ESCRITORES CALEÑOS
Cuento: La guerra de los estorninos, del escritor Edgar Cuero Córdoba
Cuento inédito del escritor caleño Edgar Cuero Córdoba.

7 de dic de 2021, 03:52 p. m.
Actualizado el 18 de may de 2023, 11:05 a. m.
El sol de la tarde vigila los estorninos. Ellos danzan a ras de los tejados suspendidos entre el aire tibio. Pájaros pequeños de color blanco metálico, un gritico unificado sale a intervalos de ese grupo danzarín. ¿Un solo gritico mayoritario, un solo estornino? Seguramente uno de ellos los comanda, los guía. Yo apreto mis puños al verlos enfilar hacia las chimeneas, los comparo con diminutos aviones de combate pasando por encima de las bocas oscuras, por donde sale un manso reflejo de humo gris. Se pavonean entre el humo sin que ninguno llegue a estrellarse. Las cabriolas realizadas en un solo conjunto son como de circo.
Todas las tardes cuando el sol merma su agresividad, sentado en las butacas del balcón, espero su llegada. Oigo el gritico penetrante, ¿o es un silbido? Averiguo con mi mujer: “¿Oye las aves silban o gritan? Igual me parece lindo”. Me dice que no sabe, pero da lo mismo, en definitiva me gustan más los gritos, los griticos. Pienso en eso cuando retozamos en la cama con mi mujer, nuestros griticos se deslizan sobre la sábana. Me gusta verles esa osadía encima de los tejados, haciendo malabares con una simetría perfecta. Igual a un cardumen en el mar.
Todas las tardes esperaba que los pajaritos llegaran a mi balcón, entraban violentamente y algunos se estrellaban. Así empecé a conocerlos. En una misma tarde se acercaban de forma temeraria, una o dos veces, y antes de estrellarse giraban de forma milimétrica al pie de la baranda de madera, guiadas por el gritico y elevándose entre los cables de energía y los de la televisión. Este acto se convirtió en atracción para los vecinos de los demás balcones, inclusive gente forastera se apretujaba abajo en el andén, sacando conclusiones de lo perfecto de sus actuaciones.
Años atrás me enamoré de dos sombreros en una feria municipal. Me gustan alones y de buena copa, que bajen preciso sobre mis orejas. Y también por los colores, he sido fanático de lo tradicional: si hay uno amarillo paja, lo compro de inmediato. Pero ese año el vendedor de los sombreros incorporó otro color al inventario: el amarillo gallinazo. Me deslumbró. Pujé por el precio y me lo llevé. Fueron dos sombreros los que me llevé.
El año que compré los sombreros fue el mismo de la construcción del segundo piso, cuando abrimos el balcón. Desde entonces los sombreros han envejecido con nosotros. Utilizamos el nuevo piso con mi mujer, buscando el fresco de la brisa salada del mar. Pero fue demasiado. Un día ella me avisó: “no vuelvo a poner un pie acá arriba, ya huelo a ballena”. Pero yo seguí subiendo las gradas, saliendo a sentarme en una poltrona vieja, y para la ocasión escojo uno de los dos sombreros y lo encasqueto en mi cabeza.
Lo de elegir sombrero es puro formalismo, los estorninos lo eligieron por mí. Cuando los compré me colocaba uno diferente por día, entonces veía el malestar de los estorninos con mi sombrero de color amarillo paja, mucho gritico, convertidos en chillidos, aleteo a la loca, pero el vuelo alrededor de las chimeneas un desastre total. Y cuando me apresuraba a lucir el sombrero color amarillo gallinazo, todo volvía a la normalidad, era un solo gritico y con vuelos en formación perfectamente sincronizados. Ante la preferencia de los estorninos no usé más el amarillo paja. Así conviví todas las tardes con generaciones de estorninos, no podía creer que duraran tanto y que supieran la historia de los sombreros y la transmitieran de un pajarraco a otro pajarraco.
Nuestra casa quedaba en una calle peatonal de piso adoquinado. Mi esposa, que sabía la historia del sombrero y los pajarracos, se las había ingeniado para cobrar a los peatones por mirar. El acto, que convencía a los admiradores de pagar, era cuando me quitaba el sombrero amarillo gallinazo y lo sostenía en alto en mi mano, junto a las barandas del segundo piso. Entonces las diminutas avecillas atacaban en bloque saliendo en masa desde las chimeneas, un solo chillido las iba guiando. Frenaban a mi alrededor y entre todas me quitaban el viejo sombrero de la mano, acto seguido me lo colocaban en la cabeza. Varias danzas por ellas ejecutadas me dejaban totalmente oculto, desapareciendo también el balcón. Cuando las espantaba con mi mano se oían los aplausos del vecindario y los forasteros.
Pasaron varios meses, mi mujer boyante de alegría y de plata, no me creyó cuando le conté que sufría de artritis en ambos brazos y manos, que ya no podía sostener el viejo sombrero amarillo gallinazo. “No hay problema: te amarro el brazo con nylon para hacerlo subir y bajar, el sombrero lo ajusto con dos tablitas de paletas de fácil maniobra para que los pájaros esos lo puedan sujetar, y ya. Resuelto el asunto”.
La apariencia era de títere. Esa era mi figura parado en el balcón al pie de las barandas de madera. Habíamos contratado un muchacho que probó varias veces, escondido tras la puerta, el mecanismo con el sombrero insertado en las dos tablillas. El halaba las cuerdas de nylon que levantaban mi brazo cuantas veces le diera la gana. “¿Todo bien?”, me preguntaba el pendejo. “Qué va”, decía yo y luego lo oía reírse a carcajadas.
Y sí, el bobo que manejaba el nylon logró dos veces que yo levantara el brazo sosteniendo el sombrero. Dos veces los estorninos se llevaron mi sombrero viejo, danzaron con él sobre los tejados y chimeneas. Después con paciencia y técnica de relojero me incrustaban el sombrero en la cabeza, el espectáculo continuaba. Pero a la tercera vez la pantomima se estropeó. Antes que los estorninos arremetieran contra el sombrero, este se me cayó de las manos y quedó encima de los zapatos de mi mujer, abajo en el primer piso. Un chirrido de cadena industrial se oyó dentro de la danza de los pájaros. Mientras unos se elevaban con mi sombrero, otro grupo se cagaba masivamente en la humanidad de mi mujer, la bombardeaban con mierda blanca y líquida. La danza que ejecutaban era como de ballet ruso, qué belleza, me pareció. Los estorninos en medio de ese ensamble maravilloso se repartían en grupos mi viejo sombrero color amarillo gallinazo. Mi mujer, llena de mierda de pájaro, gritaba para espantarlos, pero fue en vano. Yo, colgado del brazo y sin mi sombrero, esperaba la arremetida de los pajaritos, que me lo devolvieran. Pero lo que hicieron a continuación fue aterrador, ahí comprendí que era una batalla. De un grupo y otro se chocaban de frente como los japoneses y los americanos en la Segunda Guerra Mundial. Al final cayeron muchos estorninos al suelo, sobre la mierda derramada antes. Solo unos pocos conservaron el sombrero, pero cuando pensé que ya se lo entregarían a su dueño, me deslicé del mecanismo y caí como un bulto de arena al suelo. Ahí fue cuando los observé irse alto y lejos hacia el mar, llevándose el sombrero amarillo gallinazo.
Periodista y escritor, entre sus publicaciones destaca el volumen de ensayos ‘Libro de las digresiones’. Reportero con experiencia en temas de cultura, ciencia y salud. Segundo lugar en los Premios Jorge Isaacs 2022, categoría de Ensayo.