Tuve la fortuna de conocer a monseñor Héctor Epalza, siendo obispo de Buenaventura, a donde llegó en 2004. Recuerdo las circunstancias a las que se vio enfrentado: una grave crisis humanitaria por cuenta del conflicto armado en el territorio, condiciones persistentes de exclusión económica y social de la mayoría de la población, y una corrupción enquistada en distintos niveles del estado municipal.
Era un momento complejo, de temor extendido, pero sobre todo, de desesperanza.
Por cuenta de una responsabilidad institucional debí apoyar el tema de Buenaventura. Sin ella, igual estaba dispuesto a comprometerme. Mi gran preocupación era conocer cómo estaba siendo afectada tanta gente de la zona urbana y rural.
Esta última asediada, además de la violencia, por los intentos de grupos armados de llevar el cultivo de coca a esas zonas bendecidas por la naturaleza y habitadas por comunidades ancestrales. Había temor, pero también ganas y valor entre las comunidades para dar la pelea de la “resistencia” del territorio.
Puede leer: El gran dilema
Escuchar a monseñor Epalza fue muy esclarecedor sobre lo que ocurría por aquel entonces. No deja de sorprender cómo eso conecta tan fuertemente con lo que continúa ocurriendo hoy, a pesar de la desmovilización paramilitar y de las Farc.
Era lúcido al diagnosticar la situación: “existe una histórica condición de abandono institucional y casi que desprecio por las distintas formas que las comunidades se han dado para asumir el territorio, sus valores ancestrales, sus proyectos de vida y gestionar el desarrollo propio”. Y dadas esas condiciones, decía él, “la violencia y la corrupción son un recurso que perpetúa el statu quo, del que sacan provecho unos pocos, en todo caso muy poderosos, por cuenta de sus privilegios económicos (legales e ilegales) o de clase, y del ejercicio de una política corrupta”.
Este diagnóstico de monseñor Epalza aplica a lo que, en otro contexto histórico, ocurre hoy. Es el mismo tipo de mirada que reclaman los procesos sociales y comunitarios de Buenaventura.
El mérito (entre muchos otros) de monseñor Epalza fue el de denunciar valientemente lo que estaba ocurriendo, al tiempo que tendía puentes y proponía alternativas de solución. Impulsó así una iglesia comprometida con su gente y es lo que también, con maneras propias, hace hoy monseñor Rubén Darío Jaramillo, actual obispo de Buenaventura.
Esta cercanía a la gente, a sus necesidades y aspiraciones, trae luz cuando campean la muerte y la oscuridad; y siembra esperanza en donde se han extendido la frustración y la incertidumbre.
Monseñor Epalza falleció recientemente, justo en medio del recrudecimiento de la violencia y de los reclamos de unas comunidades y un gobierno local de origen alternativo (surgido en parte del paro cívico de 2017), para llamar la atención al gobierno nacional y a la sociedad sobre lo que está pasando, pero también para proponer soluciones.
En junio de 2017, al dejar su encargo pastoral, monseñor Epalza hizo público su último deseo: “Esta es mi gran familia, la de Buenaventura. Quedo vinculado eternamente a esta ciudad, a sus gentes, sus luchas. He decidido, oigan bien, que cuando termine mi peregrinación terrena mis restos mortales sean traídos a esta tierra…Mi amor por ustedes será eterno”. Su legado sigue vivo.
Constructor de Paz