Columnistas
El político en busca de sentido
La ciudadanía queda atrapada entre promesas recicladas y una democracia que se legitima en las urnas, pero se diluye en el ejercicio del gobierno.

El psiquiatra Viktor Frankl sostenía que el ser humano necesita un propósito no solo para resistir la adversidad, sino para trascender y aportar valor a la sociedad. En política ocurre algo similar: gobernar sin rumbo lleva al caos, mientras que un propósito sin capacidad de gestión es garantía de fracaso. En Colombia, donde la palabrería suele imponerse, resulta inevitable preguntarse si la política aún tiene sentido cuando se convierte en un fin en sí mismo.
Arranca un nuevo ciclo electoral y, con él, la sensación de un eterno déjà vu. Apenas termina una campaña y ya se agitan las banderas de la siguiente, mientras oficialismo y oposición se reacomodan para asegurar su cuota de poder. En medio de ese juego, la ciudadanía queda atrapada entre promesas recicladas y una democracia que se legitima en las urnas, pero se diluye en el ejercicio del gobierno.
Nuestra historia reciente es una repetición desgastante: cada gobierno llega con la promesa de corregir los errores del pasado, solo para sumar los propios. La decepción ya no sorprende; se ha convertido en la norma. Y hoy, aquellos que hace tres años sintieron un “fresquito” enfrentan la amarga desilusión de una oportunidad desperdiciada.
Como hemos señalado, el problema no es solo la falta de visión, sino la incapacidad de traducirla en acción efectiva. Liderazgos atrapados en la revancha, sin consensos ni pragmatismo, han convertido el debate público en un espectáculo de elocuencia estéril. Un terreno en el que, por cierto, y por lo que nos toca, sobresalen notables vallecaucanos de todo el espectro político: algunos altivos y mordaces, otros rígidos y ceremoniosos, ya sea desde las nuevas generaciones o desde la vieja guardia.
El actual gobierno no ha sido la excepción, pero la gran incógnita es qué pasará con las nuevas promesas de cambio que comienzan a surgir de cara a 2026. Cada elección renueva la esperanza, y las consignas resuenan tanto desde la oposición como desde un sector oficialista que, a tiempo, intenta desmarcarse del fracaso petrista.
Este es un terreno fértil para los mercadotécnicos de la política, expertos en vender ilusiones con discursos meticulosamente calculados. El problema no es el marketing en sí, sino su perversión: tácticas diseñadas no para esclarecer la realidad, sino para moldearla a conveniencia. Para muchos, recurrir a ello es fácil; han hecho de la grandilocuencia su mayor activo y, al mismo tiempo, su peor defecto. Han olvidado que gobernar, legislar y ejercer control político no es solo inspirar—o mentir.
En esta nueva contienda, es crucial que los debates de fondo no queden opacados por narrativas que apelan más a la emoción que a la razón. Desde nuestra práctica, hemos defendido la construcción de campañas con valor: aquellas que parten de escuchar y responder a las expectativas ciudadanas con propuestas viables y basadas en datos, en lugar de discursos egocéntricos diseñados para decir lo que un candidato quiere o cree que debe hacer. La política debe ser un ejercicio de responsabilidad y criterio, no un espectáculo de persuasión sin sustancia.
Por fortuna, aún existe un puñado de líderes preparados y comprometidos con generar un impacto real. No suelen ser los más votados, y su desafío es doble: demostrar que no todos son iguales y, en un país donde la palabra se ha vaciado de contenido, reivindicar el verdadero sentido de la política, si es que alguna vez lo tuvo.
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