Columnistas
Cambio en neutro
Y los que ahora rechazan la sana intención del presidente Petro de hacer del campo la gran despensa del país, también gritarán enardecidos que se hundan las reformas
El segundo gobierno de Alberto Lleras Camargo (1958-1962) presentó al Congreso un proyecto redactado por Carlos Lleras Restrepo, a la sazón senador y jefe único del liberalismo, por el cual se proponía una ley de reforma agraria, más completa que la conocida como “Ley de tierras”, expedida en 1936 durante la República Liberal, en el primer mandato de Alfonso López Pumarejo.
Así surgió la Ley 135 de 1961, cuyo tránsito por las cámaras no fue fácil porque a ella se oponían no sólo la derecha, sino también elementos retardatarios del Partido Liberal, que veían con horror que en Colombia se diera ese tipo de transformación rural.
Especialmente los parlamentarios costeños –Atlántico, Magdalena y Bolívar, pues no existían aún Córdoba, El Cesar y Sucre- esgrimían toda suerte de argumentos para impedir su aprobación.
Pero las tesis planteadas en la ponencia, y la alta influencia de Lleras Restrepo lograron que la reforma entrara en vigencia. Así inició labores el Incora, y su primer gerente fue Enrique Peñalosa Camargo. Cuando se trató de aplicar el artículo que permitía la extinción de dominio sobre tierras inadecuadamente explotadas, emergieron adversarios por todos lados: que eso era comunismo; que Colombia caería en dictadura, como la recientemente iniciada en Cuba por Fidel Castro; que quién dijo que en este país del Sagrado Corazón había predios rústicos sin debida explotación económica.
Al llegar a la presidencia Misael Pastrana Borrero –elegido por los liberales pues sus copartidarios lo detestaban por tibio- su ministro de Agricultura Hernán Jaramillo Ocampo, enconado crítico de la reforma, convocó en Chicoral (Tolima) a un grupo de empresarios rurales, y de allí salió el ‘Acuerdo de Chicoral’, que le extendió certificado de defunción a la nueva ley agraria, que de no haber sido así, el país hubiera evitado años de atroz violencia porque la génesis de esa tragedia radica en buena parte en la falta de parcelas para los campesinos.
Ahora Gustavo Petro, acatando el primer punto del Acuerdo de La Habana, derrotado en el plebiscito por los infundios que puso en circulación el uribismo y buena parte del clero, revivido luego por Juan Manuel Santos, pretende adelantar una nueva reforma agraria para dotar a la población campesina de parcelas aptas para cultivos, que atiendan los requerimientos alimentarios de los colombianos, y que los excedentes vayan a los mercados extranjeros para fortalecer la balanza comercial.
La excelente ministra del ramo, Cecilia López, está en ese empeño, y ya el Gobierno negoció tres millones de hectáreas, hoy destinadas a ganadería, que pueden ser cultivables, y ya se han dado títulos de dominio a muchos campesinos que carecían de ese marco legal.
Lo veo difícil, porque este es un país que habla de cambio, pero no le gusta el cambio, y por eso prefiere el cambio en neutro, como en los vehículos para que nada se mueva ni para atrás ni para adelante. Escucho los mismos debates de hace 60 años. Y los que ahora rechazan la sana intención del presidente Petro de hacer del campo la gran despensa del país, también gritarán enardecidos que se hundan las reformas de Salud, Pensional, Laboral o Política, diciendo que es una treta de la izquierda para afianzarse en el poder.
Más claro: cambio sí, pero en neutro.
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