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Así llegan vientos de paz a los habitantes de El Cerrito, en la cima del Valle

Desde el corazón de la cordillera Central, los otrora víctimas del conflicto siembran las semillas de un país en calma.

10 de junio de 2017 Por: Andrés Felipe Martínez González / Reportero de El País
El Lago Negro, en el Páramo de Las Hermosas, hace parte del proyecto de conservación ecológica y turismo de naturaleza que revive hoy la esperanza de una comunidad hastiada de la violencia y con la convicción de empezar a construir el país del posconflicto. | Foto: Armando Rojas / Especial para El País

En el gusto amargo de un café servido en porcelana, en el viento ardido buscando los sonidos de la montaña, en el verde, en la brizna, ahí es donde nace el cándido amor de los que viven de la tierra, es ahí donde hoy se siembra un nuevo sol para los habitantes del complejo Las Hermosas, en el centro del Valle, quienes ahora recogen los tristes pasos que los llevaron a huir y levantan la mira da sobre el polvo del conflicto.

Lo hacen a través de un programa conjunto entre el Instituto Humboldt, la Universidad Autónoma de Occidente y la CVC, que pretende realizar campañas de conservación ecológica en esta región, límite entre el Valle y el Tolima, y explorar las posibilidades de hacer de este paraíso un destino de turismo responsable.

En dicho sueño se han embarcado las familias de este lugar, especialmente las circundantes al Páramo Las Domínguez; una pradera de frailejones alegres y de cañones abismales, escoltas de una gota caída del cielo nombrada Lago Negro, donde se baña el viento antes de entrar a las colinas.

El propósito de investigadores y familias del sector es proteger esos encantos de los que han vivido durante tantos años y que no quieren volver a dejar, atrayendo también a los turistas ‘verdes’, y dándole un empujón a la economía de la región.

El Páramo Las Domínguez, en El Cerrito, hace parte del Complejo Las Hermosas, que comprende cerca de 12 páramos entre el Valle y el Tolima.

“Los páramos producen el agua de las grandes ciudades: si no hay páramos, no hay agua; y si no hay agua, no hay vida. Son territorios muy frágiles, que necesitan protección”, dice Germán Morales, director del proyecto de Plan de Turismo y Naturaleza del Páramo de Las Domínguez.

Morales, quien además es docente de Extensión de la Universidad Autónoma de Occidente, señala la oportunidad que tiene esta región actualmente: “todos los páramos de nuestro departamento estuvieron ocupados por mucho tiempo por los actores armados, ahora que estos se han ido, empiezan a quedar espacios para el turismo y la investigación”.

Los protagonistas de este proyecto son familias de tez curtida al sol de la neblina, que habitan en la zona rural de Buga y El Cerrito. Allá donde la cordillera alcanza los 4000 metros sobre el nivel del mar y a donde arrojó la fe a decenas de agricultores y ganaderos, del Valle y de otros pueblos, que buscaron dónde echar raíces alrededor de los años 50.

Encumbrados en la inmensidad del macizo vallecaucano, viendo de soslayo al Tolima, los corazones de este enamorado pueblo respiran en los últimos meses soplos de paz y de alivio. Respiran sabiendo que la intransigente guerra ha terminado para ellos, que el canto de las mirlas ya no es interrumpido por las balas y que ahora del arado prepara la tierra solo para sembrar calma.

Esta región ha sido azotada históricamente por el conflicto armado entre las Farc y Ejército Nacional. Además fue usada para el cultivo de amapola.

El proyecto de conservación y ecoturismo se encuentra en fase exploratoria, en la que se busca identificar los mayores atractivos de dicho ecosistema, se realiza un censo de las bondades de fauna y flora, y se buscan las condiciones necesarias de hospedaje y alimentación.

Dicha labor no tendrá ningún obstáculo, pues este es un pueblo encantado por la altura, con sabor a páramo, y que cobija al Parque Natural de Las Hermosas, una de las maravillas de la geografía colombiana.

“Esta tierra es la vida mía, es el legado de mi padre. Aquí se ve palpable la creación de Dios” , dice Gladys Giraldo, miembro de una numerosa familia en la vereda El Rosario. En sus pasos, en su mirada, se distinguen visos de recuerdos tristes,yen su discurso la historia repetida de una Colombia rural hastiada del conflicto. “Fueron tiempos muy difíciles”, dice, mientras que narra un pasado que los habitantes de estas tierras quieren superar.

Es el mismo sentimiento de Gustavo Mesa, otro latifundista de la región,que tuvo que abandonar los últimos tres años su cultivo, su ganado, huyendo del dolor y buscando un lugar seguro para los suyos.

“El conflicto no deja sino pobreza”, dice, “y uno se cansa de tanta presión de los grupos armados” . La finca de los Mesa se yergue en el pico de Los Andes, uno de los de mayor altura en la región habitada. A la estancia de su hogar, de cara al frío, llega el viento arrebolado, silbando con la complicidad de un portón de madera, y jugando acolarse en los intersticios de un ventanal.

Como la de Gladys, la voz de Gustavo no suena solo a dolor, este es más bien un recuerdo apocado bajo la esperanza de ver el horizonte henchido de colores, pintado por el ánimo de el proyecto de ecoturismo que ha venido de la ciudad y que quiere sembrar semillas de posconflicto a la orilla sus sueños.

De las 208.011 hectáreas que abarca el complejo, en Valle y Tolima, 114.195 son zonas protegidas por el Parque Nacional Natural Las Hermosas.

A través de esta propuesta, apoyada por la Unión Europea, es que los hijos de este complejo Las Hermosas han visto los caminos de regreso a su pueblo, ya sin miedos, ya sin frenos.

La sangre pujante que levantó la productividad de esa tierra fría, pionera hortícola del departamento, surca ahora las venas de este pedazo de cordillera, a través de las sonrisas, y los espaldarazos de una comunidad que se ha mantenido confraterna.

“Hemos pasado por circunstancias difíciles y las hemos superado como una hermandad. Somos los mismos vecinos de toda la vida,hemos crecido juntos en esta tierra de bondades, y por eso ahora creemos en este nuevo proyecto”, dice Silvia Vásquez, quien recuerda haber crecido enamorada de las luciérnagas nocturnas de la vereda Los Alpes, y acompañando a su padre, don Peregrino, en cabalgatas matutinas.

Es así como emergen cada día nuevas ideas alrededor del proyecto, de agricultores y ganaderos que empiezan a entender de turismo ecológico, esa actividad para los citadinos fortuita, de descubrir un paisaje que para ellos ha sido un gusto de todos los días.

“Nuestra intención es conservar el medio ambiente, y queremos enseñarle a los turistas una experiencia nueva, invitarlos a que conozcan este rincón de Colombia”, completa Daniel Roa, quien como otros tantos, ha empezado a materializar sus anhelos, habilitando un acogedor hostal al que ha llamado El Encanto, en una apología explícita al poder seductor de su tierra.

Esta región se va convirtiendo en el ejemplo idílico del renacer de un país ante el deslumbramiento de sus propias maravillas, aquellas que siempre tuvo enfrente, pero que se negó a admirar durante una larga y violenta ceguera.

Es hoy cuando se escriben de nuevo las historias de amor, las narraciones patrias, que un día se olvidaron de publicar pero que ahora se dibujan con más pundonor que nunca, por haber superado en júbilo 50 años de guerra.

Probablemente el turismo será, en breve, uno de los sectores económicos de mayor relevancia en las arenas del posconflicto, y de las manos de Gladys, de Gustavo, de Silvia y de Daniel, qué mejor que este Valle para emprender la nueva tarea.

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