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Jotamario Arbeláez

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El tiempo pasa

Y la vida merece ser palpada en todas sus presentaciones o situaciones, de la penuria a la munificencia, de la incredulidad a la iluminación o al deslumbramiento, de la desesperanza a la llegada de la esperada...

28 de noviembre de 2023 Por: Jotamario Arbeláez

Cada 30 de noviembre, cumpliendo años, suelo escribirme un poema, ya que no hay quien se tome la molestia de hacerlo por mí. Y no se trata de ufanías. Pues cómo podría hacerlo alguien que desde su lejana juventud se catalogaba como “el más humilde del universo”, término que mereció que el ese sí gran poeta Jaime Jaramillo Escobar le entonara una de sus cantatas titulada La visita de cortesía. Lo que pasa es que desde pequeño me sentí muy distinto de mis semejantes, por lo que me decidí a ser poeta, pasara lo que pasara. Y así pasó lo que me pasó.

Ahora que han pasado 83 años por encima de mi cuerpo dispuesto a todo, descubro que el tiempo no pasa, que el que pasa es uno, corrigiendo el tema de la canción de Pablo Milanés. Y de paso a mi padre que sostenía ese lema manido de que el tiempo pasa, la historia queda. Broté como hoja de hierba en pañales tan desechables como yo mismo, a dar testimonio con mis sentidos y mis palabras sobre papeles de que este planeta aún existe a pesar de sus desajustes. A dar por sentido que la existencia existe en forma de vida sobre la tierra, y después de hacerlo me fuera. Y ya casi afuera confirmo que valió la pena vivir la vida, así las penas no valieran la pena de ser penadas. Si no fuera por la vida, qué sentido tendrían las cosas inertes, como debe pasar en planetas deshabitados. Qué placer el sentir al abrir el ojo que la existencia es visible y que todo lo que ha de pasar pasará a pesar de huracanes, terremotos, erupciones volcánicas, epidemias, torturas, holocaustos, guerras mundiales.

Y la vida merece ser palpada en todas sus presentaciones o situaciones, de la penuria a la munificencia, de la incredulidad a la iluminación o al deslumbramiento, de la desesperanza a la llegada de la esperada, de la incredulidad a la fe, del no al sí si es posible. De la infancia a la pubertad, a la juventud, a la adultez, a la madurez, y a la senectud que rima con ataúd. A pesar de que la vejez vaya significando un desprendimiento de muchas cosas, de la memoria, de las apetencias, de los deseos, se le reconocen también sus virtudes. El añejamiento, que le es un sinónimo, les da más valor a ciertos vinachos y whiskachos, a ciertas músicas y pinturas y arquitecturas, y va volviendo clásicos a los iconoclastas de ayer.

Pues sí, y qué, sigo escribiendo en primera persona del singular como la singular persona que soy desde que decidí embocarme por el uso de las palabras para interpretar los sucesos que me han ido envolviendo, exaltándolos cuando ha sido del caso por logros artísticos o literarios de la comunidad en que nado, y condenándolos por la denuncia periodística cuando han sido atentados contra la dignidad de la vida. La palabra, herramienta tan preciosa que no tiene precio, para trabajarla como los colores de las paletas, las notas musicales y las danzas rituales. Las palabras que una tras otra van armando los libros que son la vida y que por paradoja nos impiden pasar la página.

Si como poeta me canté a mí mismo imitando a Whitman, también como publicista me especialicé en eslóganes sugestivos como “Colchones Paraíso, para eso” y como “Ni coca ni cola, pórtese bien”, y como periodista en dejar testimonio de lo que me tocó ver vivir. Creo haber manejado bien las tres Pes, pues a la cuarta no le presté mayor atención.

Cada loco con su tema, dicen que dice la sabiduría popular. Pero cuando el tema es el mismo loco, necesita expresarse lo mejor posible para que le dure la cuerda. Me acaba de publicar el FCE nueve libros en uno con el título general de Mi reino por este mundo. Los poemas de la vida. Poemas casi todos en la primera persona que me tocó asumir para dar testimonio de lo que pasaba a mi alrededor. Y creo que no lo hice tan mal, puesto que casi todos ganaron premios. Lo que me exime de practicar esa modestia que tanto predican aquellos maldicientes del ego. Quienes me convencieron de que debía desprenderme de él como de un atributo diabólico. Acudí a prácticas taoístas orientales para extirparlo. Y ahora que quedé perfecto, no me soportan.

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