Columnistas
El médico hindú
Vi las luces del Bush, el aeropuerto, y recordé entonces la simpatía con la que me saludaba la comunidad india en Nueva York, en Boston, en Toronto. Así por la calle como en los supermercados, respondía siempre al saludo, uniendo mis manos: “Namasté”
En segundos la tripulación corría hacia primera clase y las azafatas abrían y volvían a cerrar la cortinilla que separa esta parte del avión, al tiempo que se escuchaba “¡We need a doctor!”, requerían un médico y de pronto la primera clase se democratizó pues muchos pasajeros fuimos hasta ahí para saber lo que ocurría.
En medio de un nido de tripulantes, un hombre de unos 56 años acezaba como si esperara el último suspiro. Quizá la cercanía del aeropuerto había elevado sus emociones, suspendiéndole temporalmente el oxígeno. El avión perdía altura pues estaba a punto de aterrizar en Houston, la escala desde Nueva York con destino final Bogotá.
“¿Are you physician?”, me preguntó la azafata y le respondí que no, pero podía ayudar. De su familia china, mi difunta esposa me había enseñado a cargar los pulmones cuando falta el aire, con una presión sencilla -y fuerte- en el vértice entre los dedos índice y pulgar, algo para mí recurrente en el extremo verano. Sin mediar palabra, tomé la mano izquierda del pasajero e hice presión justo en el arco de sus dedos; el hombre empezó a abrir los ojos y a respirar lentamente. Tomó mi mano y mi brazo con fuerza y de repente se incorporó en la silla. Escuché aplausos y volví a mi silla entre la admiración de la tripulación y pasajeros que me daban gracias. Un murmullo me llamó la atención; una señora decía que el hombre se había salvado gracias a la intervención de “un médico hindú…”.
Vi las luces del Bush, el aeropuerto, y recordé entonces la simpatía con la que me saludaba la comunidad india en Nueva York, en Boston, en Toronto. Así por la calle como en los supermercados, respondía siempre al saludo, uniendo mis manos: “Namasté”.
Pero no era la primera vez que la pinta de ‘médico hindú’ me traía sorpresas. Era el otoño del 82 y me encontraba por primera vez en Nueva York. Luis Fernando Caicedo Lourido, hijo de Alvaro H., director del periódico Occidente, me había solicitado cubrir la intervención de Belisario Betancur en la ONU. Como pude obtuve credencial para ingresar al hemiciclo y pude escuchar el discurso del presidente en el cual habló de su infancia humilde en Amagá. Al día siguiente el New York Times tituló: ‘Lírico discurso del presidente colombiano’. Mi crónica la escribí en una pequeña máquina en casa del poeta Harold Alvarado Tenorio, a la postre profesor de Literatura Hispánica en el Marymount Manhattan College. Puse todo en un sobre de manila con las diapositivas del evento, y Occidente publicó una página de domingo quince días después.
El cuento del médico hindú tuvo que ver ahí con mis expediciones turísticas por la ciudad. Quería conocer la catedral de San Patricio, el Hotel Plaza, la Quinta Avenida, el puente de Brooklyn, la barriada hispana de Jacksonheights, el bar del Empire State, las torres gemelas, las gradas de Columbia University. Padecía el Síndrome de Stendhal, el cual consiste en querer verlo todo, hasta lo que está debajo de las piedras. El aire era ventoso, se metía entre la ropa, y fui al Plaza de blazer y corbata. Le referí al portero que deseaba conocer este hotel tantas veces visto en el cine y me dijo adelante, puede ir, si gusta, hasta el segundo piso. Recorrí los pasillos y abajo, en un salón con nombre de estación de esquí suiza, Saint Moritz, escuché música. Junto a un gran arreglo floral, un violinista se inclinaba suavemente en la elación de un vals; yo estaba extasiado. De pronto llegaron en tropa unas mujeres ya mayores que parecían sacadas de un catálogo de Vogue en los años 50. Era la primera vez en mi vida que veía unas mujeres tan refinadas; algunas con guantes, llenaron la atmósfera de perfumes, de aroma de rosas.
Un mesero de librea y corbatín vino a mi encuentro y me puso una copa de champán en la mano, y otro, por la diestra, una bandeja de pequeñas albóndigas calientes. No sabía qué decir, pues nunca fui invitado a este sarao y tampoco conocía el motivo del mismo, cuando ya una de estas damas me había tomado del brazo y me presentaba a otras, igual de alegres y amables. Entendí que una de ellas era ‘Lady Vanderbilt’, quizá la más conversadora, y a ella, una de esas mujeres primorosas, le decía algo así como que yo era un “médico hindú de paso por la ciudad…”.
Salí como a las cuatro de la tarde del Plaza, achispado, saludé a los cocheros irlandeses que juntaban botellas junto a las patas de los percherones y cuando me dirigía a la boca del metro, una mujer rusa, despampanante, me hizo señas para que me acercara. Era prostituta; por curiosidad le pregunté por el valor de sus servicios y me indicó que US$300. Yo solo tenía US$1,50 en el bolsillo, para pagar el pasaje de tren que me dejaba en la 103 con Broadway.
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