Cali
El 7 de agosto que cambió la historia de Cali para siempre
La tragedia, nadie la vio venir, solo sucedió.
En mayo de 1956, en el atolón Bikini, una pequeña isla deshabitada de unos 6 kilómetros de superficie cerca a las Islas Marshall, entre Asia y Oceanía, se probaba el poder de la bomba H, un arma que podía desprender una potencia de 10.400 kilotones. Es decir, el poder de 10 millones 400 mil toneladas de trinitrotolueno (TNT). La humanidad ya había visto ese poder de destrucción, el 6 y 9 de agosto de 1945 las dos pequeñas poblaciones de Hiroshima y Nagasaki habían visto el poder de Little Boy y Fat Man, dos bombas atómicas de 16 y 21 kilotones, es decir, 16 mil toneladas de TNT y 21 mil respectivamente.
Todos estos desarrollos provenían de las potencias: la lejana Rusia, el coloso Estados Unidos, quienes trabajaban incansablemente para saber quién tenía mayor poderío para destruir al otro. Pero, en 1956, nadie se iba a imaginar que una ciudad encumbrada en medio de un Valle que comunica al Pacífico con el centro de Colombia iba a ser testigo del daño que pueden ocasionar, solamente, 54000 kilos de TNT. En cuestión de poder destructivo fue menos del 10% de lo que podía hacer una bomba atómica, pero en términos de dolor es inconmensurable.
A la 1 de la mañana se escuchó un gran estallido en todo el valle, Cali, Jamundí, Palmira, sintieron el estruendo que obligó a despertar a toda la ciudad. Siete de los 10 camiones que tenía el ejército, llenos de dinamita, explotaron en la estación Ferrocarril del Pacífico, acabando con el barrio San Nicolás, en un radio de 50 metros de ancho por 25 de profundidad que afectó a 41 manzanas. La zona quedó sin luz, sin radios y lo único que sirvió fue una campana de una máquina de bomberos que terminó de alertar a quienes permanecían de turno.
“Tan pronto nos dieron la orden, salimos con la primera máquina, pero a la altura del Café Franco, no pudimos avanzar más; los escombros y el desastre no lo permitió”. En esos momentos, según el capitán Andrade, la estación contaba con cuatro máquinas y 70 bomberos voluntarios en total”, cuenta el sargento Mayor, Germán Quezada. Bombero voluntario de la ciudad.
Las voces de la tragedia
Paola Otero, reportera de El País en 2018, recopiló algunos de los testimonios de aquellos que vivieron la tragedia en carne propia:
“La mayor tragedia que he atendido”
En dos meses, el sargento mayor Ómar Valdivieso, quien es integrante activo del Cuerpo de Bomberos Voluntarios De Cali, cumplirá 85 años. Sus arrugas y manchas en el rostro y las manos, las únicas partes de su cuerpo que se dejan entrever en medio de un uniforme azul que porta con honor, son ‘marcas’ de su oficio que, según dice, lo hacen sentir orgulloso.
“Cuando ocurrió la explosión del 7 de Agosto estábamos en una reunión, debido a que mi hermana estaba cumpliendo años de casada. La celebración fue interrumpida por un ruido estrepitoso. Mi hermano y yo, ambos bomberos, pensamos que se había incendiado la fábrica de nuestro padre, ubicada en el barrio El Piloto, cerca de dónde nos encontrábamos, y por eso nos dirigimos inmediatamente allá. Sin embargo, cuando llegamos nos dimos cuenta de que solo se le había caído parte del techo a la fábrica, mientras que todas las casas que había alrededor, la mayoría de bahareque, quedaron completamente destruidas”, cuenta el bombero. Al instante, él y su hermano se dirigieron al cuartel para uniformarse y enfrentarse con un panorama desolador. “La desesperación era tal, que todo el mundo corría de un lado al otro. Eran tantos cadáveres que había muertos en el San Juan de Dios, en el HUV, en las estaciones de Policía, en el cuartel y en todas partes. Solo nos dedicamos a socorrer a las personas que tenían respiración y para esta labor nos ayudaron bomberos de otras partes del país”, precisa Valdivieso.
“Ver todo destruido fue impactante”
Fabiola Roldán tenía once años cuando las llamas del ‘infierno’ alcanzaron su natal barrio San Nicolás, en el centro de Cali. Relata que se encontraba en una celebración familiar cuando la tierra se estremeció, se fue la energía y en el cielo se vio una nube roja. “Vivíamos en el pasaje Sardi, en la Carrera 5 con Calle 21, al lado de la iglesia de San Nicolás. En ese momento, toda mi familia salió corriendo por la Carrera 7. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero recuerdo que las casas y todos los almacenes de la zona tenían las ventanas rotas y las puertas recogidas. Además, había personas que estaban aprovechando el momento para entrar a robar a los locales y viviendas”, afirma la mujer, quien hoy tiene 73 años. A pesar de que, dice, entre sus familiares y conocidos no hubo víctimas fatales, sus ojos no pueden esconder el sufrimiento del que fue testigo ese día. Relata que esa madrugada salió con unas primas a recorrer toda la zona donde había ocurrido la explosión.
“Nos encontramos con una negrita que parecía que la hubieran cogido con una cuchilla y la hubieran vuelto nada. Nos dijo que estaba en un hotel y que el último recuerdo que tenía era que había bajado al primer piso a prepararle tetero a su niño, al que andaba buscando como loca. Nunca lo encontró”, asegura Roldán. Y agrega que “milagrosamente” su abuela se salvó de morir, ya que a la vivienda donde se encontraba se le desplomó el techo. “Sin embargo, el tejado cayó sobre un armario y por eso mi viejita salió ilesa”, sostiene.
“Los muertos para Cali eran desconocidos”
Nicolás Ramos, quien para ese entonces se desempeñaba como gerente general de Emcali, se encontraba pasando el puente festivo en una casa de veraneo en el corregimiento de Pichindé. “A la una de la mañana sentí una explosión, pero seguí tranquilo. Una hora y media después apareció una camioneta en la finca para bajarme a la ciudad con mi cuñado. Me dijeron que era importante que yo estuviera allí porque algo muy grave había ocurrido”, cuenta el hombre de 92 años.
A Cali llegó pasadas las 5:00 a.m., cuando los pocos rayos de luz que se estaban asomando entre las nubes apenas permitían vislumbrar la magnitud de la catástrofe. “Lo que más me impactó cuando llegué fueron las maquinarias sacando escombros y, en medio de ellos, cadáveres por doquier. La mayoría de personas que fallecieron ese día no se identificaron y por eso fueron a parar a una fosa común del Cementerio Central. Además, refiere que una gran cantidad de los muertos que hubo eran desconocidos. “Como esa era una zona de tránsito, muchas de las víctimas fatales eran comerciantes, viajeros y motoristas, que estaban de paso por la ciudad”, asegura Ramos.
Según él, la tragedia pudo ser peor si hubiera ocurrido a otra hora. “Si la explosión hubiera sido a las 11:00 p.m. o 12:00 a.m., la mortandad habría sido el doble y hasta el triple. Por ejemplo, hubo teatros a los que se les cayó el techo y que la noche anterior habían tenido presentaciones”, dice. Ramos también explica que la tragedia del 7 de Agosto, también fue una oportunidad para el renacer de la capital del Valle. “La zona afectada se reconstruyó gracias a los créditos que otorgó el gobierno a través del Banco Central Hipotecario, de esos recursos se hizo, por ejemplo, la nueva Estación del Ferrocarril. Asimismo, a las Empresas Municipales nos prestaron para esa época $1.500.000 para reponer el sistema de acueducto y alcantarillado que se dañó”, concluye el presidente de la Sociedad de Mejoras Públicas de Cali.
Las enseñanzas luego de la tragedia
Hoy, en el lugar de la explosión, sobre la calle 25, hay un monumento con una placa que recuerda la tragedia. Según la resolución del ministerio del Interior del 0661 de 2014, el 11 de noviembre fue institucionalizado como el día del bombero. Sin embargo, la ciudad de Cali ya lo celebraba el 7 de Agosto conmemorando el valor y el sacrificio con el que el cuerpo voluntario de bomberos de la ciudad atendió la emergencia.
En 1957, un año después de la tragedia, se realizó la primera Feria de Cali. Según la Alcaldía, algunos historiadores indican que esta celebración nace a raíz del suceso fatídico que segó la vida de más de 4 mil habitantes que residían los alrededores de la antigua estación del ferrocarril, sobre la calle 25.
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