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Andrés Gil es filósofo de la Universidad de Antioquia y magíster en educación de
la misma universidad.
Andrés Gil es filósofo de la Universidad de Antioquia y magíster en educación de la misma universidad. | Foto: El País

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“Él me enseñó todo lo que sé”

Dado los delicados senderos en los que había derivado la conversación, la maestra prefirió no indagar más, no hacer más preguntas y guardar silencio.

30 de junio de 2024 Por: Andrés Restrepo Gil,

Cabizbajo y triste, un estudiante, al que nombraremos Miguel, recibe de su profesora una pregunta, al percatar cierto grado de malestar en su estudiante: “Miguel, ¿estás bien?”, pregunta ella. Miguel, un estudiante de Caminar en Secundaria, es decir, de una modalidad de educación que permite que estudiantes en extraedad se nivelen, afirma: “Pues profe, no... La verdad es que murió alguien que yo consideraba mi hermano”. Ella le toca el hombro, aguarda unos segundos y finalmente manifiesta su pesar: “Es una lástima, Miguel. ¿Qué le pasó?”. El estudiante responde: “Lo mataron. Él hacía parte del Clan del Golfo”.

Dado los delicados senderos en los que había derivado la conversación, la maestra prefirió no indagar más, no hacer más preguntas y guardar silencio. Sin embargo, el estudiante continuó: “Lo mataron porque estuvo involucrado, profe, en el atentado que le hicieron a la Policía en estos días”. Luego, concluyó: “Él me enseñó todo lo que sé. Él me enseñó a disparar”.

De principio a fin es un relato desalentador: la tristeza de un estudiante, la muerte de alguien que consideraba su hermano, un atentado a policías. Sin embargo, quiero concentrarme en las últimas dos afirmaciones del estudiante y, por un momento, intentar dimensionar sus palabras: “Él me enseñó todo lo que sé”, por un lado, y “él me enseñó a disparar”, por otro.

Dado que todo ocurre en un centro educativo, en el que se va a enseñar y a aprender, resulta preocupante que un estudiante manifieste o declare que todo cuanto sabe lo ha aprendido de alguien que no es uno de sus maestros o sus maestras. Esto, lo que ha aprendido, se lo debe a alguien que él considera su hermano y que, por lo demás, hacía parte de un grupo armado. De todo lo que ha aprendido este chico en su vida solo parece reconocer un conocimiento como valioso y, triste paradoja, todo cuanto considera que sí es conocimiento no lo adquirió ni en casa, ni en la escuela.

En segundo lugar, y más preocupante aún, de todo cuanto sabe, Miguel solo reconoce como valioso su destreza para activar un arma de fuego. Hay una parte de él que cree que, salvo eso, no sabe nada más. Al lado de su capacidad para leer o montar en bicicleta, Miguel considera que lo único que sabe, que su única habilidad, es lanzar un proyectil mediante un arma.

Al final del relato, la profesora me pregunta: “¿Qué hace uno ahí? ¿Qué le dice uno a ese estudiante?”. Aunque era ella, y solo ella, la que debía ingeniarse una respuesta para su estudiante, yo tampoco hubiese sabido qué responder. Es más, y quizá por ser parte de la misma sociedad, quizá por ser testigos de la misma guerra, creo que hay en esta situación algo que nos involucra a todos en una suerte de responsabilidad compartida.

Las preguntas siguen formuladas y, como tal, están aun sin resolverse: ¿Qué deberíamos decirle a Miguel? ¿Qué podríamos hacer por él? Incluso, ¿qué deberíamos decirle a ese cúmulo de jóvenes, cuyas posibilidades se ven reducidas, en apariencia, a tomar un arma, a aprender a manipularla y, luego, a disparar? ¿Qué hacer por ellos?

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