicos.
Las expresiones folclóricas se daban semanalmente en el malecón, en el mismo lugar que ocupa hoy el Concejo Municipal. Ahí, el folclorista y humanista Teófilo Potes, colgaba sus marimbas e instruía a los visitantes acerca del significado de un bombo, un cununo, un guasá.
La parte central del puerto empezaba en la calle primera y culminaba en un paseo de almendros que iba hasta el Hotel Estación, la bellísima obra del arquitecto bogotano Pablo Emilio Páez, el mismo autor de La Ermita en Cali. Culminar este hotel, contratado por el Ferrocarril del Pacífico, le tomó un buen tiempo, pues debía trabajar al ritmo de las mareas.
Esperar la bajamar para poder hincar bases. La primera piscina del Estación, llamado así porque se ubicó justo frente a la Estación del Ferrocarril, fue de agua de mar. El Hotel tuvo también cancha de tenis, rodeada por un jardín. Hasta ahí llegaban los viajeros del interior del país, con sus baúles. Solo tenían que cruzar la calle y esperar los barcos de la flota italiana para zarpar hacia Europa.
Los italianos habían bautizado sus vapores con nombres de músicos, de descubridores. Así, recalaban en Buenaventura el Cristophoro Columbus, el Rossini, el Verdi, el Donizetti, el Américo Vespucci, y su llegada era toda una fiesta. Era posible entrar a los muelles y visitar los barcos para comprar las botellas piponas de Chianti. Los marineros ofrecían pan de ajo a los niños, y traían hasta el Parque Bolívar, donde está hoy el CAM, una retreta en homenaje al Libertador. Los músicos, con sus uniformes de galones azules y amarillos, rojos de sol, traían hasta el trópico colombiano los aires de ‘La Traviatta’, la elación napolitana de ‘O Sole Mío’. Este parque tuvo unos cañones procedentes de una batalla ignota. Habían sido rescatados de un galeón en los limos marinos. Estos cañones se perdieron y hasta el momento no se sabe cuál fue su destino.
El puerto era diferente porque no solo entraba y salía carga, sino que llegaban barcos de pasajeros, los mismos que iban con sus cámaras Leikas por las calles, transfiriendo en sus gestos algo de la cultura del mundo.
Frente a la cárcel, la misma que estaba detrás del Parque Bolívar, muy cerca de la Farmacia Ablanque y a la Estrella, nació Sanandresito. Eran apenas unas pocas casetas rústicas donde incipientes contrabandistas a los que se llamaba ‘Turros’, vendían cajas de chocolates Milky Way, Zero, Musketeers, jeans de marca Lee, con un vaquero en la viñeta –pantalones de una lona especial, azul, reforzados con costuras amarillas y taches en los bolsillos- baldes de ‘Cote d’Or’, (Costa de Oro), también chocolates muy apreciados entonces, lociones y chicles ‘Juicy Fruit’.
El hospital Santa Helena operaba de manera normal y no era necesario enviar enfermos a Cali; solo en caso de cirugías muy especiales. La compañía Raymond, que manejó por muchos años los muelles de Buenaventura, dotó al puerto de un crematorio de basuras, lo que permitía una asepsia general en la isla.
A inicios de los 60, Buenaventura tenía cuatro clubes sociales: Buenaventura, Sabaletas –de tiro, caza y pesca-, Los Cangrejos y el Club Tiburones. También, tres periódicos –de ellos sobrevive El Puerto, fundado por Teodomiro Calero Vernaza-, el Mercurio, de José Moreno, y el Jején, humorístico, una especie de ‘El Gato’ porteño.
También, cuatro teatros: Caldas, Junín, Buenaventura y Morales, programados en funciones de matiné, los domingos, y vespertina y noche, en la semana. Todo el cine mexicano de charros, Gastón Santos, María Félix, Sara García, Cantinflas, se vio ahí, al igual que los clásicos de Hollywood como ‘Los diez mandamientos’. Lo que producía cineccitá en Italia, también llegaba al puerto en los filmes de Fellini y del poeta Pier Paolo Pasolini.
Carmen Arango, una mujer muy rica que llegó del interior del país, era la propietaria del Teatro Caldas. Guardaba el dinero en baúles y en ocasiones especiales lucía joyas de oro macizo. Viajó a Roma y trajo desde ahí el traje que luce San Buenaventura, rojo y blanco, el que distingue al santo letrado, representado, como Santa Teresa de Jesús, con una pluma en la mano.
El comercio del puerto corría por cuenta de muchos extranjeros. Se estableció ahí la compañía aduanera del italiano Carlo Pagnamenta; también la Casa Menotti. En el paseo que va al Hotel Estación, queda aún la construcción realizada por el arquitecto italiano Gaetano Lignarolo, quien se estableciera más tarde en Cartagena. Era el abuelo de la Miss Colombia, María Luisa Lignarolo, quien disputó el cetro nacional con la porteña Lamia El Khoury Chaia, hija del comerciante Ezequiel El Khoury. La estación del ferrocarril fue construida por Vicente Nasi, discípulo de Le Corbousier. Debe ser declarada Patrimonio Arquitectónico.
Pero también estaba el comerciante ecuatoriano Alfonso Barreto Cárdenas, hijo de Heliodoro y Teotista, quien fundó en Buenaventura la primera gran ferretería. Vino desde Manabí, Puerto Viejo. Todo se conseguía “donde Barreto”. Fue el padre de dos reinas de belleza, María Cristina y Tuchy Barreto, muy recordadas. Los Orozco crearon Electrorozco y la Panadería Central era de la familia Van, a la que perteneció el notable escultor porteño, de origen chino, Pablo Van Wong.
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En los 60 Buenaventura llegó a tener la zona de tolerancia más rumbosa de todo el sur de América. Los marinos del mundo guardaban el dinero para gastarlo ahí: La Pilota. Una calle en lo más alto de la isla, totalmente estratificada. Casas de citas solo para oficiales navales, capitanes, y otras para la marinería del mundo que descubría ahí la música cubana en el Bar de Próspero, Fantasio, Shangay, Puerto Rico, Aurora, La Barata, la Casa de Sonia, Isla de Capri. Buena parte de la música que se escuchaba ahí, viajaba hasta Dagua y Cali, y dio origen al fenómeno cultural de la salsa entre nosotros. En La Pilota recalaron prostitutas francesas y caribeñas. Ahí, el fotógrafo Fernell Franco hizo una de sus más hondas exploraciones estéticas, cuando retrató, al fondo de esos quilombos, mujeres apoltronadas, a la espera. La Pilota fue cerrada en los 70 por el alcalde conservador Gerardo Tovar López, quien lo hizo a su manera: llevó dos camiones con soldados y un sacerdote con un hisopo. Ponían un aviso de sellado en cada negocio, subían a los camiones a las meretrices y a los homosexuales, y luego, agua bendita sobre las puertas. La zona de tolerancia se trasladó luego a ‘la carretera’, donde brillaron los neones de El Monterrey, Boulevard del Ron, Campín, Caney, Las Camelias, María Bonita, Veracruz.
El respeto a la vida fue sagrado en el puerto hasta los años 70. La noticia de un muerto era asunto que preocupaba y tema de conversación por varias semanas.
En Dagua, fue legendario ‘El Cachipay’, un lugar donde fondeó buena parte de esos ritmos que llegaban en las literas de los barcos de la Flota Mercante Grancolombiana, la misma que al igual que Colpuertos, empleó a los porteños por muchísimos años. La Flota ya no existe, con sus barcos que nombraban las capitales de Colombia. Los marinos de Buenaventura fueron hasta el Japón. Desde ahí trajeron historias de Kobe, Yokohama, Nagasaki. Retornaban al puerto ataviados con kimonos y medias de brillantes, bebían sake en los bares, habían aprendido a saludar en japonés, a dar las gracias, y trajeron por primera vez dos cervezas que no se conocían en el puerto: ‘Asahi y ‘Sapporo’. Eran camareros, cocineros, carpinteros, enfermeros, contadores, mayordomos, y algunos, como Telémaco Estrella, llegaron a ser capitanes.
El respeto a la vida fue sagrado en el puerto hasta los años 70. La noticia de un muerto era asunto que preocupaba y tema de conversación por varias semanas. El lugar más lejano era el barrio Independencia, en la zona continental, y la única línea de buses, la Azul Crema.
El puerto tenía sus propios orates. Juan Cocha, autor del Ron Cocha, un licor que no logró patentar, hecho de alhucema, azúcar, Bay Rum, alcohol antiséptico y hierbas aromáticas. Juan Cocha despertaba a los porteños con potente voz. Cantaba ‘Granada’ al amanecer. Había escapado de un gulag de locos en Araracuara, colgado del ala de un avión. Por lo menos eso decía. Salía por todo el puerto, con una gavilla de muchachos que los seguían al ritmo del estribillo “Juan Cocha va a la Luna”, mucho antes que Neil Amstrong pusiera pie en el talco selenita. También, ‘Berlín’, quien se daba baños de fuego, desnudo, frente al malecón; ‘Potencia’, correteador de mozalbetes; ‘Pirata’, con pierna de palo, caminaba airoso y lucía al pecho sus “condecoraciones”: tapas de cerveza aplanadas que repicaban como medallas de guerra; ‘Perroni’, a quien lo dieron por muerto y “resucitó”. ‘Peregoyo’ le cantó a Perroni, y cuando el pueblo supo que no había muerto, lo pasearon como una reina en máquina de bomberos. También La Mancora, La Camarón y la ‘Pío Pío’. Esta última arrastraba una pena de amor por un tal Pantoja. Si alguien le decía, por ejemplo, que una fulana que pasaba por ahí, había tenido “amores con Pantoja”, la cogía a sombrillazos e improperios, sin previo aviso.
Un nativo de Buenaventura, Quintiliano Belalcázar, tuvo la idea de agitar el turismo con la construcción de un gran barco de madera para llevar turistas a La Bocana y Ladrilleros. Lo llamó ‘El Crucero del Pacífico’; zarpaba del muelle turístico, y en fiestas patronales, llevaba a bordo un conjunto de marimba. Sucedió al Capitán Stevez, quien comandó por muchos años la Motonave Asturias, también de buen calado y en la misma ruta.
Embarcaciones pequeñas hacían esos tránsitos, pero eran más vulnerables a la marea alta de El Paso del Tigre. Una de ellas, adoptó un nombre que muchos pensaron griego. Era la ‘Satuple Yos’, la misma que descubría un mensaje sorpresivo cuando se leía al revés.
Buenaventura, un puerto donde los poetas, literalmente, coronaban las reinas. Helcías Martán Góngora, quien fuera también alcalde del Puerto, tenía a su cargo leer el discurso de coronación de la Señorita Litoral. Y lo hacía enfundado en un smoking, en ese calor senegalés. Poeta local, también, de mucho nombre, Cleofás Garcés Rentería. Era el encargado de leer el responso final para los porteños notables en el cementerio.
Buenaventura, tierra de grandes deportistas: Maravilla Gamboa, Marino Klinger, Piri Quiñónez, Gilberto Cuero, Senén Mosquera, Víctor Campaz, Marcial Caicedo, Teófilo Campaz, Carlos Julio Caicedo, Sansón Murillo, Azabache Obregón.
Una tierra que merece recuperar su antiguo esplendor. Se dice que fue “fundada” el 14 de julio de 1540, pero no existe prueba oficial de ello. Se sabe sí que los nativos buscajáes recibieron con una lluvia de flechas a Juan de Ladrilleros, el enviado de Don Pascual de Andagoya.