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El escritor caleño Juan Fernando Merino acaba de publicar su nuevo libro, ‘La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos’, una serie de relatos ingeniosos y divertidos, donde son los objetos mismos, salidos de la historia o de la ficción, quienes cuentan sus propias versiones de los hechos que los hicieron protagonistas. | Foto: Foto: Especial para El País

CUENTOS

Tres historias con narradores inauditos del escritor caleño Juan Fernando Merino

El escritor caleño Juan Fernando Merino acaba de publicar su nuevo libro, ‘La bufanda de Isadora y otros narradores inauditos’, una serie de relatos ingeniosos y divertidos, donde son los objetos mismos, salidos de la historia o de la ficción, quienes cuentan sus propias versiones de los hechos que los hicieron protagonistas.

17 de mayo de 2022 Por:  Juan Fernando Merino, especial para Gaceta

Reclamo

Por qué me habrá elegido a mí entre todos mis compañeros? ¿Qué habrá visto el caballero en mi alzada, apariencia o movimientos que no habían advertido ninguno de mis vecinos ni yo mismo para decidir que era un rival digno de su furibunda arremetida, con la que pasaríamos juntos a la historia por los siglos de los siglos?

¿Y por qué no me distinguió con un nombre?

Aquella tarde de primavera, como todas, me encontraba en aquel campo reposando y avizorando el horizonte, a la espera de que el viento de La Mancha me convocara a la tarea cotidiana, cuando de improviso, sin mediar palabra, aquel desaforado se abalanzó sobre mí lanza en ristre, a todo el galope de su caballo, y me embistió sin miramientos, propinando una lanzada a una de mis aspas, que en aquel momento se encontraba a media altura y no alcanzó a protegerme.

Pero quiso el azar que en aquel instante se levantara un tanto de brisa, otorgándome los bríos necesarios para defenderme de tan feroz ataque, de tal forma que con inusitado vigor hice pedazos la lanza, y al instante caballo y caballero fueron rodando muy maltrechos por el suelo.

No hubo otros testigos que mis mudos y atónitos colegas de molienda, los límpidos cielos de Criptana y un campesino bajo y rechoncho a lomos de un asno, quien acudió despavorido a auxiliar al derrotado. Nadie más… Pero con el paso del tiempo me han visitado en persona o en su imaginación millones y millones de admiradores de aquel enjuto y descabellado caballero, y un sinnúmero de ellos han querido describirme, dibujarme o pintarme, como jamás ha ocurrido con ninguno de mis congéneres a lo largo de los siglos.

Que así sea, lo acepto de buen talante. Y no pido para mí mayor retribución. Tan solo quisiera tener un nombre que me diferencie de mis vecinos de labores, que en el momento de los hechos eran una treintena y ahora pueden ser noventa o incluso un centenar.

Y toda la fama y la ganancia del célebre episodio del que fui protagonista victorioso para el agresor y su corcel.

¡Si tan solo antes de acometerme don Quijote de la Mancha hubiera alabado mi estampa, me hubiera retado o insultado, concediéndome así una identidad singular!

Si tan solo Cide Hamete Benengeli, el historiador arábigo que cuenta la historia, hubiese tenido la sapiencia de discernir que también los molinos de viento merecemos un nombre. Y un lugar propio en la historia.

El enemigo

Ahora, por fin, vuelvo a sentirme dichosa en mi pedestal.

No me ha gustado quejarme. Ni en mi existencia anterior ni en esta de piedra: no me quejo de la postura rígida y bastante incómoda que me confirió el escultor, del calor agobiante del mediodía o las ventiscas de la tarde, de las palomas que han blanqueado con sus heces buena parte de mi brazo derecho, la pierna extendida y hasta el rostro… Ni siquiera me quejo de los forasteros o los escolares ignorantes que no tienen idea de quién soy…, de quién fui… y del papel crucial que desempeñé en la liberación de aquel régimen nefasto.

Nunca tuve una queja. ¡Jamás!

Hasta que hizo su arribo el enemigo: una infausta mañana de agosto lo bajaron del camión, entre cinco individuos lo cargaron sobre su pedestal un poco más elevado que el mío y lo instalaron en el otro extremo de esta plaza, justo enfrente de mí. Sin posibilidad alguna de desviar la mirada un solo instante, es lo primero que veo cada día al abrir los ojos y lo último que debo padecer al cerrarlos (sí, las estatuas también dormimos y soñamos). ¡Y por si fuera poco es obra de mi mismo escultor!

Él, el falsario, el mendaz, el hipócrita, el combatiente que siempre me menospreció por ser mujer y quien en dos ocasiones traicionó nuestra causa… Si bien, con sus ardides habituales logró reivindicarse a última hora y reclamar victorias y logros que no le correspondían.

¡Maldito sea por siempre mi enemigo!

Pero la historia tiene maneras imprevistas de enmendar la plana y fue así como ayer durante la asonada de estudiantes, trabajadores e indígenas contra el actual gobierno, al identificarlo como representante de las mismas ideas espurias del primer ministro, lo derribaron a empellones y quedó partido en tres pedazos, a cual más grotesco.

Por fin vuelvo a sentirme dichosa en mi pedestal.
Pasará mucho tiempo antes de que lo traigan de nuevo.
Si es que vuelve…

Un otoño infinito

Supe que él era quien yo había esperado desde siempre en el primer instante que me tuvo entre sus brazos… Incluso antes de saber cómo sonaba su voz o de que él supiera cómo sonaban las mías. Cuando nos quedamos a solas en la salita auxiliar de aquella tienda donde me encontraba, en lugar de abordarme impetuosamente de buenas a primeras o incluso de asirme sin mediar palabra —como me había ocurrido en el pasado con tantos y tantos otros—, estuvo contemplándome larga, pensativamente, con un semblante primero de asombro, luego de comprensión profunda y por fin de alborozo, y solo entonces procedió a palparme, a recorrer toda mi superficie, con tal sutileza que jamás habría podido anticipar el vigor que poseían aquellas manos ni la vehemencia de los movimientos que compartiríamos una vez que pasáramos a ser el uno del otro, el uno en el otro.

Solo después de recorrerme por completo, sin dejar de lado una sola curva o un solo recodo, con los ojos relucientes y los labios levemente contraídos, ahora de pie y con la pierna derecha flexionada sobre una silla baja, me colocó sobre sus rodillas y llevó mis fuelles hasta el último confín posible, acomodando sus manos en mis costados. Lenta, ondulante, ardorosamente, empezaron a brotar de mi interior los primeros compases de Otoño porteño.

Muy contadas veces me sería dado experimentar tanto gozo y tanto dolor al mismo tiempo. Comprendí hasta el fondo de mi esencia que aquel era el inicio o el final de algo. Daba igual. Por fin nos habíamos encontrado.

Y en seguida, todavía con sus ojos entrecerrados, aun antes de que se apagasen los últimos ecos de aquel otoño imperecedero, me convocó a acompañarlo en Persecuta, que con el tiempo se convertiría en una de nuestras tonadas favoritas de todos los tiempos.

Así pasó. Astor Pantaleón Piazzolla y yo no volveríamos a separarnos.


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