ESCOLTA
¿Cómo es trabajar de mercenario?: un colombiano nos lo contó
Giovanni Gallo fue parte de un grupo de colombianos contratados por Blackwater para trabajar en Irak y Afganistán. Actualmente defiende los derechos de los escoltas a nivel nacional.
El 5 de diciembre de 2006 Giovanni Alexander Gallo Montenegro recibió una llamada que había esperado durante tres meses. En ella, le informaron que tenía que estar listo porque en cuestión de horas un vuelo desde el Aeropuerto El Dorado lo llevaría junto a 26 colombianos más rumbo a Irak. Su misión: brindar seguridad al personal de las instalaciones del Departamento de Estado de los Estados Unidos en Bagdad, Irak.
Giovanni es de Barranquilla y hoy tiene 48 años. Antes de sumergirse en el conflicto armado de Medio Oriente trabajó como escolta. Su abuelo, su padre y sus dos hermanos fueron policías. Incluso, un tatarabuelo suyo fue coronel de esta fuerza estatal.
Sin embargo, decidió educarse en salud primero. Se formó como enfermero técnico en el SENA, para después prestar servicios ocho años entre el Hospital Mental Departamental y en el Hospital General de Barranquilla.
Pero pronto quiso tomar el camino de la familia. A diferencia de ellos, prefirió aprender a ser escolta profesional. Un proceso que lo llevó a pasar por academias como Abserforin y Pentágono Escort Security, entre otras. Así, para el año 2001 ya estaba a cargo de la vigilancia y seguridad de diferentes personalidades en Bogotá.
Ambos conocimientos le fueron útiles para aplicar a la convocatoria que marcaría su vida para siempre. La empresa ID Systems en Colombia, por intermedio de Greystone Limited, buscaba colombianos que protegieran la embajada norteamericana, en la que alguna vez fue cuna de la civilización. Un reclutamiento hecho con el aval y el control del gobierno de EE.UU.
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Vale la pena recordar que la filial de Blackwater Worldwide por fuera de Estados Unidos era Greystone y esta compañía contrató a ID Systems en Colombia. “Era una convocatoria semiabierta, en la que se entraba por recomendación. Había que tener una condición médica y física excelente, y superar filtros en los que nos pusieron a prueba. Tests de Cooper, disparo de fusil, escopeta y entrenamientos con pistolas Glock. Por último, una prueba en la que nos tiraron gas pimienta”, recuerda Giovanni de esa preparación, entre julio y agosto de 2006.
Como resultado, un grupo de 26 colombianos calificó para viajar. Un equipo conformado por ex integrantes del Ejército, Fuerza Aérea, Armada, DAS, ex-policías y escoltas. Y fue un 7 de diciembre de 2006, dos días antes de haber sido avisados oficialmente, que volaron hacia el desierto iraquí.
Tras un largo viaje con escalas en Caracas, Frankfurt y Amán (Jordania), la capital iraquí los recibió sin tiempo para darse un descanso. El avión de la aerolínea comercial Royal Jordanian que los transportó tuvo que descender en espiral hasta encontrar la posición ideal para conectar con la pista de aterrizaje. Una maniobra que era usual con el fin de evitar ataques.
Una vez en tierra, Giovanni y los demás colombianos pasaron migración en segundos. En la zona externa del aeropuerto, donde los esperaban los americanos, recuerda que les fueron entregados chalecos antibalas y fusiles M-4. Tres mambas -vehículos militares blindados- los aguardaban para subir y cruzar la única vía que une el aeropuerto con la ciudad de Bagdad.
“Al llegar al campamento nos tocó prestar turno inmediatamente reemplazando a otro grupo que salía del país. Nuestra función era totalmente defensiva, éramos el último anillo de seguridad de las oficinas y el personal del Departamento de Estado americano”, explica Giovanni, quien tenía 33 años cuando se movilizó a Irak.
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La dureza del enfrentamiento contra el sectarismo que se había reproducido en la región, donde militaban redes terroristas como Al-Qaeda, tuvo su auge en los meses siguientes de enero y febrero. Durante turnos de seis horas estos colombianos tenían que afrontar los ataques con mortero que llegaban desde el otro lado del Eufrates, río que los separaba territorialmente de los musulmanes.
“Ellos tenían un plan de desgaste. Atacaban a cada hora para no dejarnos dormir. A veces lo hacían en cualquier momento aprovechando las tormentas de arena que se levantaban, para impedir ser vistos”, relata Giovanni, cuyos horarios de vigilancia rondaban entre las 7:00 de la mañana y 1:00 de la tarde o desde las 7:00 de la noche hasta la 1:00 de la madrugada.
Por su trabajo, Giovanni y sus compañeros colombianos ganaban algo cercano a 1000 dólares mensuales por ese entonces. Una cantidad superior a lo que podrían haber ganado si se quedaban en su país, aunque lejana a los 15.000 dólares que un norteamericano podía recibir.
Para Giovanni, la mano de obra barata es una de las principales razones que explican el por qué se contratan tantos mercenarios colombianos alrededor del mundo: “A un colombiano nunca le van a pagar igual que a un alemán o a un británico”, asegura.
Tanto es así que aún no se olvida de una portada que la Revista Semana publicó en referencia a 35 exmilitares colombianos que habían llegado 6 meses antes a Bagdad con la misma empresa contratista y que denunciaban engaños en sus pagos. Inconformidad que él no padeció.
“Nos daban todo. Ropa, alimentación, servicio médico, todo era excelente. Había un grado muy alto de confianza. Si me pidieran volver a ser mercenario diría que sí. No cometimos ningún tipo de magnicidio y desarrollamos una labor de seguridad que era necesaria”, afirma.
Una vez al año, Giovanni volvía a su hogar, donde lo esperaban su esposa y sus dos hijas, a quienes había dejado con 4 y 5 años. Todos los días se comunicaban por llamadas o messenger.
Confrontaciones día y noche
A mediados del año 2008, Giovanni acató una orden que lo mandó a 2284 kilómetros de Bagdad. En Kabul, Afganistán, también tuvo que cumplir con funciones de seguridad para la Embajada estadounidense.
Fueron confrontaciones de día y noche. En algunas estuvo más cerca de las consecuencias mortales de la inmolación de iraquíes que activaban chalecos-bomba en sus pechos. Como la ocasión en que ingresó a la zona donde se sacaba el ID (carnet de identificación como escolta del gobierno de EEUU) porque se le había vencido “y al rato me enteré que allí ingresó un terrorista que activó su chaleco antibomba, produciendo muertos y heridos”.
Las imágenes más impresionantes que quedaron en su mente ocurrieron en los momentos posteriores a un ataque en un campamento llamado Camp Taylor. Allí, un mortero cayó encima de un soldado nepalés, fulminando su cuerpo, quedando solo los huesos de los pies en las botas.
En contraste con mercenarios de otras nacionalidades que trabajaban en zonas rojas (de peligro), la labor de Giovanni era estática. Esto quiere decir que no estaba autorizado para atacar, a no ser que estuviera ante una amenaza. Un disparo fuera de control podía ser su tiquete de regreso a Colombia.
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En cuanto a la situación de los mercenarios colombianos en Haití que puso a Colombia en el ojo del huracán, Giovanni piensa que fueron engañados: “Estoy seguro de que no sabían que iban a perpetrar el asesinato del presidente. Tengo entendido que les tocó comprar los equipos cuando en un contrato serio a uno no le piden ni un solo peso”, comenta.
Tras dos años en Oriente Medio, a finales de 2008 regresó a Colombia. Instalado en el país, se dio el tiempo para estudiar y graduarse de abogado e hizo una especialización en Derecho Constitucional y Administrativo.
Hoy es el presidente de la Asociación Nacional de Trabajadores de la Seguridad, uno de los sindicatos de escoltas más grandes del país. Ahí intenta defender los derechos de los trabajadores de este campo.
En el sentido estricto de la palabra, es decir, luchar a cambio de una retribución económica sin motivaciones ideológicas, Giovanni admite haber sido mercenario. No obstante, se distancia de los que están al servicio de organizaciones delincuenciales. “Esos son asesinos. Personas que pueden llegar a torturar, a hacer desapariciones y que son llevados a otro país para infundir miedo o entrenar grupos locales para operaciones clandestinas, en ningún momento legales”, señala.
Al preguntársele sobre las secuelas psicológicas que le dejó su participación en la guerra de Oriente Medio, dice que solo experimentó un poco de estrés. Otros compañeros, a diferencia, luchan con dificultades para conciliar el sueño. Pero de lo que sí está seguro es que a todos les cambió el carácter para el resto de sus vidas.
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