CALI
La historia del caleño que ha hecho de su colección de tapas su gran tesoro
A James Carmona le llaman el pirata porque le falta un ojo, colecciona tapas de cerveza y las ha convertido en su más grande tesoro.
No es un corsario, un bucanero o un filibustero. No hace parte de ninguna aventura en alta mar. En la soledad de su recinto, en el sur de Cali, James Carmona, 'El pirata', guarda un tesoro singular que se debate entre el óxido y el olvido.
–Cuando me dicen '¿cómo la ve?', yo respondo que con un ojo –dice James y lanza una risotada.
Le llaman 'El pirata' porque perdió un ojo hace algunos años en una riña familiar. Su nombre es Junior James Carmona. Este hombre de silueta escuálida, huesos largos y sonrisa constante, se ha pasado los últimos ocho años de su vida acumulando un tesoro que no vale lo que pesa.
–Soy un loco, soy de ambiente, sentimental, muy servidor y bailarín –cuenta en tono dicharachero, mientras sentado en una pequeña butaca de madera, aplana, con martilleos cortos y precisos, los bordes de una tapa de cerveza.
James lleva en su cabeza una boina gris por la que se asoman las canas de sus cincuenta y tres años. Perdió su ojo derecho y cubre la cicatriz con un lente de gafas de sol que adaptó como parche de pirata. Con su ojo bueno está concentrado en el golpeteo del martillo. Si se descuida un segundo puede romperse los dedos.
Viste una camisa manga corta de cuadros azules con botones, abierta hasta la mitad de su pecho lampiño, pantalón de dril café y remata su atuendo con unos zapatos de goma azul que combinan en color, pero chillan con el resto de la pinta.
En esta casa carnavalera hay tapas de cervezas por donde se mire: clavadas en la fachada, en una banca, en una mesa, en tablas de madera… Su casa es un poco oscura, el sol en su esplendor, apenas alcanza a colarse entre las hendijas.
Es sábado y según la emisora de salsa que chirrea a todo volumen son las 10 y 45 de la mañana. Una tras otra, las tapas son aplastadas por James con una técnica que las deja con bordes planos y centro abultado.
Cada tapa recibe más de sesenta golpes de martillo; en una hora James puede aplanar cuarenta. El traje que quiere confeccionarse necesitará unas seis mil tapas de cerveza. A este ritmo tardará poco más de ciento cincuenta horas y trecientos sesenta mil martilleos.
El barrio Meléndez en donde vive, al sur de Cali, está bordeado por una montaña llena de casitas de ladrillo limpio y esterillas que se ven a lo lejos como un pesebre. En ese sector confluye el estrato bajo y el medio, el habitante que trabaja construyendo casas y el que paga por remodelar la suya; la mujer que trabaja como empleada de servicio y la que paga por dejarse atender; el chico que va a un colegio de cobertura educativa y el que puede asistir a una institución bilingüe.
Era un lugar diferente cuando James llegó a Cali a sus cuatro años. Venía de Medellín junto a sus padres y cinco hermanos. Con dinero ganado en una apuesta de caballos, don Ángel María, el papá de James, negoció en Meléndez un lote esquinero de siete por veintisiete metros. Pagó seis mil pesos por ese pedazo de tierra rodeada de cafetales que se humedecía con los desbordamientos del río. Allí construyeron una ramada en esterilla y repellaron. Los conocían en la cuadra como 'los de la casita de barro'.
–Los más pobres de por aquí hemos sido nosotros –dice James, que ha parado de aplastar tapas y ahora está recostado con las manos detrás de la cabeza en un banco con espaldar decorado con tapas amarillas.
En ese barrio, ahora lleno de comercio y bullicio, la casa de James rompe el patrón estético de la cuadra. Dos días atrás, atraída por el exotismo macondiano del lugar, me acerqué para verlo mejor: sus paredes y puertas de madera están revestidas, centímetro a centímetro, por tapas de cerveza. En letreros del mismo material se lee “Bienvenidos”, “La casa Póker”, “Póker sabor colombiano”. El amarillo que predomina en las tapas resplandece bajo los rayos del sol. Pedazos de tela verde sintética, de la que se usa en las obras de construcción, se extienden desde el techo del segundo piso para proteger los metales de la lluvia –del óxido-. La casa de James parece un pequeño mundo de fantasía criolla en cuyo interior pueden encontrarse las cosas más inesperadas.
Al pirata también le llaman 'Trapito', por su flacura; 'el nene' por su fama de don Juan; 'el hombre Póker' o 'señor de las tapas', por su llamativa colección.
Empezó a enchapar –o entapar– su casa de apoco. Primero fueron unas cortinas, después clavó tapas en una puerta de madera hasta llenarla, luego rellenó con tapas pedazos de tablas y formó letreros con las inscripciones “Bienvenidos”, “La casa Póker”, siguió con una mesa, un asiento y todo lo que pudo.
Tapas por aquí, tapas por allá, hasta que su casa se convirtió en una fortaleza de latas amarillas en la que se pueden contar unas cuarenta mil tapas de cerveza.
Curiosamente las tapas clavadas en la fachada parecen pequeños ojos, como si intentara reemplazar el que le falta con estas laminillas doradas; miles de ojitos custodian la casa del hombre al que le falta un ojo.
El pirata es un hombre de pasiones, tiene siete hijos de tres mujeres, pero vive solo. Me enseña un álbum de fotos –de los que regalan en las casas fotográficas–. Sonríe orgulloso mientras me muestra a dos de sus hijos vestidos con tapas de Pony Malta, trajes que él mismo les hizo. Tal vez los extraña. Su última esposa y tres de sus hijos se fueron de la casa hace dos años.
Este Pirata se quedó solo en su casa de tapas. Su única compañía es el negro Lucumí, un maniquí de mirada fuerte y pose de modelo. A él, también le confeccionó chaleco, pantalón y gorro de tapas. James continúa mostrando las fotografías y aparece con su traje de tapas amarillas junto a Lucumí en una carreta decorada con el mismo material, es el desfile de una Feria de Cali.
***
Hasta del 21 de diciembre de 2001 James pudo ver con sus dos ojos.
Por esos días vivía con su esposa y tres hijos. La casa completa era esquinera, repartida por partes más o menos iguales con dos de sus hermanas. De esa división a él le correspondió un espacio de seis por tres metros, y allí había construido su rancho de esterilla y tejas de eternit.
James tenía una pelea casada con Carlos, el esposo de su hermana Maryi. Este no le permitía atravesar su casa para pasar al otro lado. Pero James no tenía intención de aceptar esta prohibición. Esa mañana del 21 de diciembre envió a su hermana Dora a comprar unos dulces para sus hijos, al notar que tardaba, salió a la calle atravesando el lugar que tenía prohibido. Carlos exigió que se largara; James lo mandó al diablo. Los insultos se hicieron cada vez más fuertes. El sobrino de James, un joven de unos veinte años, se metió a defender a su papá.
–El pelao quería a los puños, pero yo no peleo a golpes, yo he sido cuchillero –dice ahora sin asomo de vergüenza.
El muchacho se le fue encima con una varilla y James alcanzó a tomar una tira con pelotas de golf que encontró a mano.
–Tengo las marcas de ese día –se levanta la camisa y me enseña algunas cicatrices en su abdomen. James se defendía de los ataques hasta que escuchó que sus hijos de dos y tres años empezaron a llorar. Volteó a verlos por un segundo y cuando regresó la mirada, se encontró con la punta de la varilla en su ojo derecho. Se cubrió con sus manos pero no pudo detener el río de sangre que empezaba a brotar.
–Este marica me jodió el ojo –dijo James mientras veía sus manos llenas de sangre.
Tal vez lo más difícil para El Pirata fue verse al día siguiente en un espejo del Hospital Departamental. Se encontró con un reflejo que no quería aceptar. Su ojo se había desprendido de la cuenca. Sintió un corrientazo de dolor y rabia. Los médicos le informaron que debían sacarle el ojo, de lo contrario la infección se trasladaría al otro y tendrían que sacarle los dos.
Hasta las 8:30 de la mañana del 31 de diciembre James tuvo sus dos ojos y ningún interés por las tapas de cerveza.
***
El hombre Póker continúa pasando hojas en el álbum y ahora se revelan las fotos en las que se ve con un parche hecho de tapas, al fondo unas cortinas también con tapas relucientes.
–Aquí estaban nuevecitas las primeras cortinas –James sigue sonriendo, esta vez con asomo de nostalgia, se trata de sus primeras creaciones que, carcomidas por el óxido, tuvo que vender como chatarra. En otra fotografía se ve con pantalón y camisa hechos de bolsas de café Águila Roja. Al pirata le gustan los disfraces, quizás convertirse en otro, olvidarse por un rato de sí mismo.
Trabajaba como ayudante de construcción, revolvía cemento, cavaba zanjas, pegaba ladrillos… Después de perder su ojo no pudo trabajar más. Quién va querer darle trabajo en construcción a un tuerto, podría reventarse un dedo con una porra, venírsele abajo un bulto de cemento, caerse de un quinto piso. –Si le pasa algo nos lo cobran nuevo y usted ya está medio, me decían –cuenta James mientras cierra el álbum de fotografías.
Desde entonces se rebusca en los oficios varios: arregla goteras, destapa cañerías, repara tubos, repella, construye, hace mandados… es el todero de su barrio. También le dedica tiempo a sus tapas. Por estos días está decidido a confeccionarse un traje de tapas de cerveza Pilsen que le envía desde Medellín el esposo de una tía.
***
Una tarde de octubre de 2008, James jugaba sapo en un bar. Pá, pá, pá se oían las argollas que se insertaban con extrema precisión en los cajones.
–Yo ya era pirata en ese tiempo pero tenía un tiro afinao –dice con evidente orgullo.
Estaba concentrado en su tiro cuando vio seis tapas de cerveza Póker en el suelo. El color amarillo que resaltaba en el piso de cemento, llamó su atención, aunque estaba acostumbrado a ver tapas de cerveza tiradas en el suelo de los bailaderos, ese momento fue una revelación. Cuando terminó su turno, recogió las tapas, se acercó a la dueña del bar, puso las tapas en el mostrador y le preguntó si alguna vez había visto a alguien con un traje de ese material.
–No Nene, ¿usted es capaz de hacerlo o qué? –le respondió la mujer.
–Si me recoge las tapas yo lo hago.
La mujer le siguió la idea. Una a una recolectó las tapas para el traje que quería su amigo. En el 2009 James fue al bar y recogió un costal lleno de tapas. Así empezó a elaborar su primer traje de hombre Póker.
James se levanta de su silla, se abre paso entre unas cortinas de tapas que rechinan al paso. Regresa mostrando algo entre sus manos, –esto es oro puro –dice mientras enseña las seis tapas que estaban tiradas en el piso aquella vez en el bar.
A costa de varios machucones, tardó un mes aplanando tapas, uniéndolas con pabilos y pegándolas a una camiseta y un pantalón, luego un sombrero. Con más de cinco mil tapas estuvo listo su primer traje Póker.
El 31 de octubre con su traje de tapas participó en un concurso de disfraces del barrio en el que compitió y ganó. Ese mismo año recorrió la Feria de Cali, haciendo concentrar miles de miradas en él. Después del éxito de su traje, empezó a llenar su casa con estas laminillas.
El hombre Póker recogía tapas en bailaderos del barrio, las sacaba de la basura, empezó a caminar mirando hacia el piso en la búsqueda de las esferas doradas. Ahora los recicladores le llevan las tapas a la puerta de su casa para vendérselas por cualquier peso.
***
A james le preguntan muy seguido si ha tomado tanta cerveza como aparenta la fachada de su casa. Pero la verdad –dice– es que su sangre está desintoxicada, desde que empezó a coleccionar las tapas dejó el licor. Fue muy tomador y se la pasaba echando paso en los bailaderos. Todavía le gusta la rumba. Mueve con rapidez sus pies al son de la salsa, y se roba el show cuando baila.
Su casa, ese pequeño resguardo de madera y latas que empiezan a oxidarse es lo que ancla la vida de este pirata que más parece un personaje sacado de un cuento. Un poco quijotesco, un poco soñador, un poco loco. James hizo su tesoro de lo que otros ven como basura.
El pirata se siente orgulloso de su obra, pero este artista del residuo tal vez lo sabe: su obra es efímera. El día en que James tuvo que vender como chatarra sus primeras cortinas de tapas ya oxidadas, no pudo evitar el llanto. Las llevó en un costal a la chatarrería de la esquina.
El esfuerzo puesto en seis mil tapas para hacer una cortina que nadie más haría, fue comprado como desperdicio por tres mil pesos cuando el óxido ganó la batalla.
En un rincón de un pequeño cuarto con poca luz, lleno de polvo, tablas, costales, escombros, herramientas y hasta una taza de sanitario, está James buscando su tesoro escondido en medio del desorden. Saca del rincón varios costales que debe arrastrar por su peso. Dentro de ellos una piscina amarilla de más de cuarenta mil tapas de cerveza Póker. Ése –dice el pirata– es su tesoro. Lo guarda en costales para protegerlo del óxido, ese enemigo inexorable y silencioso que amenaza con carcomer de apoco su gran tesoro.
*Este trabajo fue ganador en los 'Premios Corte Final' de la Universidad Católica de Pereira, en la categoría Mejor crónica escrita, con el título original 'El tesoro del pirata'.
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