Columnistas
En defensa de Bella Baxter
Entendí, más por omisión que por cualquier cosa, lo que siente Bella cuando descubre el placer de su sexo contra una fruta, todo lo contrario a la represión religiosa.
Sentí a Bella Baxter, personaje femenino de Poor Things, tan cercana, tan comprensibles sus dilemas, tan cercanas sus pulsiones y deseos, sus caprichos, su frustración ante la sola perspectiva de ser menos libre, tan orgánico su proceso evolutivo y tan creíble el personaje, que interpreté su historia en clave de colorido y de belleza.
Pude ver la inocencia, más que la perversidad; donde otros vieron el horror yo me dejé tentar por la diversión pura de la niña que con un bisturí en la mano es dejada en libertad para jugar con los cadáveres caseros. Quienes hemos crecido en una casa extraña, entendemos de estas cosas.
Yo solo vi la belleza y la poesía en las escenas de atardeceres, viajé con Bella a la sensación cromática de esa Portugal cuya paleta de colores me hizo llorar en cuanto puse un pie en ella.
De esa París sacada de una alucinación de Toulouse Lautrec, o esa Londres de jardines de Alicia en el país de las maravillas; de la Inglaterra del Doctor Doolitle, hacedor de animales mixtos fantásticos: y disfruté las reminiscencias al doctor Víctor Frankenstein cuando juega a ser Dios, entre pobres criaturas condenadas a regresar de la muerte a la vida.
Entendí, más por omisión que por cualquier cosa, lo que siente Bella cuando descubre el placer de su sexo contra una fruta, todo lo contrario a la represión religiosa. Y me imaginé qué hermoso habría sido crecer, como Bella, en una familia que fuera más laboratorio que iglesia.
Y con un padre tan benévolo y amoroso como God, capaz de dejar libre a su hija-nieta-engendro, libre para ser rebelde, para ser mal educada, para agredir sin control de las emociones, para romper y jugar y desear y descubrir y dañar, y bailar y arañar y, llegado el momento, libre para descubrirse sexualmente sin culpa, sin moralismo, sin temor a un embarazo no deseado, sin religiosidades, sin doble moral, sin mojigatería.
No solo comprendí y admiré la vida de Bella, con toda la estética y mística de su tragedia familiar, sino que añoré su forma de ser libre, de ser imposible de poseer o de asir, su espíritu indómito, salvaje, rebelde, incapaz de someterse ante hombre alguno, ni al padre que da la vida, ni al hombre que quiere docilizarla a través del matrimonio, ni al amante que quiere poseerla a través del descubrimiento del sexo, ni al maestro que quiere incubarle su cinismo, ni a las decenas de seres deformes de cuerpo y de alma que encuentra en el camino de convertirse en ella misma. Ni siquiera al padre de su hijo, y tampoco al hijo mismo.
Y era para mí tan Bella esa ‘Bella’, con su ropa de ensueño y su volumetría imposible, que no pude ver en esta historia el asco que a otros asqueó; no vi lo “duro” que a otros golpeó; no vi lo inmoral que a otros escandalizó; no vi lo excesivo que a otros saturó.
Escuchar voces femeninas que despreciaban esta historia con tanta vehemencia me impactó. ¿Qué fue exactamente eso tan duro que no vi?, ¿hubo acaso algo que debió resultarme grotesco? ¿Qué parte?
Muchas somos Bella Baxter, en camino a convertirse en sí misma. Una receta de autor, la rareza que debe aprender a abrazar su rareza, a aceptarla, a integrarla.
Bella y la moda. Bella y las ciudades. Bella que decide ser su propio medio de producción. Bella que no sabe ser madre pues está aprendiendo a engendrarse ella misma. Bella y los libros. Bella y la madame que le dice “debes vivirlo todo, la belleza y el horror, solo así el mundo será tuyo”.
Bella prefiere la muerte antes que la resignación del rol de una dama aconductada en salones de té. Bella está sola. Pero también acompañada por un puñado de amigos, recuerdos, experiencias y, sobre todo, por la inmensa variedad de sus rarezas.
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