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TATUAJES

Una apología del tatuaje: el escritor Jaír Villano reflexiona sobre esta expresión corporal

El tatuaje es un estilo de vida: una manera de identificarse, y ser identificado en sociedad, ya no solo de tribus urbanas, de nómadas, de marginales, sino de personas que ejercen el poder sobre su corporeidad.

10 de abril de 2023 Por:  Jaír Villano, especial para El País
"Al pertenecer a la personalidad del individuo el tattoo no debería suscitar explicaciones, pero muchas veces el deseo de libertad reprimida genera rechazo ante quienes se privan de su uso". Jaír Villano. | Foto: Imagen: 123RF

Reducir el tatuaje a un asunto estético es mezquino. Comienza por ahí, pero va más allá de eso: hay un inequívoco vínculo con el lugar donde se impregnan sus formas: la piel. De esta forma, tatuarse es interactuar con el cuerpo, sentirlo, reconocerlo, dominarlo y también exhibirlo.

Foucault sabía que a través del cuerpo se ha ejercido la dominación. La biopolítica es la coerción del cuerpo, su retención, su censura. El tattoo, así las cosas, es una expresión de libertad y desenfado con las múltiples técnicas con las cuales los dispositivos han sometido al individuo. Es un ejercicio del dominio sobre sí mismo en tanto se ejerce el poder sobre sí, esto es, se manda, se orienta y se adecúan los trazos deseados.

Desde luego que las maneras de expresión difieren de acuerdo a los sujetos, y que al vivir en una sociedad de paradigmas neoliberales estamos abocados a la mercantilización de la existencia. De manera que incluso aquello que suponemos libre está viciado por un dispositivo que vende, mercantiliza; o en suma: promueve el consumo.

Sin duda, los cuerpos tatuados son cuerpos de consumo en tanto son exhibidos. En la libertad subyace vanidad y narcisismo, y para esto conviene leer la manera en que el hombre dinamita habla de la muerte de la verdad, de la desvalorización de los valores supremos, de la moralina, y de todo aquello que el übermensch está en capacidad de adoptar como su estética existencial.

“Vanidad de vanidades; todo es vanidad”, dice el Eclesiastés.

En cualquier caso, sería obtuso pensar que lo uno demerita lo otro, pues el tatuaje no solo es manifestación del sujeto sobre sí mismo en su área corporal, también es relación con el dolor.

El dolor atraviesa la existencia. Es un imperativo de la vida. “Es una de esas llaves con las que abrimos las puertas del mundo”, como dice Jünger. Hoy, no obstante, hay un enmudecimiento del dolor: la búsqueda insaciable de la felicidad obstaculiza los tránsitos existenciales en los cuales el sujeto tiene que vérselas con el sufrimiento. Las fórmulas de ataraxia, las recetas de optimismo y en general la psicología de la complacencia impiden el diálogo que el ser necesita para aliviar su estancia en el mundo. El dolor, de esta manera, es expulsado, pero con ello no se detiene su marcha.

Hoy sufrimos más por menos. Hoy sufrimos por el incumplimiento de ideales de los que nadie nos habló. Vedar el dolor es fomentar más dolor. Es cosificarlo, esto es: hacerlo mercancía, producto. Esto explica por qué la industria farmacéutica promete un “efectivo alivio del dolor”, y en cambio no hay una interacción metafísica del individuo.

El tatuaje es dolor reflejado en el cuerpo. Es un encuentro que el sujeto establece con su dolor: otra manera de conocerlo, de buscarlo, de presentirlo, de asirlo, puesto que no es intempestivo, todo lo contrario: es anhelado, premeditado, exigido. Quien se tatúa no solo busca una marca en su corporeidad, también reconoce ese lugar a través del dolor generado.

Algunas partes del cuerpo solo las podemos reconocer a través del dolor. Las obviamos tanto que terminamos por olvidarlas. Es por eso que siento dolor en tanto existo, existo en tanto siento dolor.

«Dices “yo” y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer, —tu cuerpo y su gran razón: esa no dice yo, pero hace yo», nos enseña Zarathustra.

El cuerpo hace yo, un yo que ha devenido después del reconocimiento ontológico de uno por sí mismo, al estar el tatuaje impregnado en la piel el yo es configurado por quien establece sus trazos. Somos un azar que altera el sereno devenir de la nada, no elegimos nacer, mucho menos nuestras formas: el tattoo, en ese sentido, es elección, decisión, poder sobre sí de quien configura las imágenes que quiere llevar en una anatomía no elegida.

En uno de sus lúcidos aforismos, Emil Cioran dice: “nosotros olvidamos al cuerpo, pero el cuerpo no nos olvida a nosotros”. Los tatuajes son una marca que genera memoria, que se cierne en un para siempre no eterno sobre un yo que ha decidido, es una obra en presente que habla de un pasado: un antes, el antes de un yo, de alguien que relata a través de los signos que refleja.

El tatuaje es también un estilo de vida: una manera de identificarse, y ser identificado en sociedad, ya no solo de tribus urbanas, de nómadas, de marginales, de “anormales” (para volver al francés), sino de personas que ejercen el poder sobre su corporeidad.

Al pertenecer a la personalidad del individuo el tattoo no debería suscitar explicaciones, pero muchas veces el deseo de libertad reprimida genera rechazo ante quienes se privan de su uso.

La superioridad moral con que hablan las generaciones de otras generaciones contribuye en su estigmatización, como si todo se redujera a una tendencia mediática, como si el filósofo que avizoró la enfermedad del siglo presente (nihilismo) no hubiera advertido la decadence, como si se tratara de una moda. Y no de una praxis de la subjetivación del yo en una muchedumbre sometida a toda clase de informaciones y de ruidos.

Zarathustra, el primer inmoralista, tuvo muy presente lo axial que es considerar el cuerpo: “Detrás de tus pensamientos y sentimientos, hermano mío, se encuentra un soberano poderoso, un sabio desconocido— llámase sí-mismo. En tu cuerpo habita, es tu cuerpo”.

Tatuarse es un proceder delante y detrás del sí mismo. Tatuarse es ser sobre el cuerpo.

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