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El último violinista del Patía

Tras una generación dorada de violinistas, el Patía se enfrentó a quedarse sin nadie que tocara este instrumento. José Lorenzo Solarte propició su rescate.

18 de septiembre de 2023 Por: Redacción El País
José Lorenzo Solarte tiene 65 años. “El Patía no podría quedarse sin un violinista, no podía morir esta tradición”, dice.
José Lorenzo Solarte tiene 65 años. “El Patía no podría quedarse sin un violinista, no podía morir esta tradición”, dice. | Foto: Fotos: Ángela Trujillo y Edward Lora.

Por: Gustavo Molina - Especial para El País

Los violines tienen alma, comenta José Lorenzo Solarte, de 65 años. -Es un palo que atraviesa al instrumento y le da sonoridad-, lo dice mientras toca un acorde. -Si el alma se cae, suena muy bajo-, replica tras tocar nuevamente su violín, pero más suave, procurando que no produzca un sonido alto.

El violín se había convertido en un fantasma en el Patía (Cauca), de donde proviene el músico. El último violinista, como lo denomina Solarte, murió en 2005. Luego de haber tenido una generación dorada de violinistas, ninguno de ellos transmitió esos conocimientos.

El recuerdo de los acordes de este instrumento quedaron enterrados con sus tíos, su padre y ‘el último violinista’, con el que compartió en la agrupación Las Canta’oras del Patía.

Entonces, los habitantes de esa región se enfrentaron a la realidad: ya no había violinistas. Todos se esfumaron, como una ráfaga de viento que mueve la arena de las manos. En ese entonces, Solarte tenía 47 años y llevaba un año de haber perdido la visión porque el glaucoma lo atacó.

Para la comunidad del Patía, el violín caucano es ese símbolo de resistencia que surgió hace más de 300 años, cuando en ese entonces los esclavos negros adaptaron el violín clásico a uno hecho con materiales autóctonos como la guadua.

José Lorenzo Solarte aprendió a tocar instrumentos de manera empírica, debido a la falta de oportunidades educativas.
José Lorenzo Solarte aprendió a tocar instrumentos de manera empírica, debido a la falta de oportunidades educativas. | Foto: Fotos: Ángela Trujillo y Edward Lora.

Engranaje

Como en una parte de su vida se dedicó a la carpintería, junto a un vecino se decidieron a crear un violín. Lo hicieron con mucho esfuerzo y cuando lo terminaron, se enfrentaron al dilema de quién lo tocaría.

Solarte alzó la voz. Sería él quien se encargaría de revivir este instrumento. Recordó su infancia, cuando iba a ver agrupaciones y observaba cómo los músicos ponían sus manos en el violín y las cuerdas, pero también recordaba que su padre y sus tíos no le enseñaron.

— Siempre fueron muy ariscos con sus violines. No me dejaban tocarlo—, rememora. Su padre y familiares decían que ‘domar’ el violín y conocerlo era complicado, por lo que eran celosos con su aprendizaje. Entonces tuvo que aprender a hacerlo con base a lo que habitaba en su memoria. Practicó palmo a palmo, conociendo el violín en medio de la oscuridad.

Su mayor reto era saber afinarlo. Como no conocía nada de la academia, lo hizo de manera empírica, como si se tratara de una guitarra y tardó varios años en lograr conocer a la perfección el violín. —No podía morir esta tradición. El Patía no podía quedarse sin un violinista—, asegura.

La carpintería y la música

De pequeño no pensó en tocar un violín. Sabía de la belleza de su sonido, pero también lo complicado que sería aprenderlo. Entonces, como conocía de carpintería y no tenía recursos económicos, lo más simple para estar cerca de la música era hacer sus propios instrumentos.

Construyó guitarras, bajos y requintos. Las cuerdas eran lo más complicado de conseguir y las buscaba en las presentaciones, cuando a algún músico se le rompía la suya y la tiraba al suelo, como si fuera basura.

Él soñaba con ese momento en el que la cuerda no aguantaba más y dejaba de existir para el músico que la poseía. Algo tan fácil como tomarla, desecharla y olvidarla; para Solarte ese olvido era el tesoro que tardaba semanas o meses en llegar y que le daba vida a la madera que él daba forma, pero que poco conocía de melodías.

Y si las semanas y meses pasaban sin tener suerte, su última opción era el crin de caballo. Lo importante era que sus dedos rozaran los intentos de cuerdas y produjeran un sonido, el que sea que fuera, aunque no estuviese afinado.

Tiempo después tuvo que recurrir a un plan alternativo para su vida. La música, pese a ser su motor, no era lo suficiente. Entonces partió del Patía en busca de mejores oportunidades. Primero llegó a Palmira, donde no había mucho trabajo en ese entonces.

Su segunda parada fue en Cali, donde ejerció de carpintero por 12 años. El dinero que ganaba lo dividía entre lo necesario para subsistir y una parte para su madre. Ella, en el Patía, se encargaba de comprarle una guitarra con esos ahorros.

Pero la vida, en ocasiones, regresa a sus orígenes. Solarte tuvo que volver al municipio del Bordo porque su situación económica se había complicado. Estando en su tierra se integró a las Canta’oras del Patía, en la que conoció a José Parmenio Oliveros, a quien se conoció años más tarde como el último violinista.

Cuando falleció, el sonido del violín no retumbó más por un tiempo. Todos pensaron que había muerto esa costumbre y poco creían que Solarte, tras sufrir de glaucoma, pudiese aprender.

José Lorenzo Solarte vivió varios años en Cali siendo carpintero, pero por la situación económica tuvo que regresar al Cauca.
José Lorenzo Solarte vivió varios años en Cali siendo carpintero, pero por la situación económica tuvo que regresar al Cauca. | Foto: Fotos: Ángela Trujillo y Edward Lora.

Romper la historia

El primer paso era construir un violín, el cual hizo de totumo junto a su vecino. El segundo paso era reconocerlo, saber exactamente cada punto del instrumento, como un astronauta conoce las constelaciones.

De esta manera se dedicó, durante meses, a aprender a tocarlo. Su prueba de fuego era en el parque del Patía. Los habitantes estaban expectantes y entonces empezó el ritual: Solarte acomodó la barbada del violín sobre su pecho, el arco en su mano derecha y las cuerdas del instrumento en su mano izquierda. Las notas que tocó se mezclaron en el aire. Hubo euforia, después de tanto tiempo.

Pero el mayor reto no era solamente aprenderlo. Ahora él se había convertido en el último violinista del Patía y su misión fue clara: aprender para retransmitir. Tenía que romper la historia.

Entonces le encargaron la misión de enseñarle a 25 niños y niñas con tres violines. Solarte pasó días enteros pensando en cómo lograrlo, sobre todo después de que a uno de los instrumentos se le quebró el alma y ya no sonaba. Entonces llegó la idea: de un centímetro de cinta de enmascarar sacó tres tiras, las cuales emulaban las de un violín.

Con esto le enseñó a los pequeños sobre cómo manejar el dedo índice y anular, vitales para tocar el instrumento. Tras dos meses de clases, decidió llevarlos al parque, como cuando él se presentó.

— Fue increíble. La gente no podía creer que en dos meses se hubiera rescatado el violín. Incluso, en 2019 vinimos al Petronito y se presentaron. Los escuché y me emocionó la euforia de la gente— reconoce.

El éxtasis llegó al punto que desde la Universidad del Cauca viajaron músicos profesionales hasta el Patía para escuchar su violín.

— Cuando toqué, me aplaudieron y luego uno de los violinistas me pidió mi instrumento para tocarlo. No le sonó. Me pidió que si lo podía afinar de manera académica y accedí. Cuando terminó, me preguntó si lo desafinaba y le dije que ni lo pensara (risas). Por eso me tocó volver a aprender a afinar mi violín (risas).

Las Cantaoras del Patía es uno de los grupos de mayor trayectoria y reconocimiento en el Festival de Música Petronio Álvarez.
Las Cantaoras del Patía es uno de los grupos de mayor trayectoria y reconocimiento en el Festival de Música Petronio Álvarez. | Foto: Fotos: Ángela Trujillo y Edward Lora.

Después de la euforia

Los recuerdos llegan en cascada, mientras Solarte, sentado detrás del escenario del Festival de Música del Pacífico Petronio Álvarez, acaricia su pelo teñido de plata. Se presentó el pasado 16 de agosto junto a las Canta’oras del Patía. Sus anécdotas son música; historias envueltas en melodías.

— La música representa un símbolo de alegría. Te engrandece porque aprendes, pero hay que dejar los orgullos de lado. También esa es una lección: la música existirá independiente de quiénes estemos aquí—, dice, mientras sostiene el estuche negro de su violín entre sus piernas.

Los 12 músicos de la agrupación son esa representación de lo intangible: las incontables historias para estar parados en la tarima del festival afro más grande del continente, los aprendizajes empíricos, los instrumentos hechos en totumo y guadua, forjados por sus propias manos.

Al final, después de la euforia, quedan los días raros; los rastros de los recuerdos y los sonidos que lo acompañan. Solarte seguirá contando sobre el alma del violín y la interminable espera para conseguir una cuerda; que su padre y sus tíos no le enseñaron sobre los misterios al tocar y que el último violinista del Patía murió en 2005.

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