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El color de la mamá

Si los libros, las películas o los diarios solo están dispuestos para personas blancas y de ojos azules, según lo cuenta Chimamanda, las puertas de la imaginación se cierran solo a ese tipo de personas.

15 de julio de 2024 Por: Andrés Restrepo
Andrés Gil es filósofo de la Universidad de Antioquia y magíster en educación de
la misma universidad.
Andrés Gil es filósofo de la Universidad de Antioquia y magíster en educación de la misma universidad. | Foto: El País

El ejercicio número dos, de un taller con cuatro actividades, consistió en pintar a la persona que los niños más amasen. Debían elegir, entre las personas que los rodeaban, aquella que más amaban y representarla en un dibujo. Todo ocurrió en una escuela de periferia y uno de los niños, a quien llamaremos Pablo, decidió pintar a su madre. En principio, relata la profesora, el taller tenía la intención de reforzar los procesos de lectura y escritura en niños y niñas del grado primero. La maestra misma me mostró el dibujo y, al verlo, no noté nada en particular: un tronco sin cuello conectado a una cabeza y, sobre esta, catorce pequeñas líneas que simulaban ser el cabello. Dos brazos, dos piernas. Y dos círculos dentro de la cara que hacían las veces de ojos. Y, toda ella, color café. Debajo del dibujo, al interior de un recuadro, la palabra mamá.

“Que el niño pinte a su madre así -refiriéndose al color de la piel- fue una gran conquista”, agrega la profesora. Puesto que los referentes siguen siendo en su mayoría blancos o personas con piel rosada, no se aprende espontáneamente a representar el mundo con sus habitantes o representarnos a nosotros mismos con los matices que nos constituyen y los detalles que nos dan forma. Y aunque pueda parecer el resultado de un proceso natural, lo cierto es que aquel niño debió aprender y sus profesores le debieron enseñar que, para pintar el color de una persona, no se debe utilizar siempre el color rosado. Y si hay que enseñarlo, es porque todos terminamos por representar solamente aquello a lo que somos expuestos, aquello sobre lo que leemos, las imágenes que nos muestran o los referentes de los que somos testigos.

Dice Chimamanda, escritora nigeriana, que en su país no hay nieve, no se comen manzanas sino mangos y del tiempo, el clima y las estaciones, dice ella, poco se hablaba. Y, con todo ello, relata la pensadora de Nigeria que de niña “escribía exactamente el mismo tipo de historias que leía: todos mis personajes eran blancos de ojos azules, jugaban en la nieve y comían manzanas, y hablaban mucho del tiempo, de lo delicioso que era que saliera el sol.”

Si los libros, las películas o los diarios solo están dispuestos para personas blancas y de ojos azules, según lo cuenta Chimamanda, las puertas de la imaginación se cierran solo a ese tipo de personas. Su experiencia, como una escritora precoz, así lo demuestra. Que el niño haya descubierto que hay un color para su madre y que haya comprendido que puede pintar a su madre con un color que no es el rosa; que la pinte con dichos tonos y que la represente como tal, es sin duda una victoria contra ese racismo estructural que ha estrechado nuestra imaginación, haciéndonos creer que solo un fenotipo, con algunas variaciones, cabe en lo que dibujamos, en lo que escribimos y, por ende, en lo que pensamos.

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