Columnistas
A la brava
Se trata de propiedad privada y no tengo ninguna razón para convertir este rincón de solaz en la parodia de una prisión.
Me acostumbré a desayunar viendo pasar por mi ventana iguanas, zarigüeyas, azulejos, canarios de montaña. De las cosas gratas de mi casa es esta ventana que da a la montaña en las mañanas y permite ver también el color del cielo que cambia a veces del tisú al azul martillado con destellos de sol.
Hace un par de días, mientras dormía, sentí que alguien taladraba en mi casa, pero imaginé, se trataba de alguna obra cercana, de algún nuevo aviso de la COP anunciando la reserva natural de Bataclán o el camino a las Tres Cruces.
Vivo en la 19 norte donde termina Santa Mónica y empieza la montaña. Hace 20 años un enorme árbol de maracuyá casi llegaba hasta mi ventana. En las tardes de estío los frutos caían con el viento y rodaban loma abajo como verdaderos ‘Rolling Stones’. Mi hermana buscaba un canasto y bajaba a recoger el fruto de la pasión, verdoso y silvestre. Antes de que construyeran una torre frente a mi apartamento, no tenía vecinos. Solo la caseta de un celador, dos gallos, tres gallinas, un caballo viejo y un chivo. El chivo se llamaba ‘Riky’ y venía a visitarnos de tarde en tarde. Mi sobrina le daba tetero hasta que se volvió insoportable y debía ser amarrado diariamente. Si no estaba atado salía a la calle a perseguir mujeres; las derribaba y una vez las veía de rodillas en el asfalto, les montaba las patas en la espalda con ademanes lujuriosos. Su hedor además alejaba cualquier encuentro amistoso. Un día desapareció en tiempo decembrino y pensé, quizá lo habían convertido en pepitoria. Pero el celador que lo cuidaba aseguró que lo había donado a un pariente en Juanchito y Riky pereció en una creciente.
El vigilante del yermo contiguo preparaba diariamente su comida sobre leña. Desde que regresé de Estados Unidos y me afinqué nuevamente en Cali, invité a mi madre a vivir conmigo, pero alguien de la familia fue al puerto y le dijo a ella que ni de fundas, que Medardo se había vuelto loco, que no se imaginaba la loma a la que se había ido a vivir, donde en las tardes solo se veía una tribu que cocinaba y una larga columna de humo. Claro, mi madre tardó en reunirse conmigo y dejar rentada su casa del puerto. En una ocasión le pregunté por esta tardanza y no me reveló lo del loco de las lomas, sino que me dio una razón de peso: “Usted sabe hijo que allá no se consigue pescado fresco…”. Le di la razón.
Todo este prolegómeno para contarles que lo del taladro era real y si no despierto a tiempo mi pedazo de cielo con iguanas y zarigüeyas se hubiera convertido en una prisión. Luego de batir huevos y beber mi medio litro de leche diario descubrí desde la ventana de la cocina la razón del estropicio. En tres parales de hierro ya fijados en el muro de mi propiedad, un obrero alistaba una larga rueda de acero dentada, como la que distinguió la cárcel de Sing Sing, o Alcatraz, en la bahía de San Francisco.
-¿Qué hace, maestro?, pregunté.
El hombre me miró sin respuesta y continuó desenrollando las púas carcelarias.
-Déjeme decirle que este muro es de mi propiedad y de la vecina que ocupa el apartamento de abajo… Le agradezco si retira inmediatamente estos parales y ese alambre que no he solicitado, dije.
El hombre miró hacia abajo donde seguramente estaba la persona que había ordenado, a la brava, alambrar mi pedazo de cielo, mi refugio verde de viento y fauna de montaña. Desmañadamente, procedió a quitar los parales y recogió el rollo de acero, pero me dejó un pedazo alambrado, el mismo que, si lee esta columna, agradecería retirar. Se trata de propiedad privada y no tengo ninguna razón para convertir este rincón de solaz en la parodia de una prisión.
Mi vecino tiene todo el derecho de alambrar la porción de bosque que le corresponde -no sabemos si los ladrones ingresaron en su edificio; a veces se escuchan voces por esos predios, ¿potenciales invasores?- Pero lo que está mal, muy mal, es que decida alambrar a la brava las propiedades vecinas.
Con este suceso, recordé entonces un poema de Mario Benedetti que dice: “Me cuesta como nunca nombrar los árboles y las ventanas/ y también el futuro y el dolor/ el campanario está invisible y mudo/ pero si se expresara sus tañidos serían de un fantasma melancólico. La esquina pierde su ángulo filoso/ nadie diría que la crueldad existe/ los voraces no son más que pobres seguros de sí mismos/ los sádicos son colmos de ironía/ los soberbios son proas de algún coraje ajeno/ los humildes, en cambio, no se ven…” .