Opinión
Fútbol secuestrado
Asistir a un partido de fútbol hoy es someterse a casi una prueba de sobrevivencia
Es curioso cómo cuando en los años 80 íbamos al estadio, tranquilos, sin desorden, sin peleas y sin barras bravas había más controles que hoy. Ahora llegar a cualquier estadio del país se ha vuelto un acto de valentía o brutalidad. En aquella década, las mallas rodeaban el Pascual Guerrero para evitar algo que nunca pasaba, que la gente se lanzara al campo de juego a invadir o agredir a los jugadores, justamente lo que hoy está sucediendo en varios de los escenarios deportivos del país, cuando ya no hay barreras metálicas.
Las barras bravas, importadas de sus violentos colegas de Argentina, se han tomado los estadios del país, esa es una realidad innegable. Imágenes de delincuentes arrasando y provocando actos vandálicos se han vuelto pan de cada día. Es probable que no sea la mejor decisión, pero como están las cosas hasta las acciones desesperadas, como reinstalar mallas, se vuelven opciones reales frente a la violencia y lo que está sucediendo en varias ciudades.
Muchos, y me incluyo, decidimos no regresar al estadio ante la agresividad, consumo de drogas y robos que hemos constatado dentro y en los alrededores de los estadios. Asistir a un partido de fútbol hoy es someterse a casi una prueba de sobrevivencia.
En una oportunidad fui con mis hijas al estadio y mientras salíamos una horda de supuestos fanáticos se enfrentaba a piedra y puñal con hinchas de un equipo antioqueño. Nos tocó refugiarnos en una de las puertas de acceso porque un policía genio no nos dejó entrar de nuevo al escenario “porque afuera había mucha violencia”, imaginen la sensación de desprotección, impotencia y terror por lo que pudiera suceder. Por fortuna los ‘hunos’ que se creen dueños de los equipos, de las calles y de las tribunas se marcharon a seguir su guerra en el Templete, mientras nosotros nos fuimos para nunca más volver al Pascual.
Es triste porque lo que fue una actividad placentera de familia, en la que uno compartía con los vecinos seguidores de otros equipos en la misma tribuna, hoy se convirtió en una fiesta, pero de terror. Las imágenes de estos delincuentes vestidos con camisetas, que se arrogan el derecho de decidir quién entra a los estadios, atracan, consumen licor y drogas han ido extinguiendo el deseo de ir a los estadios.
Lo sucedido en Medellín, Manizales, Tuluá y lo que ha pasado tantas veces en Bogotá, Cali, Barranquilla es caótico y peligroso. Barras incontrolables que cuentan con el apoyo de dirigentes y jugadores que se prestan para financiarlos y se toman el derecho de decidir a quién se contrata, cómo se debe jugar, y a quién hay que apoyar. El fútbol se volvió un gran negocio, podrido hasta los tuétanos, donde todos sacan tajada y, cómo no, las barras bravas también. Entonces, enmallar los estadios es lo que menos polémica debería sembrar cuando lo que verdaderamente se debería discutir es aquello que los directivos, jugadores y otros integrantes del entorno deportivo se niegan a revelar: la mafia propiciada por ellos que construyó este monstruo y que hoy se les salió de las manos.
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