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Pitos y matracas

Cada año que termina nos lleva a la obligada pantomima de pensar que las cosas cambiarán en el que viene.

29 de diciembre de 2019 Por: Gustavo Gómez Córdoba

Cada año que termina nos lleva a la obligada pantomima de pensar que las cosas cambiarán en el que viene. Una superchería, como muchas otras a las que otorgamos cierta categoría. ¿Qué puede cambiar de un año a otro? ¿Qué garantía hay de que las cosas serán mejores a partir del simbólico primero de enero? La humanidad avanza mientras arrastra sus eternas tonterías, sin decidirse a dejarlas a un lado del camino.

Aunque suena distante el concepto de Primera Guerra Mundial al de Segunda Guerra Mundial, cualquiera que se esfuerce en entender el contexto social, económico y político de la primera mitad del Siglo XX entenderá que fueron una sola gran guerra. Los hechos que inspiraron a la primera y, sobre todo, la desproporcionada inequidad en la manera de saldar cuentas con sus vencidos, parieron a la segunda. Ambas guerras están unidas por un cada vez más visible cordón umbilical.

A veces los cambios ni siquiera se dan cuando los acontecimientos comprometen décadas enteras de distancia, mucho menos pasando de diciembre a enero. La Colombia del 2019 será la misma del 2020. Para nuestra mala fortuna, una nación atada a viejos desbalances. Pensar en cómo sería el presente si las cosas hubieran sido diferentes años atrás es un ejercicio inútil, excepto en los libros y en el cine, donde las buenas distopías son irresistibles.

No se trata de ir a extremos temporales como el de pensar qué seríamos si nos hubieran descubierto y sometido europeos diferentes a los españoles, pero sí al menos de plantearnos otras preguntas de tiempos no tan lejanos. ¿Y si los liberales no hubieran traicionado a los campesinos que se armaron para defenderlos lejos de las ciudades? ¿Y si el Frente Nacional hubiera abierto una ventana a la repartición de poderes con sectores políticos fuera de los partidos hegemónicos? O, para plantear las inquietudes en escenarios más cercanos, ¿cómo sería la Colombia del 2019 si hubiéramos encarcelado a los corruptos en cambio de llevar al poder a sus hijos en cada nueva elección?

No viviríamos en el paraíso, pero quizás tendríamos un país del cual disfrutar más y quejarnos menos. En medio de tremendas dificultades, no hace mucho llegamos a lo más que podíamos aspirar: un acuerdo de paz apuntalado en espejismos. Pero un acuerdo de paz, al fin y al cabo. O al fin y al cojo, porque su paso es lento y privado de un compás que podamos seguir todos. Como si en cumplimiento de una especie de maldición ancestral, simplemente no estuviéramos hechos para el progreso.

Pero ahí vamos, a punto de enterrar al 2019 (porque aquí tenemos una pasión por enterrarlo todo), creyéndonos la idea, entre pitos y matracas, de que en el 2020 todo mejorará. Y de que hay que ser optimistas, cuando sabemos que el optimismo no es gratuito; aflora cuando un conjunto de señales indica que las cosas pueden mejorar. Y no es así.

¿Tal vez exageramos? Tal vez tenemos un gobierno fuerte y respetado. Tal vez la protesta social callejera será satisfecha. Tal vez estén a la vuelta mejoras sustanciales en nuestra calidad de vida. Tal vez una nueva generación de gobernantes nos salve de los heraldos del populismo y de los ‘hijos de’. Tal vez los grandes escándalos en que se evapora el dinero de los colombianos sean cosa del ayer. Tal vez los ricos sean menos ricos y los pobres sean menos pobres. Tal vez.

Si cree usted que las cosas van por ese camino, haga caso omiso de esta columna y tenga un muy feliz 2020.

Sigue en Twitter @gusgomez1701

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