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HÉCTOR ABAD FACIOLINCE

Desnudarse con palabras, entrevista con Héctor Abad Faciolince

En sus diarios, Héctor Abad Faciolince revela cómo la literatura le ayudó a sobrellevar los momentos más difíciles de su vida. Diálogo con un autor que no teme mostrar sus defectos y debilidades.

30 de agosto de 2020 Por:  L. C. Bermeo Gamboa, periodista de Gaceta
El escritor antioqueño describe en sus diarios el proceso creativo de sus principales obras literarias, al tiempo que relata detalles sobre sus momentos más difíciles y cómo fue superándolos con la escritura. | Foto: Foto: Penguin Random House / Cortesía para Gaceta

Los diarios de Héctor Abad Faciolince son un ejercicio de destape literario sin precedentes en la literatura colombiana, con ellos se cumple a cabalidad aquella definición hecha por Franz Kafka en una carta a su amiga Milena: “escribir significa desnudarse”. Y en ‘Lo que fue presente (Diarios 1985-2006)’, el escritor antioqueño hace un registro confesional donde se despoja completamente de su ‘aura’ de artista consagrado, como planteó Walter Benjamin, y exhibe toda su imperfecta humanidad.

El libro recorre veinte años de apuntes íntimos y literarios, que empiezan en 1985 como el cuaderno de un joven aspirante a escritor —tenía 27 años y no había publicado ningún libro—, pero después del año 86 cuando nace su hija Daniela, y del 87 cuando es asesinado su padre Héctor Abad Gómez, los diarios se transforman en una meditación y un consuelo, donde el dolor, la culpa y la frustración se expresan en un prosa honesta, que cada año que pasa, se hace más sabia. Abad Faciolince se refugió en estos diarios para observarse a sí mismo, fueron ese espejo necesario para quien decide curarse sus propias heridas, y reconocer también sus defectos como hombre.

No obstante, son los diarios de un escritor, y en ese sentido, cada momento de su vida, está traspasado por una intención literaria que se apropia de todas sus experiencias (familiares, conyugales, académicas, laborales) para convertirlas en materia de sus escritos, por ello, así como cada 25 de agosto sostiene un diálogo fantasmal con su padre: “¿Llegará el día en que pasaré por alto los aniversarios? No: los 25 de agosto que me queden por vivir y se repitan, los pasaré siempre dedicándole a él mi pensamiento. Aunque solo para esto sirvan el calendario y los diarios. No te olvido y no olvido cómo te mataron”; también describe sus proyectos literarios a futuro: “He decidido emprender un estudio largo y complicado: el de la pereza (...) A través de personas que aparecen en libros que he estado leyendo”, muchos de los cuales jamás se verán realizados.

Pero, entre el duelo, la paternidad recién adquirida y la desafortunada vida conyugal, Héctor Abad Faciolince va construyendo ese universo literario que hoy conocemos, y sus diarios nos permiten conocer a ese desconocido que fue, quien exiliado en Italia, con una hija y sin empleo, temió durante años a su fracaso: “Me duele no poder ser el escritor que quise ser, es horrible postergar diariamente mi compromiso con las palabras. Esta rápida improvisación de ideas inconexas no vale la pena”. Sin embargo, no desiste, y a medida que la vida va enseñándole con dureza sus lecciones, el escritor encuentra sus historias y personajes que después serán sus primeros libros: “Un diario representa la búsqueda de la claridad: el borrador de los libros que algún día voy a escribir mejor”. Los diarios terminan el año de su consagración, cuando publica la novela que es considerada su obra maestra, una obra donde su dolor se hace poesía, ‘El olvido que seremos’ (2006).

“Para eludir una total desesperación, resolvió pensar en el universo: procedimiento general de los desdichados, y a veces bálsamo”, escribió Borges sobre el filósofo italiano Benedetto Croce, quien en 1883, cuando tenía 16 años, tuvo que enfrentarse a la más desgarradora soledad, consecuencia de un terremoto en el que falleció toda su familia. No obstante su irreparable pérdida, el filósofo vivió 86 años, murió en 1952, y dejó miles de páginas en libros de crítica literaria, historia y filosofía. Si pudiéramos clasificar de algún modo la naturaleza artística de Abad Faciolince sería esta que definió Borges, salvo que el autor colombiano no solo resolvió “pensar en el universo”, también creó uno propio hecho de ficciones: allí están Bernardo Davanzati, Gaspar Medina y Ángela Pietragrúa, así como Jacobo Lince, entre otros fantasmas hechos de palabras. Personajes que nacieron de los propios deseos del escritor, de sus culpas y debilidades, y que en los diarios van tomando forma, adquiriendo rasgos de familiares, amigos y conocidos, hasta que ya se vuelven independientes de su modelo real.

A sus 61 años, alcanzando ya la edad que tenía su padre, Héctor Abad Faciolince es uno de los escritores colombianos más importantes de su generación, varios de sus libros están entre los más leídos de Latinoamérica y han sido traducidos a diversas lenguas, sin embargo con estos diarios recuerda a sus lectores que su obra no es otra cosa que el milagro que surgió de la dificultad, de una persona que como todas, aprendió a sobrellevar sus propias adversidades, sin abandonar el arte.

Desde su apartamento en Medellín, en un octavo piso, donde hace 20 años vive entre libros, el autor hace un repaso a su obra literaria desde la perspectiva de sus diarios.

Héctor Abad Faciolince tendrá una conversación virtual con Santiago Gamboa acerca de 'Los diarios como obra literaria', se transmitirá por redes y televisión, el viernes 5 de septiembre a las 6:30 p.m., en el marco del Festival Oiga Mire Lea.

La cultura caleña

—¿Cómo ha sido su relación con Cali?

Mi padre era casi valluno, pues emigró al norte del Valle con su familia cuando era niño, en la crisis económica de los años 30 del siglo pasado. Hizo parte de la primaria y del bachillerato en Sevilla. Alcancé a conocer Cali antes de que la incultura del narcotráfico anulara la cultura auténtica que se estaba construyendo allá, de cine, literatura, de música, alrededor de una gran universidad. La volví a ver en la profundidad de la crisis de los carteles de Cali y del Valle, que la sumió en una depresión moral y cultural, lamentables. Últimamente he vuelto y noto un renacimiento en muchos campos.

—¿Qué autores caleños valora?

No sé si he leído todo lo caleño o valluno, pero desde Jorge Isaacs —que me encanta—, pasando por el brillante Andrés Caicedo, por dos novelas de Gardeazábal (‘Dabeiba’ y ‘Cóndores’), los ensayos de Estanislao Zuleta, los cuentos de Pepe Zuleta y Tim Keppel, una gran novela reciente de Sandro Romero Rey, llego hasta algunos de los más jóvenes escritores. Hay tres muy brillantes: Pilar Quintana, Antonio García y Andrés Rojas. A este último, incluso, lo publicamos en la pequeña editorial que tengo con mi esposa, Angosta Editores. Su libro ‘Lugares comunes’ es fuera de lo común en humor, dureza crítica y comprensión humana.

—Aquí son muy leídos sus libros…

Creo que allá tengo los lectores más fieles y entusiastas. Las imágenes de los festivales a los que he ido se superponen. Recuerdo una vez que un señor del público se levantó y me dijo que por qué no me lanzaba a la política, que él votaría por mí. Otra vez ocurrió algo más bien penoso: al final de una charla no podía quedarme a firmar libros porque Santiago Gamboa —ahora caleño por adopción— me había organizado una comida en su casa y ya era muy tarde. Hubo una especie de motín —un motín amoroso, hay que aclarar— y me tuve que escapar por una ventana.

Leer escribiendo

—¿Cuáles fueron los libros que leyó inicialmente y determinaron su vocación literaria?

Yo creo que las primeras lecturas son las que entran por los oídos. Son las cosas que otros te leen o te recitan. Recuerdo a mi papá recitando y cantando, o leyéndome libros serios, de adultos, no libros infantiles. También recuerdo unos acetatos de cuentos infantiles clásicos, los de siempre, de los hermanos Grimm. Luego estaban los libros de la biblioteca de la casa, que primero miraba, antes de leerlos, buscando imágenes. Pero creo que el primer libro completo que leí fue ‘Robinson Crusoe’, de Daniel Defoe. Hace pocos años sentí una gran felicidad al descubrir, gracias a Jorge Orlando Melo, que la historia de Robinson tiene un origen colombiano. Su primera fuente es un marino español, Pedro Serrano, náufrago en un cayo que, por decisión de Carlos V, se llama Serranilla desde el siglo XVI, cerca de San Andrés, en homenaje a ese marinero extraordinario.

—En sus diarios afirma que muchas veces leyendo es que siente el impulso de escribir, ¿cómo logra que la lectura no ‘contagie’ lo que escribe?

A diferencia de los virus y de las epidemias, en la literatura conviene mucho ser contagiado. Yo no evito ni temo ser contagiado por escritores mucho mejores que yo. Al contrario, yo creo que esos contagios son fecundos. Y esto no tiene nada que ver con el plagio. Simplemente tiene que ver con la humildad: no podemos pensar que cada vez que cogemos un bolígrafo o apoyamos los dedos en un teclado estamos inventando la novela, o una nueva forma de hacerla. Casi siempre sucede que otros ya hicieron lo que nosotros creemos que es único. Cuando estoy escribiendo algo que me obsesiona, todo lo que vivo y todo lo que leo va a parar al motivo de mi obsesión. Y esto no es contagio: es algo que fecunda. Cuando decae mi entusiasmo por lo que estoy escribiendo, leo a otros para recargarme de amor por la escritura.

—También habla en sus diarios de la literatura como un “paréntesis de la muerte”, ¿considera que esto se cumplió con su padre en la novela ‘El olvido que seremos’?

La literatura es una lucha contra la muerte, es un intento por hacer duradero lo breve, lo caduco. Y es bueno que usted le diga “novela” a mi libro (a mi único libro para muchos), porque la novela, la ficción, hace más duradera la realidad. Los personajes duran más que las personas. Este es un lugar común verdadero: no conocemos a ningún campesino español del siglo XVI, pero conocemos muy bien a Sancho Panza. No hay un campesino español, de esa época, más vivo que él.

—¿Cómo la lectura ha sido para usted una fuga para sobrellevar las tragedias personales?

Fuga y concentración al mismo tiempo. La lectura me ha permitido comprender que en la tragedia no estoy solo, que algunos han padecido incluso tragedias incomparablemente mayores. La lectura es una huida momentánea que nos devuelve al punto de partida, pero cambiados, mejorados, listos para enfrentar de otra manera lo que dejamos. La lectura nos explica también que hay cosas inexplicables. Ante una tragedia es bueno leer a Séneca, a los estoicos. Esas lecturas son sanadoras.

—¿Cómo leer poesía le ayuda en la escritura de novelas, cuentos o ensayos?

Creo que no hay día de mi vida en que no lea por lo menos un poema. Es mi manera de rezar y de estar en contacto con el arte más decantado de la palabra, con el alcaloide de la literatura. La novela es como una serie de botellas de vino; la poesía es como un trago de whisky o de aguardiente: algo muy concentrado que produce un efecto mental más brusco e inmediato. Un éxtasis. La poesía se entiende menos que la prosa, y por eso es más próxima a la música, y al hueco oscuro que es la mente allá en el fondo. Y sirve para la prosa porque nos recuerda lo esencial del oficio, que es la palabra, las mejores combinaciones de palabras.

La vida es literatura

—¿Cómo explica esas intromisiones de la literatura en la vida real que quedan expresadas en ‘El olvido que seremos’, y que logran desencadenar desde una polémica con un poeta, una búsqueda detectivesca de un poema, y hasta dar origen a otro libro como ‘Los falsificadores de Borges’ de Jaime Correas? ¿Ha vuelto a encontrar más de esos puntos donde se unen vida y literatura?

No hace mucho encontré, en Lima, algo parecido a esa hermosa novela de Jaime Correas. Se trata de un libro titulado ‘Las visitaciones’, escrito por un joven escritor de nombre Pedro Llosa Vélez. En el primer cuento de ese libro (que ganó en el Perú un premio), el protagonista se llama Héctor Abad. Es un Héctor Abad ficticio, escritor como yo, que visita Lima y hace y dice un montón de cosas que no creo haber dicho yo nunca. Me parece que el autor de ese cuento tiene incluso algún parentesco con Vargas Llosa, o con su ex mujer (allá todos son primos, como en los pueblos de Antioquia).

Siempre me han gustado mucho esas intromisiones de la literatura en la vida. Una con la que disfruté mucho fue la broma que le hice a un escritor de la costa de cuyo nombre no quiero acordarme. Él, cada vez que podía, me atacaba, se burlaba de mí, hablaba de lo pésimo escritor que yo soy. Incluso mandaba cartas a los periódicos, a nombre de otros escritores reales, criticándome. Un día se me ocurrió una pequeña venganza literaria: me inventé un correo electrónico y una identidad. Vivía en Canadá, me llamaba Ximena Mexía, y empecé a escribirle cartas a ese escritor costeño. Cartas van, cartas vienen, el escritor costeño se enamoró de mí por mail. Cuando al fin se enamoró de mi escritura, y me declaró su embeleso, le escribí una última carta en la que le decía que debía suspender la correspondencia con él, que empezaba ya a subir de tono, porque me había casado con otro y estaba embarazada. Me encantó ser Ximena Mexía por unos cuantos meses.

—La aparición del poema de Borges en el bolsillo su padre, otorgó a su novela de una atmósfera fantástica, que logró superar los límites de un relato autobiográfico y la no ficción. ¿Está de acuerdo con esta apreciación?

Estoy muy de acuerdo. Para mí fue un ejercicio fantástico, en todos los sentidos de la palabra, la busca del origen de ese poema que está contada en el ensayo-cuento titulado ‘Un poema en el bolsillo’. Para mí es como un cuento póstumo de Borges: en el bolsillo de un hombre asesinado aparece un soneto cuyo autor no se conoce, pero en cuyas palabras está la clave de ese asesinato, o al menos de la forma en que la persona asesinada encara su destino latinoamericano. A veces yo quisiera creer, es más, a veces creo en la versión de Harold Alvarado Tenorio: que él escribió ese poema y que lo escribió después de que el hombre asesinado lo llevara en el bolsillo. Lo que pasa es que yo soy muy racional, por herencia paterna, de formación muy científica, y aunque creo en los cuentos fantásticos, no creo que esas cosas ocurran en la realidad.

—Hace 20 años se publicó su novela ‘Basura’, ¿por qué no siguió explorando esta narrativa más excéntrica?

Esa novela la escribí en dos meses y con un propósito psicológico muy claro: demostrar, y sobre todo demostrarme, que podía escribir según un canon que estaba de moda y que era el que dominaba en los concursos literarios. La escribí para ganar un premio de “literatura innovadora” que abrieron en España, en el que los jurados fueron personas como Enrique Vila-Matas, Roberto Bolaño y Cristina Peri Rossi. A mí los críticos, en esos años, me habían maltratado mucho cuando publiqué una novela fácil, humorística, como es ‘Fragmentos de amor furtivo’. Les pareció una novela frívola, porque se leía bien. Y se leía mucho. Pensé: ¿Quieren que les dé un libro más experimental en términos literarios? Bueno, lo puedo hacer. Y lo hice en pocas semanas reciclando mi propia basura, los escritos míos descartados. Era mi manera de vengarme de esos críticos. Cometí, sin embargo, un error: yo esa novela debí haberla publicado con otro nombre y con otro título. De hecho la idea que yo tenía era que se llamara Pentimento (arrepentimiento) y que la firmara un tal Joaquín Benítez. Si no hubiera ganado ese premio la habría publicado así. Pero usted tiene razón: debería volver a publicar una novela como ‘Basura’. Así algunos pedantes volverían a creer en mí. Esté pendiente por si aparece por ahí una novela experimental escrita por un tal Joaquín Benítez.

—Además de novelas de ficción propiamente dichas como ‘Asuntos de un hidalgo disoluto’ y ‘Angosta’, también se ha interesado por escribir libros de géneros híbridos o mestizajes literarios como ‘Traiciones de la memoria’ donde mezcla reportaje, cuento y ensayo, o el poético ‘Tratado de culinaria para mujeres tristes’. ¿Cuál es su fascinación por este tipo de literatura?

A mí me gusta que las horas se me vayan escribiendo. Y cuando escribo no pienso en géneros, sino solo en palabras, en palabras que expresen lo que estoy sintiendo, pensando, viviendo, creyendo, leyendo. No busco obras perfectas ni persigo la imperfección como programa: me gusta que me cuenten historias y me gusta contar historias. Y los híbridos siempre han sido buenos: las mulas aguantan más que los burros y que los caballos, las rosas más bonitas salen de injertos, y nosotros mismos no somos otra cosa que una mezcla de razas, pues somos negros, indios y blancos confundidos, licuados unos con otros. Creo que un ensayo se enriquece si incluye una narración, y creo que una historia se enriquece con la reflexión de lo que ocurre en ella.

—¿Cuál de sus propias novelas le gusta más?

La que más me gusta es ‘Angosta’, y no sé bien por qué. Tal vez porque fue la que más trabajo me costó escribir, y uno tiene el prejuicio de asociar el esfuerzo con el resultado. Hace poco volví a leerla, porque se hará este año una nueva edición, y le corregí algunos detalles más. La novela me sigue gustando mucho y creo que es la mejor que he escrito.

—¿Cómo ha sido su experiencia escribiendo poesía?

Se han ensayado muchas definiciones de la poesía. En realidad cada poema que se escribe, cada buen poema, da una nueva definición de la poesía, incorpora a la poesía un nuevo territorio que se pensaba que no era poético. La poesía va ampliando y moviendo sus fronteras. Pero para mí es algo que está hecho de palabras, por mucho que digamos que una música o una película o un paisaje sean poéticos. No lo son, lo que pasa es que nos recuerdan sensaciones que nos da la poesía, y por eso los llamamos así. La poesía aspira a ser el arte de la palabra pura. Y a diferencia del cuento, la novela o los ensayos (los artículos son ensayos breves), es algo que no nace de la voluntad, sino de un estado de ánimo. Escribo poesía en las situaciones, muy muy raras, cada vez más raras, en que me siento “poeta”. La poesía es como el deseo, surge de repente, y es mucho más frecuente y fuerte en la juventud que en la vejez. Los grandes poetas, como los grandes matemáticos, dan lo mejor de sí —casi siempre— en la juventud. Pero quién quita que el deseo vuelva.

Ser escritor, padre y colombiano

—¿Tuvo miedo a exponerse usted y su familia de forma tan directa en los diarios?

Miedo no es la palabra. Tuve y tengo una especie de malestar. Los diarios íntimos son un género póstumo, pero como yo no creo en la vida después de la muerte quise tener la experiencia de esa molestia en la vida. Lo que me ayudó a superarlo fue algo que me dijeron mis hijos: “Pa’, publícalos tranquilo, que nosotros no vamos a leerlos”. Tampoco mi mamá o mis hermanas deben haberlos leído. Solo me hicieron el favor de comprarlos.

—En algún momento usted cita a su padre, quien decía que la única forma de “ser buen padre es ser como una madre, no abandonar nunca”. ¿Cómo logró usted asumir la paternidad y su vocación de escritor?

Para mí fue muy fácil porque aunque mis hijos tienen madre, y muy buena madre que es, yo a veces le robo su papel y me convierto en madre también. Me gusta ser padre y madre. Biológicamente no pude parir a mis hijos, pero sí pude hacer algo más terrenal: cuidarlos, cultivarlos. Aunque ya están grandes, como ellos no pidieron venir al mundo, me empeño en hacer todo lo posible para que el mundo no sea muy hostil con ellos.

—¿Alguna vez se preguntó si para usted era más importante ser buen escritor o buena persona?

No es un dilema. Yo prefiero mil veces ser buen padre y buena persona que buen escritor. Lo de escritor es un accidente, podría ser también músico o biólogo o historiador. Ser buena persona es un proyecto mucho más duro y ambicioso que ser buen escritor. Lo que más admiro de mi padre es que él intentó que su vida fuera una obra de arte.

—¿Considera que los diarios también pueden ser una obra literaria?

Ante todo aclaro que ya no llevo diarios. Ya no estoy tan interesado en mi propia vida ni en mi propia persona. El diario, para mí, fue el proxy, como dicen ahora, del confesionario y del diván del psicoanalista. Su función era de conocimiento íntimo y de desahogo para no enloquecerme. No los escribí esforzándome en escribirlos bien; no hay en ellos una voluntad de estilo. Los llevaba para eso no más, para descargar mi angustia. Si eso tiene un interés para los demás no lo sé. Creo que los publiqué para descubrirlo, para ver si servían o no de algo.

Corregí los errores de redacción más evidentes en los diarios. Las faltas de ortografía, de concordancia, las anfibologías, los anacolutos, las repeticiones. Hasta donde fui capaz de ver todo esto. Recorté todo lo que pude (los diarios tenían el doble de la extensión del libro que salió publicado), y cuando no pude más, mis editores y un amigo, Nicolás Gaviria, me ayudaron a recortar lo que a mí me dolía quitar, hasta que los diarios llegaron a la dimensión requerida por la editorial. Los recortes tuvieron que ver más con las repeticiones que con algún tipo de censura o autocensura. Si alguna persona a la que le pregunté si quería estar o no, me pidió no estar, recorté también eso. Cambié circunstancias de tiempo y lugar para hacer menos identificables a algunas mujeres que no era justo poner con nombre propio. Cambié dos o tres nombres.

—Borges dijo una vez que si se escribían diarios debían ser infidentes o no tendría sentido, usted realmente lo consiguió con ‘Lo que fue presente’. Sin embargo, ¿cuál es su intención al desnudar toda la humanidad del escritor?

A veces a mí me confunden con el protagonista de ‘El olvido que seremos’. Creen que yo soy como mi padre. Cuando en las redes quieren insultarme, me dicen: “usted no es como su padre”. Y yo lo sé mejor que ellos. Pero mi padre no me educó para que fuera como él, sino como yo quisiera ser; me educó para ser libre. Tal vez lo bueno de publicar estos malditos-benditos diarios es que la gente no me va a confundir con la buena persona que era mi papá, sino con la persona, no mala, pero sí muy regular, que soy yo. Umberto Eco decía: “ay del que finge, todos le creen”. Mejor dicho: uno se acaba convirtiendo en el que finge ser. Yo me he obstinado en no fingir, sino en ser. No me finjo ni bueno ni malo ni cínico ni valiente ni cobarde. No construyo una mentira ni un personaje. Aspiro a ser lo que soy verdaderamente.

—En sus diarios describe la constante lucha por mantener su vocación literaria ante la tragedia familiar, las carencias económicas y la paternidad. No obstante, existe en los medios artísticos una tendencia hacia el arte realizado en la soltería y la prosperidad, ¿qué opina sobre las condiciones ideales para la creación literaria?

A mí lo mejor que me ha pasado en la vida son mis hijos. Y lo que más mal me habla de la época en que vivimos es que muchos jóvenes no quieren tenerlos. Esta tiene que ser una época de mierda si eso es lo que ha producido. No querer tener hijos es no tener confianza ni en el presente ni en el futuro. Yo admiro mucho, quiero decir que jamás las desprecio, a las mujeres cuya mayor aspiración es tener una familia; y no admiro nada a los hombres cuya mayor aspiración es tener una carrera. A lo que yo más aspiro es a dejarles a mis hijos un buen recuerdo, así sea dejándoles a todos los demás un mal recuerdo con mis libros. Yo no persigo una “obra”. Mejor dicho, no hay obra más importante que la propia vida. La que uno escoja, con hijos o sin hijos, y yo la escogí con hijos. Ahora, las circunstancias ideales para escribir no incluyen las peleas conyugales, ni la angustia por el mercado. Aunque a García Márquez no le fue mal cuando le fiaban el mercado y escribía ‘Cien años de soledad’. Él contaba que cuando la acabó, su polo a tierra, Mercedes (que acaba de morir), le dijo: “Ahora lo único que nos falta es que sea mala”. Si hubiera sido mala no hubieran podido pagar el alquiler y el mercado que les fiaron.

—¿Cuáles son los diaristas que de algún modo lo llevaron a pensar que este género también puede ser literatura?

Leí muy joven, antes de empezar mis propios diarios, los diarios de Stendhal. También leí los de Julio Ramón Ribeyro, fragmentos de los de Tolstói, de los de Gide. Creo que me interesé más por el género cuando ya estaba editando mis propios diarios, no antes, y entonces leí también los de Virginia Woolf, Catherine Mansfield, Thomas Mann, Gombrowicz… Lo que más me molesta es que confundan los diarios con las memorias. Son géneros no solo distintos, sino opuestos: los diarios se escriben en el presente, con la vivencia viva, casi sin memoria. Las memorias son retrospectivas y en general se escriben con lo poco que queda en la memoria.

—Esa permanente desconfianza sobre su propia obra y su temor constante al fracaso que manifiesta en los diarios, ¿lo siguen acosando en la actualidad?

A mí me interesa esa parte de la vida que no es ni éxito ni fracaso. Que está hecha de esfuerzos, pero no de esfuerzos por triunfar, sino por sobrevivir, por gozar, por no sufrir, por no hacer sufrir, por comer, beber, copular, viajar, quedarnos quietos, no contagiarnos, leer, oír música, bailar, no poder bailar, cocinar, lavar la ropa, lavarse los dientes. Uno no dice: “tuve éxito, me lavé los dientes”. Pero bueno, unos dientes podridos al cabo de diez años de no lavárselos sí son una especie de fracaso. Mi madre, que tiene 95 años, hace poco estuvo en el hospital por una neumonía. Las enfermeras le decían: “Señora, quítese la caja de dientes que le vamos a poner el respirador”. Y mi mamá: “¿Cuál caja de dientes? Estos dientes son los míos”. Seguir teniendo los propios dientes casi a los cien años, eso tal vez sea un triunfo. No es que desconfíe de mi propia obra: es que todavía la estoy haciendo, y la hago con el cuidado de no perder la autocrítica. Cuando me muera hablamos. Por lo pronto lucho por morirme con mis propios dientes, para imitar a mi madre.

—A lo largo del diario se encuentran una serie de diatribas contra Colombia, habla de nuestra tanatofilia, de que “en Colombia los cementerios están llenos de personas asesinadas por motivos políticos. Pero las cárceles están vacías de asesinos políticos. En Colombia hay una democracia. Pero con democracias así, ¿para qué dictaduras?”. Pese a esto, también reconoce en otros pasajes que “se puede sentir nostalgia del infierno”. ¿Podría contarme desde ese año 2006, cuando cierra estos diarios y publica ‘El olvido que seremos’, cómo han cambiado sus opiniones de Colombia?

Uno tiene con el propio país la relación difícil que tiene con los parientes cercanos. Le importan más que los demás congéneres. Si alguien me dice que el Pacífico colombiano es hermoso me pongo más contento que si alguien me dice que el Pacífico chileno es bellísimo. Es una tontería, pero es así. Y si en Colombia cometen una masacre me duele y me enfurezco, pero si la cometen en un casino de Las Vegas me importa mucho menos. Me gusta mucho más el Tour de Francia cuando hay ciclistas colombianos entre los primeros diez que cuando no hay ninguno. Y eso que no soy patriotero ni nacionalista. Eso tiene que ver con un instinto humano muy antiguo, muy animal, de territorialidad. Racionalmente soy cosmopolita, pero en el Mundial de Fútbol gozo más cuando gana Colombia que cuando gana Italia. No estoy orgulloso de que eso me pase; sufro con esto, pero es así, y lo reconozco. Por eso en Italia escribía que tenía nostalgia del Infierno. Y aquí me tienen viviendo, en este purgatorio. Si sufro, es culpa mía, nadie me obligó a volver.

—En algún momento escribe sobre “la terrible banalidad de los que nunca han sufrido”, ¿qué opina de la indiferencia que hay en nuestro país frente a las víctimas de la violencia?

Ahí hay también algo territorial y algo muy clasista: si los muertos se les parecen a sus hijos, sufren. Si se les parecen a los de su partido político, sufren y protestan. Si se les parecen a los del partido político opuesto, no solo no sufren, sino que hasta gozan. No seremos civilizados hasta que no nos duelan todas las muertes: las de los ricos, las de los pobres, las de los negros, indios y mestizos y blancos. Seguimos viviendo como en una sociedad de castas y clanes. Todavía no concebimos que la nación somos todos, y que el dolor, el duelo y la pérdida los sentimos todos por igual.

—¿Publicará un nuevo tomo de sus diarios, posteriores al 2006?

Los escribí durante unos cuantos años más. Pero esa parte la voy a tratar como en general es el género diarístico: póstumo. Que los publiquen cuando yo me muera mis hijos, o mis amigos, o mi viuda, o mis editores. Yo no voy a destruirlos, ahí voy a dejar un baúl repleto de libretas. Si hay algún interés ahí, que los publiquen. Yo ya hice mi parte en los primeros años y, como le dije antes, no me gusta repetir el mismo libro, prefiero seguir escribiendo lo que todavía creo que quiero y puedo escribir.

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