GACETA
El penúltimo excéntrico, diálogo con el escritor español Enrique Vila-Matas
La literatura de Enrique Vila-Matas es una inteligente y alegre búsqueda de los límites de la ficción y la realidad, en los cuales el escritor se divierte cruzando todas las fronteras, como en su más reciente novela ‘Montevideo’.
Antes de empezar sería necesario aclarar que, como sostiene Giuseppe Scaraffia en ‘Los grandes placeres’, “pese a las apariencias, a los excéntricos no se les puede considerar en absoluto locos”. Los excéntricos son personas que aceptan el caos y el absurdo de la existencia, salvo que deciden interpretarla con originalidad, alejándose de todas las convenciones —cultural y políticamente correctas— que otros, la mayoría, escogemos para encontrarle un sentido a nuestras vidas, uno que será siempre el sentido común. Siguiendo esta antigua y comprobada reserva de indicaciones para vivir, seguramente obtendremos ventajas adaptativas, encontraremos un buen empleo y estaremos más tranquilos, pero por su misma naturaleza, el sentido común hará que al final nuestra vida sea menos memorable. Los excéntricos —por el contrario— tienen la gracia de ser recordados, aunque su vida haya sido completamente inútil. En este sentido, Scaraffia menciona que la excentricidad predispone demasiado a la sensibilidad, como sucedió con la actriz Tallulah Bankhead, quien al dejar caer un huevo, exclamó: “¡Dios mío, lo he matado!”. O la insensibilidad, como con el pintor Salvador Dalí, quien contrataba enanos para que sirvieran de candelabros móviles en su casa.
En ‘Movimiento perpetuo’, Augusto Monterroso define la excentricidad como una “actitud válida contra la falsa solemnidad y la tontería”, que podrían considerarse defectos del sentido común. Y recuerda cuando un amigo de William Blake fue a visitarlo y llegando a la casa se encontró con el poeta y su esposa, desnudos en el jardín como Adán y Eva, preparándose para leer el ‘Paraíso perdido’ de John Milton, con seguridad el capítulo dedicado al Génesis. Menciona de paso a otro personaje inolvidable: Francis Henry Egerton, octavo conde de Bridgewater (1756-1829), quien detestaba a la humanidad, pero amaba a los libros y los perros. “Si alguna vez pedía prestado un libro, lo devolvía en un carruaje especial escoltado por cuatro lacayos vestidos con suntuosas libreas. Asimismo, su carruaje podía verse ocupado exclusivamente por perros calzados tan ricamente como el mismo Egerton, quien cada día usaba un nuevo par de zapatos. Su mesa estaba siempre puesta para una docena de sus perros favoritos. Los zapatos, colocados en esmeradas hileras, le servían para llevar la cuenta de su edad”.
Pero Edith Sitwell fue la mujer más excéntrica de Inglaterra a mediados del siglo XX. Dice Scaraffia que era hipocondriaca, por lo cual acudía a sus citas sociales en una ambulancia, y puesto que tenía una nariz grande y alargada, no dudaba en considerarse un pájaro aristocrático, vistiéndose con sombreros de plumas y vestidos de mangas amplias como alas. No en vano, además de poemas vanguardistas, pacifistas y espirituales, la dama Sitwell escribió el primer libro que abordó esta singular materia y donde definió su lugar en el mundo: ‘Los excéntricos ingleses’, publicado en 1933, y donde afirma que “la excentricidad adopta muchas formas. Incluso puede ser lo ordinario llevado a un alto grado de perfección (…) Es toda crítica sobre el orden del mundo, que si se expresa con un solo gesto, el de una contorsión suficiente, se transforma en excentricidad”. Pero su mayor acercamiento es cuando sugiere que la excentricidad es un “antídoto contra la melancolía”, una “actitud incluso espléndida, ante la muerte”.
Cuenta Monterroso en ‘La letra E’ —coincidiendo con Scaraffia—, que en 1948 Edith Sitwell y su hermano Sir Osbert estuvieron en la mítica librería Gotham de Nueva York, donde fue coronada como la reina de la excentricidad. Basta mencionar la descripción que hace José Coronel Urtecho, uno de los latinoamericanos que estuvieron en la reunión: “Edith Sitwell provocaba una instantánea admiración por su figura incomparable, medieval, legendaria…”. Esta mujer que vivió a contracorriente de todas las modas y tendencias aceptadas de su época, fue la misma que aceptó reunirse con la mujer que encarnaba todo aquello: Marilyn Monroe. Fue en 1953, en el apartamento de Sitwell en Sunset Tower, donde se encontraron, y a pesar de que “era obvio que nacimos para odiarnos, lo haríamos a primera vista”, como pensó la dama inglesa, parece que la rubia californiana resultó ser una excéntrica no declarada —que en realidad se llamó Norma Jean—, y cuya excentricidad consistió en adoptar una apariencia de seductora vulgaridad, que llevada a la perfección fue tomada demasiado en serio. En declaraciones posteriores, Sitwell dijo admirar la “dignidad natural” de Monroe, apelando quizá al color natural de su cabello. Se sabe que no fue el único encuentro, algunos recuerdan verlas conversando —como un elegante cuervo en su rama y un periquillo australiano en su jaula— en reuniones de amigos en común. Se podría pensar que de haberse inclinado por la excentricidad, la actriz norteamericana no hubiera tenido un final triste, ya que si algo caracteriza a los excéntricos es la feliz ironía.
En la dama Sitwell convergió la excentricidad de forma vital y literaria con una popularidad sin precedentes, evidenciando la genealogía de escritores excéntricos de los que ella descendía: Luciano, Petronio, Rabelais, Cervantes, Sterne, Diderot, Gógol y Joyce, entre otros, que hicieron literatura por fuera de las convenciones, obedeciendo a un espíritu de alegría y juego imaginativo que aún se mantiene en nuestros días. Como señaló Sergio Pitol en su momento, estos escritores “raros, como los nombró Darío, o excéntricos, como son ahora conocidos, aparecen en la literatura como una planta resplandeciente en las tierras baldías o un discurso provocador, disparatado y rebosante de alegría en medio de una cena desabrida y una conversación desganada (…) Son imprescindibles, gracias a ellos, a su valentía de acometer retos difíciles que los escritores normales nunca se atreverían. Son los pocos autores que hacen de la escritura una celebración”. Y no han faltado excéntricos en la literatura hispanoamericana, durante el siglo XX aparecieron Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Augusto Monterroso, Mario Levrero, César Aira, Margo Glantz, y desde luego Enrique Vila-Matas, quizá el penúltimo escritor español de la familia excéntrica.
Nacido el 31 de marzo de 1948 en Barcelona —el mismo año del glorioso recibimiento de Edith Sitwell en Nueva York—, Enrique Vila-Matas creció bajo el influjo de la excentricidad. Después de trabajar como redactor de cine y fracasar bellamente con algunos cortometrajes, fue obligado a cumplir el servicio militar en África, donde empezó a escribir su primera novela ‘Mujer en el espejo contemplando el paisaje’ (1973). Al salir del ejército huyó a París, donde consigue vivir en una buhardilla teniendo como casera a Marguerite Duras. Allí, entre 1977 y 1984, escribió su ciclo de novelas de aprendizaje: ‘La asesina ilustrada’, ‘Al sur de los párpados’, ‘Nunca voy al cine’ y finalmente ‘Impostura’. Obras que hicieron conocido su nombre, pero que no destacaban entre las propuestas literarias de la época. Fue en 1985 con ‘Historia abreviada de la literatura portátil’ que Vila-Matas inauguró un estilo único en la literatura española, la historia de la Sociedad Secreta Shandy y los conjurados de la “escritura cuando esta se convierte en la experiencia más divertida y también la más radical”, renovaron la prosa con una frescura y alegría desconocida para los lectores. Aquí ya aparecieron las marcas del estilo excéntrico de Vila-Matas, su obsesión por Laurence Sterne y su novela ‘Tristram Shandy’, su devoción por Robert Walser y su novela ‘Jakob von Gunten’, las conspiraciones librescas y digresiones ensayísticas, la intertextualidad y la teorización literaria como un juego de metaficción, la manía por las citas y falsas atribuciones, así como la parodia y constante burla de las imposturas literarias.
Vendrían más libros en los años 80 y 90, mientras su estilo maduraba. Fue en la primera década del siglo XXI, cuando Enrique Vila-Matas en un alarde de creatividad publicó una serie de obras que se han considerado “La catedral metaliteraria” en lengua española, compuesta por ‘Bartleby y compañía’ (2000) sobre escritores que abandonan la literatura, ‘El mal de Montano’ (2002) sobre los escritores patológicos que desean transformar toda su vida en literatura, y ‘El doctor Pasavento’ (2005) sobre el escritor que desea desaparecer del mundo en su propia obra. En la segunda década, las patologías y obsesiones literarias serían llevadas otros niveles en libros como ‘Dublinesca’ (2010) sobre un editor que busca desentrañar el misterio del escritor genial, ‘Mac y su contratiempo’ (2017) sobre un escritor que se pregunta si existe la originalidad en literatura, y ‘Esta bruma insensata’ (2019) sobre un escritor que viaja en busca de una cita remota y sin la cual no podría empezar su nuevo libro. Solo estoy resumiendo una trayectoria de medio siglo en la que Vila-Matas suma más de 30 libros de novela, cuento, ensayo y diarios.
A sus 74 años, su creatividad se mantiene intacta, como lo prueba ‘Montevideo’, una nueva novela inclasificable cuyo anónimo narrador emprende la búsqueda final por el sentido verdadero de la literatura y, para encontrarlo, decide cruzar el vórtice entre la realidad y la ficción que está materializado en una puerta, la gran metáfora del misterio y encuentro con lo desconocido. La puerta de ‘Montevideo’ tiene el poder de la ubicuidad, ya que está en el cuarto de un antiguo hotel en Montevideo y en un cuento de Julio Cortázar.
“Hacía años que deseaba pisar el territorio de aquel cuento de ficción, ver el armario, la puerta que estaba detrás del armario, la para mí mítica puerta condenada, intentar averiguar qué pasaba cuando uno entraba en un espacio de ficción que existía al mismo tiempo en el mundo real o, dicho de otro modo, en un espacio del mundo real que no sería nada sin un mundo de ficción, y a la inversa, y así hasta el infinito”, comenta poco antes de cruzar el umbral que lo llevará a revisar su propia obra y comprobar su mayor temor ¿es él un escritor de verdad? Pareciera que en el fondo, esta novela es una elaborada autoevaluación a la que decide someterse un escritor consagrado que, pese a ello, prefiere “no tomarse demasiado en serio la literatura”, quizá la actitud literaria más excéntrica, porque es la forma más auténtica de hacer literatura.
En tiempos que tienden a “comprometer” la creación artística con alguna de las urgencias planetarias y reivindicaciones sociales —absolutamente necesarias—, que existan escritores cuya única ambición es hacer literatura, es algo que considero debe agradecerse. No obstante, algunos alegan que los libros de Vila-Matas no sirven para nada, y quizá tienen razón, aunque así estarían comprobando su excentricidad en tiempos de corrección política. Pero me equivoco, Vila-Matas es un escritor comprometido, su gran reivindicación es mantener vigente la tradición de la verdadera literatura, entendida como un arte libre, inútil y alegre, que se mantiene en contra de todas las imposiciones. Porque, como afirma en ‘Perder teorías’, “uno escribe desde la incertidumbre y eso es lo que permite avanzar, lo que divierte y al mismo tiempo le intriga”.
Desde Barcelona, Enrique Vila-Matas habla de la excentricidad en la vida y la literatura, de sus héroes morales y literarios, y donde asegura que como las estrellas de rock, él morirá “con las botas puestas”, es decir: escribiendo.
—En esta novela decidió burlarse de su propio estilo literario… ¿Podría entenderse como una revisión irónica de sus novelas anteriores, particularmente de ‘Bartleby y compañía’? ¿O está cansado de sí mismo como el narrador de ‘Montevideo’?
La clave es irónica por completo. Es decir, al contrario de lo que afirma el narrador, para mí ‘Bartleby y compañía’ es una novela valiosa que, aparte buen libro, me ha abierto muchas puertas; ha tenido traducciones en muchos países. Y aunque no tengo nada en contra de ella, igualmente propongo que la famosa frase “preferiría no hacerlo”, de la que partió ‘Bartleby y compañía’ que, al menos, en España ha sido tan banalizada, la dicen en todas partes; sea reemplazada por una de Juan Carlos Onetti, a quien una vez le insistieron mucho en filmarle cuando vivía en Madrid, en ese tiempo él no se movía de la cama y bebía whisky, por lo que se opuso un poco al principio, pero al final dio permiso para que lo grabaran y dijo: “por simpatía me resigno”. Ahora, en mi caso, cada vez que me digan “haz esto o lo otro”, diré que bueno “por simpatía me resigno”, esa sería la nueva frase para popularizar.
Desde luego la cita es irónica, porque la dice un personaje desfigurado, parecido a mí, quien ha llevado una vida parecida a la mía, pero la cuenta de una manera distorsionada. Esto se debe, posiblemente, a que no creo mucho en las identidades, y aunque me gustaría mucho conocer mi identidad, nunca la he visto claramente; esa es una de las cosas por las que estoy en literatura, porque busco mi identidad, pero sigo sin acabar de aclararla… Las identidades son muy flexibles, 24 horas al día estamos de buen y mal humor, cambiamos continuamente de registro, incluso mental, por lo que es muy difícil mantener una sola identidad, somos muchas personas, algo que está bastante demostrado y ya hoy resulta obvio.
De otra parte, tengo una tendencia a ironizar, a reírme de mí mismo, lo que me permite reír un poco de todo lo demás, siempre repentinamente y buscando alguna comprensión de la tontería humana. Soy el primero en reírme de mí mismo. La ironía es un contrapunto muy importante a lo que escribo, termino un capítulo y al final puedo decir algo, y luego desmiento lo que he dicho, como riéndome abiertamente de lo que acabo de decir. Eso me permite mayor libertad para hacerlo como me plazca, no tengo inconveniente con eso, y es que uno no acaba de creerse todo lo que dice. Funciona así en principio: hasta que no lo creo no lo escribo, entonces lo creo y lo escribo, pero a pesar de todo, se podría decir una cosa distinta y tampoco pasaría nada. En fin, mi escritura es producto de la ironía y de la falta de confianza en una identidad propia que, de todos modos, sigo buscando en la literatura.
—Su obra se ha caracterizado por describir teorías y patologías literarias que son ficciones, ¿cómo es que a un mismo tiempo crea mitos literarios y combate los clichés?
Huyo de los clichés en la literatura y en la vida cotidiana también. A un taxista que me pregunta por el clima, por ejemplo, yo le respondo: “le tengo noticias del más allá de que esta tarde lloverá de cinco a cinco y media”, y queda desconcertado. Pero no lo hago por eso, sino porque sé que los tópicos de conversación en los que vamos a entrar son “qué calor hace” o “qué frío”, y van a ser muy aburridos. Y siempre huyo de esto, que son clichés en general.
—¿Por qué el narrador de ‘Montevideo’ siente nostalgia de no ser como los “escritores de antes”?
En principio, aclaro esto: no quiero que me consideren un escritor de antes, esto asustaría demasiado y además no lo soy. Pero sí, tomo una referencia del escritor argentino Fabián Casas que hablaba de Roberto Bolaño y de Julio Cortázar como autores que fueron un modelo a seguir para mucha gente joven, modelos del orden moral, teórico y literario, que son los escritores que a mí siempre me han interesado. Y bueno, en un sentido más amplio, también podría referirme a que, por ejemplo, ahora se publican muchos libros que se consideran literatura, se llaman novela y no lo son, solo son testimonios de personas que han mal escrito su vida, sin control y sin conocimiento de lo que es en verdad la literatura. A esto sí que me refiero, a desmentir un poco todos estos libros que se publican —en España se publican 85 mil al año— que no son literatura ni muchísimo menos.
Creo que escritores como Julien Gracq, como Voltaire, como Paul Valéry, pertenecen a la escritura real, a lo que fue siempre literatura y tiene una historia universal, adonde siempre se puede acudir para conocer qué es lo literario. Al mismo tiempo creo en las innovaciones, no en la evolución, pero sí en la explotación de las posibilidades del género novela que es cada vez más amplio, y esto quise mostrarlo en mi propia novela que se desborda va más allá de lo que se considera una novela en el sentido clásico. Siempre he propuesto un tipo de novela diferente que, entre otras cosas, cultiva todos los géneros, de forma muy libre y abierta. Y pese a la complejidad que esto entraña, escribo de la forma más asequible para el lector. Esto es la literatura real para mí. Todo lo demás son personas que de pronto creen —y cuanto más jóvenes más lo creen—, que basta con escribir, simplemente escribes una carta y después la pasas a un libro y eso ya es literatura, y desde luego no es así. Hace falta conocer más la historia de la literatura para percatarse que esto va en contra de arte literario, que llamamos novelas a cosas que no son novelas, que esencialmente no son literatura. De todos modos, cualquier cosa que yo exprese ahora sobre esto, no tienen ningún efecto. Lo he dicho mil veces y todo sigue igual, pero eso no me impide seguir diciéndolo.
—En esta novela vuelve a plantear la paradoja de que “escribir es dejar de ser escritor”, ¿esto es una crítica a las imposturas del mundo literario?
Antes iba a decirte, cuando hemos hablado de los clichés, que hay un cliché sobre Rimbaud y su frase “je est un autre” (“yo es otro”), que siempre se mitificó y se consideró la frase que abre la modernidad literaria en cuanto a que el yo siempre es otro. Pero se ha comprobado hace poco, que lo más probable es que sea una errata en una carta que escribió a un amigo. O sea que se ha fundamentado toda una teoría en una errata, para que veamos un poco que todo es muy frágil, inseguro e incierto, y esto es lo que quería explicarte.
Ahora volvamos a la última pregunta porque me he desviado…
—Preguntaba sobre la paradoja de que “escribir es dejar de ser escritor”.
Bueno, por eso te he explicado la errata de Rimbaud, porque esa frase mía es la errata de un título para una revista francesa en la que colaboré y donde el traductor, no sé por qué, puso ese título: “escribir es dejar de ser escritor”, yo había colocado otro que venía decir lo mismo, pero no de esa forma tan contundente. Entonces, el éxito que tuvo en internet, que fue extraordinario, no era mío, era del traductor que se había equivocado al traducirme, y de ahí se ha creado toda una bola que aún persiste.
Pero lo que yo venía a decir, es que no basta con que uno vaya de escritor por el mundo, decir yo soy escritor, porque para ser escritor primero has de saber qué hay que escribir, y además hay que escribir bien. Como decía Truman Capote, “hay que escribir muy bien, después hay que escribir como un genio, y ni siquiera escribiendo como un genio has conseguido algo”. Era lo que buscaba con esa frase. Muchas personas se presentan como escritores, les hacen muchas entrevistas y tú tienes la sensación de que no hablan nunca de literatura, porque no escriben nada, van por la vida de escritores, pero no es así, cuando hablan se detectan fácilmente.
—De hecho, el mismo narrador y su amigo Cuadrelli afirman que los peores escritores son los que explican sus obras. Se burlan de las entrevistas donde intentan explicarse… como en esta entrevista…
Eso es muy interesante, fue algo que encontré en John Ashbery, quien decía que los poemas pierden el misterio cuando crees que los puedes explicar; la gracia de la literatura es el misterio, que permanece siempre aunque tú creas que has comprendido lo que has leído, por lo que explicarlo ya es el colmo. Básicamente los escritores escriben, pero no son una autoridad a la hora de explicar su libro. En mi caso terminé ‘Montevideo’ y no tenía ni idea de cómo iba a ser acogido o qué dirían los lectores. A través de lo que me han dicho, me he compuesto una serie de ideas sobre que hice bien, que son cosas muy distintas para unos y otros.
Y por otra parte, como es una novela muy abierta y compleja, para qué intentar explicarla. Además, como dice Ashbery, y es lo que me hace más gracia, que si tú explicas una parte del poema, o de la novela, seguramente estás explicando la parte más tonta, que es a la que nuestra inteligencia tiene acceso. La parte más interesante es la otra, la que ni el escritor ni tú entienden tampoco, la que tiene misterio y que va a permanecer así si existe ese misterio. Eso no implica que yo no explique el libro como pueda, creyendo saber cosas de él y que no me niego a compartir, pero entiendo que es una costumbre moderna intentar explicarlo. Pongo un ejemplo, que siempre he puesto: si a Kafka —salvado todas las distancias— le hubieran preguntado qué significaba el escarabajo de ‘La metamorfosis’, pues tendríamos menos interés por la narración, porque su explicación la habría hecho menos atractiva seguramente, si es que él hubiera accedido a una entrevista como esta. Sabemos que el escarabajo es él mismo con su familia, entonces no hace falta que lo explique.
Otro caso son estas personas, que me ponen muy nervioso, en el sentido de que les dan un premio y salen por televisión a explicar el premio e inmediatamente cuentan el argumento de su libro. Yo por su puesto tengo la suerte de que ‘Montevideo’ no tiene un argumento, así que no puedo reducirla a una trama. Al respecto, cuando le preguntan a Antonio Lobo Antunes de qué tratan sus novelas, él dice “de todo lo que está escrito en el libro”, buena manera de resolver la pregunta. Pero hay escritores que se ganan un premio y hacen una sinopsis como si se tratara de una película, trata de esto y de lo otro, hay una aventura en tal sitio, bueno esto ya es novela pero buscan de una vez que sea adaptada en una serie o un film. Me irrita bastante esta idea de que sea tan simple reducir una novela, porque si tú ya conoces de qué va la historia, yo por ejemplo ya no la voy a leer, porque no me va a aportar nada. Además que todas las historias se parecen y hay muy pocas en la historia de la literatura, en lo elemental todas son iguales: a una persona le hacen un daño en un momento determinado y va y toma venganza de esto, una pareja se conoce e inmediatamente se entromete mucha gente en su relación, así son todas las historias, desde ‘La Cenicienta’ a ‘Los hermanos Karamázov’.
—Hay una genealogía de escritores excéntricos, como los llamó Sergio Pitol, a la que considero pertenece. Afirmo esto a propósito del homenaje a Laurence Sterne y su Tristram Shandy que hace en ‘Montevideo’. ¿Cómo entró en contacto con la obra del excéntrico escritor irlandés?
Yo le pregunté a Sergio Pitol qué significaba excéntrico para él, y me dijo: “lo que ocurre es que México es un país excéntrico y tú eres un poco mexicano, porque tu literatura es excéntrica”. A mí me parece que significa habitar por fuera del centro cultural, de donde se manejaba Occidente, de las tendencias de Londres, Nueva York o París, en el siglo XIX y XX. Aunque, curiosamente, en el siglo XX, los escritores excéntricos que no vivían en París y Nueva York, eran Pessoa que estaba en Lisboa (Portugal); Joyce que estaba en Irlanda, cuando aún no se había ido, y luego vivió en Trieste (Italia)… y luego en París; Kafka que estaba en Praga (Checoslovaquia); todos estaban fuera, salvo Proust que estaba en París, pero nadie le hacía caso, tal vez porque no estaba en el centro. De modo que lo excéntrico es esto para mí, un escritor que está fuera del centro de poder donde predominan las convenciones aceptadas de la literatura.
Mi encuentro con el Tristram Shandy fue en los años 70 cuando se publicó la traducción extraordinaria que hizo Javier Marías para Alfaguara, que naturalmente conservo como una pieza fundamental en todo, y en la que descubrí a Cervantes través de Sterne, porque la genealogía de la que hablas, seguramente se inició con El Quijote, sigue con Tristram Shandy, continúa con escritores como Diderot, Kundera, etcétera.
Se trata de una genealogía muy concreta, identificada por un tipo de literatura muy alegre, obras atravesadas por la alegría, la alegría de la que hablaba Montaigne. “Nada hago sin alegría”, decía Montaigne. En este sentido, ‘Montevideo’ aun siendo una novela trágica, está atravesada por una infinita alegría, un afán de diversión y relajamiento con respecto a la ortodoxia literaria. De modo que el Tristram Shandy ha sido fundamental, incluso un fetiche para mí, por ejemplo, fue la obra que me proporcionó la idea para escribir la ‘Historia abreviada de la literatura portátil’, donde propongo toda una genealogía de escritores y literatura Shandy, que fue publicada en 1985 y me abrió las puertas de las traducciones internacionales. Sin duda la palabra “shandy”, que en el condado de York significa alegre y chiflado, y a este libro de Sterne, atribuyo la fortuna que me ha ido acompañando a lo largo del tiempo con la literatura.
De Sterne también me gusta ‘Viaje sentimental’, otro libro genial y muy innovador en su época y sigue siéndolo. En mi caso, desde el principio siempre hice esta operación, descartar todo los escritores que me aburrían —no quiere decir que sean malos escritores—, aunque representan un tipo de literatura que no me atrae personalmente, para decantarme solo por aquellos con los que me divertía y me la pasaba fantásticamente bien leyendo. Desde luego que el Tristram Shandy pertenece a estos últimos, y la traducción de Javier Marías —un escritor faro para todos en España— fue fundamental para mí.
—Miguel de Cervantes fue el héroe literario de Laurence Sterne en el siglo XVIII, pero curiosamente en el siglo XX diferentes autores de lengua española se declararon discípulos del irlandés, entre ellos Javier Marías y usted en España, así como Sergio Pitol y Augusto Monterroso en Latinoamérica, incluso en la literatura portuguesa tenemos a Joaquim Machado de Assis…
A eso lo llaman metaliteratura, pero es una tontería llamarlo así, cuando su nombre definitivo es literatura, una palabra más corta. En el caso de Sterne creo que es el sentido del humor, su ironía constante en una novela que se basa en explicar cómo fue engendrado el narrador y cuya minuciosa explicación impide llegar a su nacimiento, por lo que desde la entrada hace reír y, al mismo tiempo, está explicando cómo se crea una novela, lo que a mí más me atrae. En Latinoamérica no me extraña que Monterroso y Pitol se reconozcan en Sterne, porque eran una fuente de inteligencia cómica y risa extraordinaria, compartí mucho con ellos en su momento y fue un verdadero lujo.
Recuerdo una historia que contó Monterroso sobre Juan Rulfo, que para mí es insuperable, seguramente la había contado antes, pero yo se la escuché en una cena. Hablaba de un viaje juntos por Europa, cuando ya Rulfo cargaba con el éxito de ‘Pedro Páramo’ y se sentía perdido en estas tierras. Monterroso dijo que una vez en Rulfo estaba muy inquieto en una visita a Polonia, y que se le apareció a las cuatro de la mañana en la habitación del hotel, según él para no llegar tarde a la cita que tenían al día siguiente. Monterroso le explicó que eran las cuatro de la mañana y él se fue, volvió a llamarlo a las cinco, “levantémonos que hay prisa”, le dijo. “Pero, ¿por qué si son las cinco de la mañana?”, respondía el otro. Insistió tanto Rulfo que Monterroso lo dejó entrar en la habitación, se fue a dormir y Rulfo se sentó en una silla frente a la ventana a esperar la salida del sol. Según Monterroso, esto probaba que Rulfo tenía completamente integrado a su ser el territorio campesino. Pero como excusa por haberlo importunado tanto, Rulfo le dijo: “sabes que pasa, es que creo que vamos a hacer el ridículo, porque aquí los polacos son muy trabajadores”. Todas estas son historias que me llamaron mucho la atención, porque definen muy bien a un personaje y a un escritor.
—¿Podría ser que este grupo de escritores formen toda una generación excéntrica que pasó desapercibida bajo la sombra del Boom Latinoamericano? ¿Una generación que, como la Sociedad Secreta Shandy, tuvo un gran impacto aportando obras literarias cargadas de libertad y alegría?
No se me había ocurrido, pero sí los puedo imaginar a todos como escritores Shandy, sería muy divertido asistir a una reunión y escuchar sus conversaciones, resulta interesante conocer qué se dirían, porque todos, aunque eran muy diferentes como escritores, tenían esta especie de alegría que hace que estén muy vivos todavía.
—En la quinta parte de ‘Montevideo’, la más intensa de la novela, decide ambientar en Bogotá el “infierno propio” que experimenta el narrador. ¿De dónde tomó la anécdota que describe allí, estuvo en Bogotá durante los años 80, época particularmente violenta para Colombia?
Por las circunstancias de lo que iba escribiendo, el narrador terminó entrando en una habitación única dentro de una exposición, donde habían asignado al igual que en el mundo real, una habitación solo para él, entonces ahí tuve que inventar qué era lo que encontraba el narrador en ese cuarto del que solo él tenía la llave. De hecho, yo tuve la llave única y fui a París, en la vida real, y con esa llave —que algunos amigos en Barcelona me querían quitar, porque querían ver primero lo que había en la habitación—, viajé allá y abrí la puerta y encontré una maleta roja que no pesaba nada. Entonces acudí a la puerta del fondo por si había otra habitación y encontraba algo más, pero estaba cerrada. Luego, la artista que la creó me dijo que estaría abierta a la semana siguiente y me quedé sin saberlo, porque ocurrió el atentado de Bataclan y nunca pude ir a comprobarlo, me he quedado para siempre con la curiosidad.
—La novela tiene una atmósfera bastante onírica, quizá provocada por todas las puertas que atraviesa el narrador, donde los cuartos reales se confunden con los de la ficción, incluso hay momentos en los que como lector no sabes si estás dentro de un sueño del narrador o en una de las ciudades que visita, ¿por qué decidió crear esta mezcla de sueño y vigilia?
Bueno, respondiendo esto termino de responder también la pregunta anterior. Pasa que el narrador entra en una mala jugada que le hace su amiga artista y escritora en París, todo ocurre dentro de una retrospectiva, donde piensa llevarle a una habitación única y hacerle vivir su propio infierno. En esa habitación el narrador escucha un coro grabado que le recuerda que está en el infierno porque le dice “estás en Bogotá”. Él se confunde porque esto sucede en París, aunque le digan que está en Bogotá. Ese es un Bogotá en París estando en Bogotá, el infierno particular de un escritor, que consiste en obligarle a escuchar todo lo que ha escrito y ha dicho en toda su vida; un infierno total que nadie podría soportar. Esa es la venganza de quien ha organizado todo, pero al mismo tiempo, el narrador tiene que buscar la salida de esa Bogotá que está en París —que se escribe desde Barcelona— y ahí encuentra una puerta nueva por la que escapar a través de su propio móvil que tiene una aplicación que aún no se conoce, y que le permite ver lo que verá en un lugar al día siguiente. Con esa aplicación ve otra puerta que existirá después. Todo esto efectivamente es mental. De hecho, la novela está escrita en Barcelona, pero yo diría que es como si la hubiera escrito toda entera en París, por eso va de París a París.
Por otra parte, en un momento determinado hay una situación resuelta muy bien técnicamente, en la cual él está en París, está en Bogotá y además está en Suiza, está en tres lugares al mismo tiempo, y eso fue algo que surgió a medida que escribía. Hay momentos paralelos en los que está en un sitio y en otro, se mueve por Bogotá y por Suiza al mismo tiempo. Esto también viene a ser como la búsqueda de la identidad, un viaje mental en el que poco importa el nombre del lugar donde estás, puedes decir que estás en Bogotá, pero puede ser que sea otro lugar. Así puedo romper esa exigencia que tiene a veces el género de la novela, que se quiere saber dónde está uno, pero el lugar en este caso está en cuatro sitios al mismo tiempo, evadiendo el hecho de que ocurra todo en un lugar concreto.
Para referirme a Bogotá me abracé a recuerdos de mi primer viaje a Colombia, porque he hecho muchos más después, pero ese sí fue infernal, una situación complicada y aterradora para mí, salir a la calle era realmente de peligroso, o visualmente tuve esa impresión, todo era muy desconcertante. El viaje fue en los 90, pero después he vuelto y he visto una Bogotá cambiada en este aspecto, pero yo escogí los recuerdos de terror, porque no había tenido miedo a otras ciudades que había visitado antes, fue ahí donde tuve una sensación de indefensión. Si te pasaba algo en la calle, no te podía defender nadie, recuerdo que los vigilantes de seguridad pertenecían a un comercio concreto, por lo que cada uno tenía la sensación de miedo, como el que se tuvo por ejemplo en Nueva York en alguna época.
Yo entiendo que desde Bogotá se inquieten por esto, pero no deja de ser un lugar elegido como cualquier otro para establecer lo que realmente es importante para la novela, es decir, recrear el infierno para el narrador, un infierno para los hombres creado por una mujer, en este sentido hay que entenderlo.
—¿Cómo surgió el motivo de la puerta, con el cuento de Julio Cortázar que menciona el narrador, o hubo un motivo más anecdótico?
Surgió de Cortázar, pero después descubrí que había una comunicación entre puertas de todo el mundo, y por lo tanto una conjura universal para asustar al narrador. Hasta entonces no había dado importancia a las puertas, por eso escribí esta novela. De hecho, ahora me preguntan: ¿ha traído alguna consecuencia para usted este libro? Puedo decir que de momento ha traído una consecuencia: cada vez que estoy en un hotel debido a la promoción del libro, me he sentido como un poco aterrado, temiendo por si acaso hay una puerta contigua en mi habitación. Y si encuentro una puerta contigua, empiezo a pensar debo mantenerla cerrarla, porque quizá me pase algo.
Y me pasó, en el primer hotel donde estuve de viaje por la promoción del libro. Recuerdo que entré y tiré la maleta sobre el sofá pensando que allí estaba la cama, pero la habitación era grande, luego fui al baño y cuando salí, en lugar de volver al sitio donde tiré la maleta, noté que había, a mano derecha, un pasillo muy largo que conducía a una puerta. Entonces pensé: “bueno, esto sí que me recuerda un libro, vamos a ver qué hay detrás de la puerta”. La intenté abrir con la idea de que estaba cerrada, eso era para mí mismo un teatro privado. Sin embargo, la puerta se abrió y entré a una habitación con una cama de matrimonio. Y creí en ese momento, aterrado, que había entrado a la habitación de unos recién casados que estaban en la habitación de al lado, hasta que me di cuenta que era la habitación para dormir dentro de la mía, tenía otra adentro. Incluso fotografié el pasillo para que todo el mundo me creyera que la habitación tenía un pasillo muy largo hasta otra habitación, no lo conté, pero creo que eso no pasaría si antes no hubiera escrito la novela.
—Más allá del cuento, Julio Cortázar es el genio tutelar de esta novela, ¿fue también casualidad?
Partí de allí y me fui recordando los libros que había leído de él, los que me habían interesado, que eran los cuentos y no tanto las novelas, pero también fue como ha ocurrido en otras novelas mías, en las que siempre ha habido una figura tutelar. Con Cortázar descubrí más paralelamente cosas que no sabía, por ejemplo, no sabía que él había vivido su infancia en Barcelona, había estado con su madre, eso lo desconocía por completo. Y también descubrí que algunos animales que aparecen de forma reiterada en el libro, que creía eran producto de mi imaginación, con asombro supe que Cortázar había trabajado mucho con los mismos animalillos, algo que me sorprendió mucho. Muchas veces he aprendido mucho de un autor al tiempo que escribo una novela, me alegra que en esta novela haya sido con Cortázar, porque es un escritor que me parece muy interesante por todo. Fue un teórico de la literatura en el sentido de que hizo experimentos con sus libros, el mismo personaje de ‘Rayuela’ es un crítico que forma parte de la novela y eso creo que fue una innovación en su momento. Cuando he terminado mi novela salí admirando más a Cortázar.
—Cada novela suya plantea una nueva teoría de la novela…
Eso se lo debo a un amigo ensayista que siempre me repetía que la literatura estaba acabada. En un principio tuvo mucho que ver con la idea de escribir ‘Bartleby y compañía’, de hacer un catálogo abreviado de los escritores que habían renunciado a escribir. Pero ya he reconocido que viene de más lejos, porque antes de conocer a este amigo, como cuenta el narrador de ‘Montevideo’; en reuniones con amigos hasta altas horas de la madrugada, cuando iba a despedirme, volvía sobre ellos y les decía: “por cierto, tengo que decir que yo he dejado de escribir”, y ello me decían “pero si tú no escribes”. Siempre me repetían lo mismo, “tú no escribes”, por lo que ya tenía la idea de dejar de escribir antes de escribir. Y al mismo tiempo, cuando escribo, también quiero dejar de escribir, y al revés, me muevo en las dos esferas. La intención: continuar escribiendo. Y la otra: renunciar a la escritura. Es como un movimiento pendular, siempre va a estar en un lado o en el otro, vivir o morir, y aprendí a moverme con esta disyuntiva.
Por otra parte, la idea de teorizar se debe a que conozco más a los escritores que a otros personajes, entonces me parece natural y siempre interesante saber lo que piensan, y trabajo con la intención de unir la literatura, la ficción y el pensamiento. Así que cuando voy a escribir, empiezo siempre como un ensayista —sin serlo—, y el ensayo acaba como una novela, así como en ‘Montevideo’, donde el narrador no quiere narrar y termina haciéndolo.
Y esta misma confrontación entre narración y ensayo, donde empieza hablando de la desaparición del sujeto en Occidente, que es un tema de ensayo pero con un narrador que quiere desaparecer, se convirtió en ‘Doctor Pasavento’. Siempre ha sido así, un poco soy más narrador que ensayista sin duda, pero el ensayista está allí, como lo están también los poetas o los ensayistas que son un mismo nombre, los poetas son responsables de su escritura, así como los ensayistas que exponen su pensamiento. Mientras que los novelistas podemos jugar con la ficción. Ese es el caso de mis narradores, ellas van cambiando de personalidad, incluso de síntomas, todos son diferentes; unos son muy inteligentes, otros menos, otros son tontos. Vivo este juego donde el autor en cuanto narra ya es otro.
En este sentido, a mí siempre me ha preocupado ser y no ser al escribir, continuar con la ilusión de hacer algo que considero importante. Por eso, creo que moriré con las botas puestas. No estoy dispuesto a renunciar a escribir mientras pueda. Se podría vivir como una gran desaparición, pero no como la de Robert Walser, sino como más americana, más ‘Con las botas puestas’, que era el título de una película americana, para mí es mejor así…
—Una desaparición muy rockera…
Sí claro, escribiendo o no haciéndolo, te mueres igual. Entonces lo haré escribiendo.
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