ICBF
Así resiste la comunidad del Icbf los desmanes en La Luna
Relato de un residente de la Fundación San José, donde viven 70 niños y jóvenes, en uno de los puntos álgidos de la protesta en Cali.
Un pequeño me dice que el chicle que le he dado pica mucho y le hace llorar, así que le respondo que huya lejos, que del otro lado de la fundación la goma es dulce.
Una vez más, a causa de otra inestabilidad nacional que se suma a la historia colombiana, pasaremos la noche sin poder dormir. He recorrido el espacio de extremo a extremo y he visto a los niños echarse en los escaños de madera, tapándose la cara con una camisa que sirve para esconder su temor al sonido críptico de los proyectiles que resuenan afuera, sobre la Autopista Suroriental, en una elipse creada por la voluntad y el orden.
Todos estamos bien, pero pienso en ellos, exactamente en lo que emiten sus ojos —tan dicientes—, enfrentándose al inocente golpe de una guerra, y acudiendo, como entes despojados de su agitado corazón, a las últimas imágenes de otra sociedad a la que una vez pertenecieron: sus familias.
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La Fundación San José, con más de 60 años en Cali, agrupa sobre toda una calle del sector entre La Luna y el barrio Junín a más de 70 niños de todas partes, desde infantes que sus padres dejaron apenas nacieron, hasta jóvenes que van a la universidad. Niños y jóvenes abandonados.
Hay varias entradas; del lado del Colegio Joaquín de Caycedo y Cuero y la estación de Policía de Junín: la entrada de los mayores, por donde el pasado martes, a eso de las 10:00 p.m., sombras aparecían en medio de la oscuridad. La entrada principal está en la esquina, sobre toda la Autopista y las recientes ruinas de un Domino's Pizza al que nunca fuimos, y que había estado desde siempre ahí, muy cerca de la habitación de los niños, despidiendo el aroma a pepperoni que, hoy por hoy, crecía diferente y más denso, provocando lagrimeo e irritación.
Sobre las 11:00 p.m., la tensión continúa —ensordecedora—, con sombras que crecen con la luz de la cuadra, dilatándose hasta la entrada principal. Observo el teléfono y hay un mensaje de la defensora séptima de familia, adscrita al Centro Zonal Nororiental de Cali, del Instituto Colombiano de Bienestar Familiar, una organización garante de los derechos humanos de los niños y jóvenes del Estado colombiano, fundada hace más de cincuenta años.
Ella es abogada y está a cargo de todos, dice que está preocupada y que ha hablado con gentes de la Personería de Cali y de la ONU y que ya vienen para evitar una tragedia, que estemos tranquilos: —una madre—.
Entretanto, sombras brotan de entre los arbustos y locales comerciales. Ayer, a esta misma hora, alguien anunciaba la incineración del Hotel La Luna, ubicado sobre la Calle 13. ¡Por Dios! Trato de calmar a los niños que se alertan con el sonido de los helicópteros que sobrevuelan la zona, como moscas encima de una sopa humeante.
En la superficie, el personal de Derechos Humanos ha llegado pidiendo tregua, y nada es lo que parece y todo se parece a nada: “en este momento se está comunicando que den un alto, estamos aquí en La Luna, Naciones Unidas se está comunicando para que se den una tregua y podamos gestionar la calma”.
La presión crece en el ambiente
Afuera, los vecinos se atreven a comentar de un ‘sinsentido’ y se asoman a las ventanas y vanos de la puerta abierta de sus casas, retando a las probabilidades de un proyectil errante, no se oyen gritos, tampoco insultos contra nadie, solo el miedo, como una suerte de supervivencia, impera en la atmósfera de La Luna; único espacio sobre la tierra al que podemos aferrarnos, porque muchos acá no conocen otro lugar.
Una vez más, prendo el celular sin pensar en nada, alguien ha escrito que el mundo se está acabando. Un video muestra el frente de una sede del Banco de Bogotá, sobre la Calle 13, devastado. En otro chat, un puñado de jóvenes corre anunciando que “nos están matando”, y otro video enseña a una persona que habría resultado herida en la pierna izquierda mientras filmaba, pero muchas cosas son de ayer o sino de otras zonas, el flujo de material audiovisual resulta incontenible, pero en La Luna, hoy, no ha pasado nada.
Los niños están asustados, dicen tener sueño, entonces apago el celular, saco mi laptop y escribo, escribo y sigo escribiendo. Todo está bien, niños.
Enfrente de la fundación alguien grita que no van a lanzar ‘molotov’ ni nada, “porque allí hay niños del Icbf”, dicen, y me entra algo de calma. En medio de todo, se alcanza a comprender la conformación de una nueva resistencia, ejercida por todos en la fundación. La capacidad física que a todos permite llevar a cabo una actividad, también servía para prevenirla. Habíamos estado enfrentando la situación en esa tierra de nadie, en medio de dos presuntos contrarios que se prometían no atacar en presencia de una comunidad vulnerable.
Veo la hora. Es tarde y disipo el hambre controlando a los niños. Cristian García, el profesor de turno, pregunta si los podemos mandar a dormir. A través de la ventana la Autopista está vacía. Ayer, el profesor Moisés, quien dirige el área de deportes en la fundación, dijo que “una guerra no es guerra, mucho menos cuando quien está detrás de la zanja defensiva, no es enemigo, sino el mismo pueblo”.
No pasó mucho cuando los muchachos estaban ya dormidos, dispersos en un nuevo orden por toda la fundación. Afuera, aún se escuchaban voces en el ambiente, como parte de la novedosa noche caleña.
Los más grandes estamos sentados en la sala de estar, en medio de la oscuridad. El gran comedor no ha perdido su nostalgia y nos hace recordar otros tiempos en la fundación, cuando salíamos a explorar Cali, por el Bulevar del Río y el Zoológico, la Biblioteca Departamental Jorge Garcés Borrero y La Loma de la Cruz.
Abro WhatsApp y están hablando de Siloé, dicen que Cali es un campo de guerra en estos momentos, y que se necesita intervención. Me contengo de llorar, todos parecen con ganas de llorar. Al rato nos dirigimos a apoyar a los demás muchachos en su labor ‘morfeica’ de cuidar el sueño ajeno que resulta propio.
La situación parecía estar calmada, hasta que César, quien había estado pendiente del exterior, bajó corriendo del tercer piso de la casa que el director está construyendo para los futuros universitarios del Icbf, y nos abordó con desespero. Traía puesto un saco gris y llevaba la mochila Totto de siempre.
—Hay humo donde los niños, debemos despertarlos a todos e irnos hacia atrás, a la ‘Casa Maruja’. Se está incendiando el edificio del Domino's Pizza. Sí, allí donde el alcalde Jorge Iván Ospina hizo su última campaña.
Nos levantamos rápido y salimos corriendo, los despertamos a todos junto con César y Leider, compañeros que son de los más grandes. Los niños caminaron lelos y enfundados por el largo pasillo, preguntando qué pasaba, despiertos en su inocencia, pero aún dormidos frente a lo que acontecía.
Cuando llegamos atrás, sacamos el material de lucha olímpica que la fundación usaba en las tardes para amenizar la incertidumbre y matar el tiempo. Los profesores de turno trajeron almohadas y cobijas y, como en un paquete de colores, logramos que durmieran todos tirados en la amplia sala, hasta mañana.
Afuera, el cielo estaba turbio, contaminado por la humareda que salía del local sobre la Autopista. Las risotadas de las sombras aparecían de cuando en cuando y algunos niños no podían dormir. Prendí el celular, el director de la fundación me pedía muestras de cómo estábamos, entonces le envié una foto donde, efectivamente, aparecían los niños como colores tendidos, uno junto al otro, ahí pintados.
La calma parecía incierta, impropia de nosotros como de la noche la oscuridad que empezaba a limpiarse, dejando al descubierto el desastre de nuestra nueva realidad, de la realidad de un nuevo día al que se debía enfrentar la sociedad caleña, la realidad de cada uno en casa, en todo el país.
Prendo el celular, pero ya no sé para qué, y caigo en cuenta de ello, entonces lo apago y mejor enciendo el computador. Escribo, escribo, escribo.