Colombia, qué puedo decir de ti Colombia. He recorrido tus trochas. Estás atravesada por tres cordilleras.
Tu paisaje está bañado por ríos, grandes y pequeños, encajados entre dos océanos. Las costas, bosques y selvas,
páramos y peñascos, valles y nieves perpetuas son acompañamiento habitual de cualquier viajero que recorra Colombia.
Subiendo por los bosques he visto los colores de los colibríes. Me detienen con su vuelo. Van hacia delante.
O hacia atrás. Vuelan sin volar. Sus colores son mágicos. Igual de mágicos que los colores del cielo.
He visto amaneceres en Cerro Kennedy en la Sierra Nevada de Santa Marta y escuchado al Pueblo Kogi hablar de
la organización del mundo. Siempre usan ropa blanca. Para ellos representa la pureza. La pureza de la naturaleza
Kogi en su lenguaje significa Jaguar. Su cultura ha continuado desde la era precolombina. Viven en pueblos llamados
Kuibolos. Arahuacos, Wiwas, Kogis y Kankuamos. Descendientes de los Tairona. La Sierra que guardan fue declarada
Reserva de la Biósfera por la Unesco en 1979 por ser la formación montañosa litoral más elevada del mundo.
Y hablaré del Pueblo Kankuamo, con sus esfuerzos por recuperar su lengua perdida. Sus tradiciones me maravillaron.
Sus kukambas, danzas de negros y diablos. Me abrieron las puertas para entenderlos mejor, y algunos, su amistad.
Roban flores en la noche para decorar sus sombreros.
Y aquí hago un inciso. Para dar un saludo a los cielos para el Investigador Cultural y Docente de Uniatlántico,
Jairo Enrique Soto, quien falleció de un infarto el mismo día que iba a darnos una charla sobre el Carnaval.
Jairo y yo viajamos juntos. Parte de mi amor por la antropología pudo venir de él. Su pasión por su Colombia,
que creo en parte me la quedé yo. Jairo y yo hablábamos de hacer un libro. Nunca se pudo.
Pero lo hice yo por los dos. Ya se publicó y se llama El Corpus Christi en Atánquez. La Fiesta del Sol del Pueblo Kankuamo,
con un prólogo del antropólogo Wade Davis.
Tradiciones y mezclas. Como el Carnaval de Barranquilla. Clara fusión de tres mundos: el indígena, el africano
y el español. Los barranquilleros me abrieron las puertas. Muchos artesanos me brindaron su amistad, su conocimiento,
y algunos, hasta sus máscaras. Las que, por cierto, colecciono y guardo con cariño. Mis pasos por la ciudad me enseñaron
a entender mejor qué es el Carnaval. Es más que baile y color. Es familia. Es tradición. Es arte. Es orgullo. Quien
lo vive es quien lo goza. Eso dicen. Lo pude ver. Expresiones del Caribe colombiano; del Río Grande de la Magdalena;
del pueblo barranquillero. Reina del Carnaval. Reina Popular.
Los vientos me llevaron a Valledupar. Ya recuerdo. Los viajes del viento de Ciro Guerra incrustaron en mi mente los
paisajes de Colombia. Llegué a estrechar la mano de Beto Murgas y aprendí con él sobre la historia del acordeón.
Un desconocido para mí. No Beto Murgas, sino el acordeón. Y salí amando el vallenato. Porque el que no vuela no sube.
Porque si no vuela no llega allá . Y ahora recuerdo a Jaime Molina. ¡Ay hombe!.Allí vivía un conocido cacique, llamado
Upar. Es por eso que lo llamamos Valle de Upar. Y desde entonces me pregunto qué comen en Patillal. Con el polvo del
camino parecen hacer poesías al hablar. Y aún recuerdo la risa de Andrés, uno de los niños del Turco Gil. La vida no
le dio visión, pero le compensó con talento y carisma. Vi caer lágrimas de alegría de quienes los oían cantar. Esas
lágrimas de agua salada. Como el mar.
Caribe o Pacífico. ¿Cuál me gusta más? Con sus flamencos. Sus paisajes cuasi lunares donde las rancherías le recuerdan
a uno que no está en la Luna. Y después está el mar Caribe. Solitario. Constante. Como los Wayú. Conversé con varios
Piachis. Los vi danzar la Yonna. Un rojo pasión contrastando con la sequedad del paisaje. Y las olas. Como las olas
de la imaginación que me regresan al Pacífico. En Gorgona sujeté una muestra de Chicxulub, el asteroide de 35 kms que
acabó con los dinosaurios. Así consideran a los mayores en muchos lugares. En Cali reviven la juventud bailando en las viejotecas.
Y hablando de olas. Las que cubren los ballenatos en ciertas épocas del año en el Pacífico colombiano.
La geografía terrestre y submarina las protege en Bahía Solano. Recuerdo rasgar mis pantalones por completo,
caminando por la reserva del Rio Mecana. Un calor intenso en el Chocó. Recuerdo las sonrisas de los niños.
El color de los trajes. Los ritmos afro-colombianos.
Y quien oye hablar de ritmo piensa en Cali. “Cali pachanguero”, dicen algunos. Otros, “Cali es Cali, lo demás es loma”.
El movimiento de los pies se torna arte. Aunque tengo mis dudas sobre comer chontaduros con miel. Sigo prefiriendo los fríjoles y el chicharrón.
Y quién no ha oído hablar del 18. Sí, el 18. Por la carretera a Buenaventura. Porque está la nueva y la vieja. Conozco las dos.
Una pasa por Anchicayá, el vaivén del camino recuerda las oscilaciones acompasadas del merengue. Pero, mira vé… El esfuerzo merece la pena.
Cali, capital del mundo de la salsa. ¿Y de las aves también? Aves, dicen algunos. ¿Y eso qué es? Mensajeras del destino. Polinizadores en ocasiones,
junto a los murciélagos y las abejas. No, no es verdad. Cali no es la capital de las aves. Es una de las muchas que tiene Colombia.
Allí donde uno mira las aves nos saludan desde el cielo. Vuelan al ritmo de la cumbia, del mapa, del joropo, del zambuco o del sanjuanero.
Ese sanjuanero que suena a mediados de año.
De fondo, el conservatorio, donde por cierto no me dejaron acceder a fotografiar para mi proyecto Mundo de Bailes (World of Dances).
Pero ante un no, uno sigue. Y ante el siguiente no, sigue también. Si uno se cae, se levanta. Como levanta el aroma del café.
Les invito a acompañarme en esta nueva serie, donde con la mejor de las intenciones y mi total respeto
por los colombianos trataremos de ahondar en la verdadera esencia de Colombia, una esencia berraca.
Porque muchas veces los árboles no nos dejan ver el bosque.