ARMERO
En exclusiva: 'Azufre en la piel', crónica sobre la tragedia de Armero que se publica en libro de la Cruz Roja
Un día como hoy, año 1985, Armero fue borrado de la faz de la tierra. La Cruz Roja presenta un libro donde, entre otras nueve tragedias nacionales, revela el lado desconocido y silencioso de sus voluntarios en la avalancha.
I. La llamada de Armero
El problema es que el teléfono estaba en el cuarto de su madre. Y ella era una profesora exigente, que no soportaba que a su hijo lo llamaran a las 11:30 de la noche cuando ya estaba dormido, y mucho menos que le apodaran “Pony”. “Necesitamos a Pony, urgente”, “Pásenos a Pony”, decían con voz agitada al otro lado de la línea, y ella, con los dedos rabiosos enredados en el cable del teléfono de disco, respondía “Aquí no vive ningún caballo. Aquí vive Henry Bejarano”.
Esa noche la madre, al percibir la gravedad en la voz del llamante desconocido, hizo una excepción y despertó a Henry, ese joven maestro del distrito, soltero y apuesto, quien cargó tres días a una compañera en su espalda en los entrenamientos de la Cruz Roja en Melgar, tierra de sol, diversión y piscinas azules, por lo que se ganó el mote equino de “Pony”.
Segundos después de colgar el teléfono, Pony se dio un duchazo rápido mientras su madre le reprochaba las horas de salir, y le advertía que no podía descuidar su trabajo en la escuela Santafereña II, y le recordaba el peligro más reciente que corrió, tan solo una semana atrás, cuando sirvió como voluntario de la Cruz Roja en la sangrienta toma del Palacio de Justicia por parte de la guerrilla del M19.
Pony, quien solo tenía oídos en esos momentos para la noticia que acababa de escuchar, que Armero sucumbía por la erupción del volcán Nevado del Ruiz, desoyó las advertencias maternas. A toda velocidad se vistió, echó mano del maletín siempre preparado que contenía ropa interior, un pantalón azul de servicio, dos camisetas blancas con las insignias de la Cruz Roja en el pecho y un par de botas negras talla 43 de caña media, de dotación oficial de las Fuerzas Armadas, que le compró a un soldado por ser las mejores del mercado anterior a la apertura económica.
Porque Colombia en 1985 era un país protector de la industria nacional, cerrado a las importaciones, y la mejor forma de ilustrarlo eran los artículos de uso personal que contenía aquella maleta azul impermeable: un cepillo de dientes sin esa modernidad que luego llamarían "estuche"; un jabón para el cuerpo, envuelto en una bolsa plástica o en un trozo de papel periódico que dejaba adheridos trozos de noticias negras a la blancura de la pasta húmeda; talco para los pies, de un país que podía prescindir de todo lujo menos de la costumbre sana de usar Mexana contra el mal olor de las extremidades; máquina desechable de afeitar Gillette y un jabón de coco o de tierra negra para lavarse el pelo.
Como Pony, esa noche del martes 12 de noviembre más de 100 voluntarios de la Cruz Roja, muchos de ellos jóvenes que aún vivían en casa con sus padres y hermanos, fueron “activados” por la llamada de alerta a lo largo y ancho de Bogotá.
“Uno casi dormía con el morral de 90 litros puesto”, dice Pony, quien pronto descubriría -por la inevitable comparación- que su maleta de voluntario era tan bienintencionada como incipiente en aquellos tiempos. Cuando días después llegaron a Colombia los rescatistas franceses y suizos, con sus flamantes trajes y arneses, zapatos especiales, dotaciones y herramientas, o los pilotos estadounidenses y rusos con sus helicópteros de doble hélice y sus soberbios equipos de rescate y raciones alimenticias, descubrieron los rescatistas colombianos lo que significa vivir en el tercer mundo y enfrentarse a las fauces de un volcán lleno de lava y azufre con una maleta donde la amorosa madre ha empacado huevos tibios como entremés.
Camisetas rasgadas servirían para inmovilizar a los fracturados, con sacos de fique se construirían arneses para sostenerse de los helicópteros, los brazos cansados servirían como sogas y las manos desnudas harían las veces de picas y palas. Los sacos de café construirían carreteras improvisadas sobre el lodo para llegar a los sumergidos que clamaban ayuda, y hasta los camiones volcados con yogurt salvarían de las quemaduras con azufre el rostro de centenares de damnificados.
Lejos aún de todas estas certezas que habían de llegar con la claridad del día, Pony salió de su casa muy cerca del popularísimo barrio 20 de julio, sitio de peregrinación de los devotos al Divino Niño, pródigo en primeros auxilios espirituales del creyente pueblo colombiano que, en aquellos tiempos, no tenía una entidad estatal dedicada a la prevención de desastres naturales pero estaba consagrado al Sagrado Corazón de Jesús.
Pony era el encargado de recibir las donaciones que llegaban a la antigua sede principal de la Cruz Roja, en la Calle 68 de Bogotá. Debía empacar, clasificar y descartar toneladas de alimentos, ropa, agua, colchones, cobijas y demás, que circularon sin cesar cuando la radio confirmó la noticia en la madrugada del miércoles: “Armero fue borrada del mapa”, “Armero es un mar de arena”.
Sin terminar de visualizar palabras que resultaban tan etéreas como inverosímiles, Pony ocupaba cada minuto en llevar la lista y direccionar a los voluntarios, médicos y personas del común que se acercaban a ofrecer su tiempo; en llenar tractomulas y despacharlas cargadas de ayudas y, en fin, coordinar desde Bogotá los auxilios que salían por tierra y por aire rumbo a los centros de acopio cercanos a la zona del desastre.
Reflexiona Pony, cabalgando sobre recuerdos lejanos pero nítidos: “Colombia podía ser un país pobre y atrasado en aquel entonces, pero fue el más rico de todos en generosidad. Pude comprobarlo esos días. Jamás olvidaré a un hombre mayor, que se acercó a la Cruz Roja en una bicicleta de panadería destartalada. Traía una pequeña bolsa de plástico que contenía una libra de arroz, una libra de azúcar y una panela. Era todo lo que tenía. Y dijo: ‘Quiero que le entreguen esto a la gente de Armero, que lo necesita más que yo’”.
II. "Tráigalos vivos"
Su padre llevaba una semana sin dirigirle la palabra. Estaba furioso por la negativa de Desiree a abandonar la Cruz Roja después de exponer su vida, como rescatista, en la sangrienta toma guerrillera del Palacio de Justicia.
“Usted tiene deberes como hija. No puede tener a su madre aterrorizada por lo que pueda pasarle”, había sentenciado el padre después de lo ocurrido, tanques de guerra rompiendo las puertas del Palacio en llamas, fuego cruzado, magistrados masacrados, civiles desaparecidos... Y Desiree, tan recia, tan inquebrantable su voluntad como su figura de roca morena.
Pero la llamada de Armero fue diferente. Los Arias Bedoya no se opusieron a que la niña de sus ojos hiciera parte de las labores de rescate. La razón es que Desiree tenía tíos y tres primas de 8, 6 y 3 años de edad que vivían en Armero.
No les sorprendió la noticia del desastre. Se sospechaba que algo grave estaba por ocurrir pero sus familiares desestimaron las alertas, como todos los demás, ante los partes de tranquilidad que prodigaron las autoridades civiles y eclesiásticas. La misión era clara: encontrar y traer vivos a los de su sangre, a esos que no contestaban ya el teléfono; los mismos que seguramente, a esa hora, debían estar resguardados en su casa, o refugiados cerca de allí a la espera de ayuda.
Desiree hizo parte de un grupo de 25 voluntarios enviados, en un avión Hércules, a la base de la Fuerza Aérea en Palanquero. Una vez allí, le contó a la mayor Consuelo Linares su urgencia de encontrar a sus familiares, y le permitieron subir a uno de los helicópteros cargados de ayuda que partían rumbo a Armero.
Le pidió al piloto dejarla en la iglesia, pues a seis calles de distancia estaba la casa de sus tíos. Pero por más que Desiree buscaba las calles de Armero no las encontraba en el horizonte. Todo yacía sepultado bajo un lodo denso, tan alto que hasta edificios de varios pisos habían sido borrados de la vista. De la iglesia una vez portentosa solo quedaba a la vista un fragmento de cúpula, y la cruz cuyos brazos desnudos se parecían más a una brújula rota que señalaba el cielo enrarecido de polvo y azufre, y el infierno de abajo, donde seres que no parecían más humanos reptaban desorientados sin este ni oeste, sin norte ni sur, sumergidos en la espesura del fin de los tiempos.
El helicóptero volaba ahora muy bajo, tan bajo que las manos y las cabezas desesperadas de los sobrevivientes se levantaban a su paso con la esperanza de ser arrancados de la muerte inminente. Jamás olvidará cuando, en medio de la desolación, vio a un par de deambulantes cubiertos de lodo que pasaron junto a la mano de una persona sumergida, le arrancaron el reloj y siguieron su camino hacia ningún lado.
Desiree se resistía, tercamente, a la evidencia trágica que sus ojos le revelaban. “Traerlos de vuelta”. “Traerlos vivos y sanos”. “Encontrar a las niñas”. Esa era su misión y tendría que cumplirla, no desde un helicóptero, sino desde la tierra firme que ya no era tierra, y mucho menos firme.
El piloto la dejó en el único lugar que viable, la Loma de la Cruz, donde un periodista de la Cruz Roja la abrazó, se echó a llorar, le pidió perdón por no poder soportar más, y se marchó en el helicóptero junto a otro de sus compañeros, quien prometió regresar y le advirtió a Desiree que tuviera cuidado con el lodo fresco, recién escupido por el volcán, porque su peso y su baja estatura la exponían al peligro de hundirse. Hundirse como todo lo demás.
III. El cementerio y la champaña
A Gonzalo Villalobos le llamaban ‘Chang’ por sus rasgos orientales, de samurái, y por su destreza en las artes marciales. Su madre, quien lo consideraba un niño pese a su cinturón negro, no quiso despertarlo para pasarlo al teléfono, así que la noche de la gran avalancha este enfermero y voluntario de la Cruz Roja durmió como un crío y solo se enteró de lo ocurrido en Armero a las 7:30 de la mañana siguiente, ya en el trabajo, por las noticias de la radio.
Pero el retraso resultó afortunado, porque la Compañía Colombiana Automotriz donde trabajaba le ofreció todo el apoyo. El gerente de relaciones industriales, que era muy humanitario, puso a disposición de Chang una ambulancia y cuatro carros. El sindicato ofreció la alimentación de todos los empleados de la compañía. Durante un día, 1.000 empleados no recibieron refrigerios, ni almuerzo; bultos de papa y arroz, carne, arvejas, aceite y pan se empacaron en cuatro camionetas y se enviaron a la Cruz Roja. La leche de los trabajadores, que recibían una bolsa en la mañana y otra en la tarde, se donó también. Y como si fuera poco José Camacho, aquel conmovido y generoso gerente, entregó una dotación de mil overoles, mil pares de botas, mil pares de zapatos de cordón, los vestidos de paño de los conductores, cascos, gafas de seguridad, entre otros enseres.
En su morral de lona del Ejército, Chang llevó comida para una semana. Su madre le envió un morral azul adicional, con refrigerios adicionales y huevos cocinados. “La generosidad de todos ellos era capaz de llenar un cráter”, dice Chang, que a las doce del día condujo la ambulancia hacia Lérida, cerca de Armero, acompañado por miembros del sindicato que conducían los otros cuatro carros con donaciones.
Ya en Lérida, a Chang le pidieron ayudar a rescatar una mujer atrapada en el lodo, y como pensó que sería una acción rápida, en helicóptero, algo así como ir, salvar y regresar, dejó al cuidado de sus compañeros el morral con las viandas que empacó su madre. La orden era evacuar al mayor número de personas de Armero antes de las seis de la tarde, cuando se suspendían por falta de visibilidad los operativos aéreos, y estaba claro que para esa noche se esperaba una segunda gran avalancha.
Fue al sobrevolar Armero en ese helicóptero que Chang dimensionó la magnitud de la tragedia. Sintió miedo. Imaginó lo que sería perderse allí, morir en medio de la nada sin que su madre pudiera saber jamás su paradero o recuperar su cuerpo. Pero no había marcha atrás. El único suelo firme a la vista era el del cementerio. Solo las lápidas habían sido respetadas por la avalancha, ¿qué podía significar esto?, se preguntaba.
El helicóptero se acercó lo más que pudo al lugar donde estaba María, la mujer que debían rescatar, y Chang se arrojó a una altura que calcula en 10 metros. Claro que estaba entrenado para caer de lo alto, pantorrilla primero, luego cadera y finalmente hombro, pero nada lo preparó para el peligro del lodo profundo que se tragó sus 55 kilos de peso. Quedó cubierto hasta la cabeza, abrió la boca para respirar y conoció el sabor del azufre, en medio de la desesperación creyó que moriría allí mismo, y al mover sus brazos y sus piernas con desesperación parecía que el vacío acuoso se lo tragara aún más. Su compañero lo salvó con una rama fuerte de la que pudo agarrarse, pero el helicóptero que prometió volver pronto se ocupó en otras urgencias y los dejó allí, a su suerte o falta de ella.
Como pudieron, los compañeros se incorporaron y llegaron hasta María, quien respiraba de medio lado con el resto del cuerpo sumergido en el barro. Chang no tenía más herramienta que sus propias manos y con ellas empezó a cavar, pero a medida que sacaban el barro, barro nuevo reemplazaba el espacio vacío. Luchar contra la naturaleza desbordada con las uñas, literalmente. Así podría describirse.
Al descubrir el brazo derecho de María, encontraron debajo a su hijo. Bajo su brazo izquierdo yacía su hija. La mujer gritaba y rogaba que se lo “quitaran”, se lo “quitaran”, se lo “quitaran”, y solo entendieron a qué se refería cuando hallaron debajo de su pecho a su esposo muerto. En un abrazo familiar giraron, impulsados por la avalancha, y le correspondió a María sobrevivir a sus seres queridos, bloquear su salida con el peso de su propio cuerpo.
La tarde cayó y sabían que venía la segunda avalancha, tan anunciada, así que los rescatistas no tuvieron más opción que dejar a María, a quien nunca podrían sacar a tiempo de ese nudo ciego de muertos, con medios tan precarios. Como pudieron, cayendo, salvándose por turnos, arrastrándose, Chang y su compañero lograron al cabo de dos horas avanzar unos pocos metros y trepar a un árbol. Pronto la oscuridad de la noche sin estrellas y sin luna se hizo tan profunda que ni siquiera podían verse los rostros, estando a pocos centímetros. Solo los dientes blancos resplandecían a veces, como faros.
Aferrado a la copa del árbol y a ciegas, en la noche más larga del mundo Chang oyó el concierto trágico de los lamentos humanos que se entremezclaba con el bramido de las vacas atrapadas, que clamaban como no pueden clamar las vacas, y el grito ansioso y entrecortado de los cerdos se grabó en su memoria como la banda sonora del infierno. Una sed como de siglos hacía las veces de segundero, cada vez que tragaba saliva.
La avalancha vino llena de agua y desplazó el barro. Cuando la claridad del jueves asomó, Chang vio el cementerio cubierto de cadáveres, unos sobre otros, y los perros caminaban sobre ellos. Recordó las fotos de la Segunda Guerra Mundial, tan lejanas, cuando los cuerpos de los soldados muertos se apilaban tras las batallas. María había muerto ya, bajo el peso de nuevos cadáveres arrastrados.
Bajaron del árbol, las ropas raídas. Con las medias, Chang se fabricó un cinturón que pudiera sostener sus pantalones rotos. No había rastro de los helicópteros, o su rumor se perdía a lo lejos, y cuando finalmente uno de ellos se acercó les arrojó un garrafón con agua. Con todo el deseo de beber apuraron el líquido, contaminado de fungicida.
A veces, en medio del deseo de ayudar, le gente vaciaba canecas que contenían otras sustancias, y las llenaban de agua. Vomitaron lo que nadie imagina, y habrían muerto deshidratados si no fuera porque la avalancha arrastró una nevera blanca muy cerca de allí. La abrieron como quien busca un tesoro. Había una botella de champaña adentro.
Parte IV
Las dos Omairas
Desiree no tuvo champaña. Pero sí latas de salchicas vencidas. Con el agua salada que contenían les daba goticas a los niños deshidratados, despejaba las vías aéreas y descubría los ojos de los heridos cubiertos de lodo azufrado. La primera noche llegaron al Cerro de la Cruz unos 220 sobrevivientes, entre fracturados, heridos y sanos. Al amanecer del jueves los vivos no sumaban más de 60.
Obsesionada por hallar a sus tres primitas, a las niñas amadas que quizá andarían por allí entre los sobrevivientes, Desiree terminó por salvar a muchos otros niños. Cada vez que oía el llanto de un pequeño, su corazón llegaba primero para despejar su carita y confirmar si se trataba de las sobrinas de su madre.
Junto a sus compañeros de la Cruz Roja y dos médicos que ofrecieron sus servicios, y sin ninguna de las ayudas que se perdieron en el camino, clasificaron a los heridos, inmovilizaron a los fracturados con girones de ropa y, cuando ya desfallecían de hambre y de sed, hallaron en el barro un camión volcado que transportaba yogurt. En yogurt, entonces, se bañaban la cara y las manos para evitar que el azufre y el embate del sol carcomieran su piel.
Y como en Colombia el café parece destinado a abrir caminos, los bultos de un camión volcado sirvieron como carreteras improvisadas para llegar al auxilio de algunos sobrevivientes. A Desiree, cuyo nombre manifiesta la potencia de su deseo de servir, le brillan los ojos de furia cuando recuerda el espectáculo mediático en que terminó convertida la pequeña Omaira.
“Los reporteros la entrevistaban para radio, televisión y prensa. Llegaban hasta ella, le tomaban fotos, la grababan, quisieron convertirla en el símbolo de la tragedia, pero Omaira no fue la única”, recuerda Desiree con el dolor vivo de quien testimonió los esfuerzos fallidos para rescatarla.
Dos motobombas intentaron secar la zona en que se encontraba, pero el lodo taponó los filtros, recuerda. “Omaira repetía, ‘salven a otros, mi papá no me deja ir’. No sabíamos por qué lo decía hasta que murió, la cubrimos con bultos de café para que los periodistas no siguieran tomando fotos, y al hundirse se destrabó el cuerpo de su padre y flotó. Ella tenía razón, él había muerto aferrado a sus piernas. Eso y una viga nos impidieron sacarla. Cuando Omaira murió todos lloramos, y sin tiempo para secarnos las lágrimas seguimos atendiendo a otros que todavía nos necesitaban”, dice Desiree. Hay silencio.
De la nada apareció un hombre con insignias de la Cruz Roja, y preguntó por “la negra de rescate”, como apodaban a Desiree. “Soy yo”, dijo ella, y el extraño pronunció esa frase que aún hoy la estremece: “Le mandan a decir que todos están a salvo, que están juntos y bien”. Por poco se desploma, aliviada por saber que su familia logró salir del desastre.
Liberada del peso, continuó entregada a la tarea de ayudar a los demás damnificados que a lo largo de varios días siguieron llegando al cerro, algunos arrastrándose, y otros desorientados a los que Desiree describe como “zombies”, cubiertos de barro, con los ojos extraviados, que se alejaban y regresaban horas o días después en una especie de trance, sin rumbo fijo tras haber perdido todo su universo conocido.
Pero también hubo vida. Al cerro llegó una mujer de 19 años que también se llamaba Omaira, tendría cinco meses de embarazo y no se dejaba tocar de ningún médico. Solo cuando vio a Desiree, por ser mujer, se dejó revisar. “Prométame que pase lo que pase usted va a salvar a mi hijo”, repetía sin cesar aquella joven, de cuyas piernas brotaban gusanos y se desprendían girones de carne viva. La mujer perdió las piernas. El niño vivió. Los dos salieron de Armero y están juntos. La vida se abre camino.
Parte V
El bebé y el hombre soga
Chang fue rescatado del cementerio por un helicóptero que le arrojó una cuerda. En los alrededores, sobrevivientes atrapados en el lodo pedían ayuda y Chang, pendiendo de la misma cuerda, ayudó a sacar a numerosas personas con la fuerza de sus brazos. Algunos entraban en pánico y se aferraban a su cuerpo hasta hacerlo caer. Pero no todos estaban libres para ser halados.
Recuerda a un joven que no podía liberarse del abrazo de su padre, cuyo cadáver inflamado y descompuesto lo atenazaba con la angustia de un último acto de protección. Chang tuvo que arrojarle a aquel muchacho un machete, con el que cortó los brazos del cadáver y quedó liberado para, entonces sí, ser arrastrado por el helicóptero.
Entretanto, en la sede de la Cruz Roja en Bogotá, Pony estaba parado sobre el techo de una tractomula cargada de ayudas, cuando se resbaló y sufrió una herida en la pierna que, por efecto de la adrenalina y las ocupaciones, desatendió. Para el viernes la pierna ya presentaba un absceso alarmante y doloroso en forma de volcán, que el médico tuvo que drenar varias veces, muchas veces. “Era como si hasta mi pierna se solidarizara con Armero, como si el volcán brotara de mi propia carne”. Las extrañas formas de la solidaridad.
Vendado y con antibióticos, a finales de la semana decidió que saldría de Bogotá y prestaría alguna ayuda en Armero, donde ocurrían situaciones infinitamente más graves que la suya. En un helicóptero que lo llevó a sobrevolar la zona del desastre, contempló por fin frente a frente la tragedia. “Dónde está Armero. Armero no está”, se repetía en medio del dolor y la impotencia. Se sintió culpable por estar vivo, por andar en helicóptero, arriba, en los aires, mientras abajo otros se jugaban la vida o bien la perdían en este preciso instante.
Le pidieron rescatar a una niña cuya pierna estaba muy comprometida, a causa de la gangrena, y sin detenerse a calcular el riesgo de contagio que él mismo corría con su herida reciente, sacó de aquel infierno a la pequeña y la trasladaron a un hospital. Era solo una de muchos huérfanos, niños cuyo destino y paradero se diluyó al cabo de los días y los meses. Hablan de niños robados, de adopciones irregulares, de personas que vendieron a los huérfanos a parejas en el extranjero. En Armero no solo se perdieron vidas y bienes. Se perdieron nombres, apellidos, linajes, raíces, nacionalidades, y el derecho a ocupar un lugar en la historia. La verdad fue la primera damnificada.
Al término de aquella semana apocalíptica, una mujer embarazada empezó a tener contracciones en el Cerro de la Cruz y Desiree, que llevaba tres años como socorrista, jamás había visto nacer un bebé. Trataron de proteger la intimidad de la madre con una lona improvisada, pero hasta allí llegó un periodista que comenzó a disparar su cámara fotográfica.
Desiree perdió la cordura y golpeó al periodista, que cayó al suelo con todo y cámara. “El niño estaba resbaloso, nunca había tenido en mis manos un bebé, me lo envolví en la camiseta. Llegó un juvenil de la Cruz Roja, cargó al bebé y lo abrazó; al girar le tomaron una foto que dio la vuelta al mundo y el juvenil se ganó una beca en Francia”.
Desiree no ganó una beca pero pende de su corazón, como una medalla indeleble, el recuerdo de un niño de tres años que tenía los dos brazos fracturados. El niño hablaba a media lengua y pedía “salva a mamá”, “salva a mamá”. Cuando a su madre herida la subieron a un helicóptero, el niño listo se aferró con los dientes a la camiseta blanca de Desiree para no ser olvidado.
Desiree aún puede ver al niño elevándose en el aire, junto a su madre, sin brazos sanos para poder abrazarla en medio de aquella despedida accidentada. De los labios del pequeño brotó una sonrisa emocionada, un beso y un “gracias”.
VI. Epílogo
Los brazos-soga de Chang no resistieron más. Se desplomaron sin rendirse. Su cansancio, la sed y el hambre de cuatro días fue toda la cuenta que llevó de las muchas personas a las que rescató del lodo. Un helicóptero lo llevó hasta la población más cercana, donde apuró dos bolsas de leche que su cuerpo se apresuró a expulsar entre arcadas. El domingo tuvo que hacer fila medio día para poder llamar a su casa, desde Telecom. Su hermano contestó el teléfono pero no pudo pasarle a su madre, quien se desmayó en el acto. Todos lo creían muerto.
Chang hoy ajusta 43 años en la Cruz Roja. Es el Coordinador Operativo de la institución, desde Bogotá. Su esposa pertenece a la Cruz Roja, igual que sus dos hijos. Armero le dejó clara la necesidad de preparar a los voluntarios para enfrentar lo impensable, lo inconcebible. Ha dedicado su vida a la enseñanza, a transmitir su experiencia no solo en Armero sino en los muchos accidentes, desastres y emergencias en los que ha servido desde entonces. Su mayor orgullo, que sus alumnos son mejores que él.
Pony lleva cuatro décadas como voluntario de la Cruz Roja, se casó con Desiree y sus muchos años de lealtad infranqueable han llenado el vacío que ella sintió cuando, al llegar a casa de su abuela, no encontró a sus tíos ni a sus primas. Desiree, que salvó a tantos, que cambió el destino de tantos, perdió a los suyos. Se encerró a llorar, y solo recuerda que luego corrió por las calles de Ibagué sin que nadie pudiera detenerla. Talvez el mensaje de aquel extraño no fuera del todo mentira: “Ellos te mandan a decir que están bien. Están juntos”.
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