Columnistas
Agito, ergo sum
Pero este agitador tiene una particularidad y es que a la vez debería mandar, dirigir el Estado y orientar el país, tres cosas que no hace.
Cuando el presidente Gustavo Petro anunció en el Congreso de la República que buscaría un acuerdo nacional en pos de la paz y la prosperidad, algunos vieron a un “nuevo Petro”. La ilusión se desvaneció cuando el mandatario retomó su libreto de provocador de camorras simbólicas que usa desde su posesión.
Unas veces el libreto es para eludir su responsabilidad por una administración paralizada porque nombró mucho rojo y poco experto. Otras para tomar aire donde no hay, pues es un gobierno con las rodillas rotas, necrotizado por una corrupción de la que se saben cada vez cosas peores: lo que hizo su hijo Nicolás durante la campaña, obsedido por la codicia y el poder; en competencia con el hermano presidencial ‘arbitrando’ dinero de narcos para darles pista en la paz total, usando un pasaporte al que no tenía derecho, o tratando de resolverle el problema de unas cejas mal hechas a su esposa invocando amenazante que es hermano del presidente; y cómo dejar pasar los escándalos del dipsómano ex embajador en Venezuela, reinstaurado en una embajada inactiva por innecesaria y mantenerlo callado. O la Ungrd, otra punta del iceberg. Que entre el diablo y escoja, hay para todos los gustos.
Que son las mafias, o las oligarquías que mantienen el poder a través de funcionarios nombrados por el mismo presidente. Que la culpa es de Uribe, de Duque, o de Santos; o de mandatarios extranjeros, ojalá el salvadoreño Nayib Bukele, su verdadera némesis, el que le dijo a sus ministros que si querían echarle la culpa a los gobiernos anteriores de los problemas del país bien podían hacerlo, “pero inmediatamente me dicen cuál es la solución”.
Hasta se metió con los negros porque se encontró uno que es conservador y osó llegar a la presidencia de una corte. Unas veces culpa a los bogotanos, en general los cachacos; otras son los medios o las mujeres periodistas, muñecas de la mafia, les dice.
Necesita agitar porque el montón de basura que hay que esconder es tanto y la ineptitud tan grave que mejor pone a la gente a mirar a otro lado. Llama a las calles, la movilización popular, al poder constituyente, al transportador, a los abuelos y abuelas sin pensión. La agitación a veces es propositiva, pero igual es ineficaz porque no hay un plan de nada en ella, sean aeropuertos innecesarios, o núcleos de tecnología inexistentes. Después no pasa nada, solo queda una cantidad de gente en las regiones (el territorio que llaman ahora), discutiendo sobre la maravilla del país en el que vive el presidente. Y en el que vivirían si mandara alguien que supiera qué hay que hacer.
El agitador cumple una función específica en los alzamientos: hacer que estalle la olla de presión popular que sin duda existe. Desata fuerzas infernales que después no le importan, no es su función, las consecuencias del ‘mierdero’ van por cuenta de la vida y la seguridad de otros.
Pero este agitador tiene una particularidad y es que a la vez debería mandar, dirigir el Estado y orientar el país, tres cosas que no hace. Entonces sus gobernados, que incluyen sus electores, viven en una atonía permanente, como la del gobierno.
En un país poco selectivo (mírese quién nos gobierna y a quién le ganó), la gente se enfoca en las admoniciones del agitador en vez de la incompetencia del gobernante. El agitador se justifica cuando la gente corre enardecida hacia donde él señala, sea contrarrestar hoy un golpe blando, mañana un magnicidio o pasado mañana otro golpe blando.
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