Estado y derecho a la vida
Ante una incomprensible indolencia gubernamental, seguimos asistiendo al pasajero y cotidiano reporte sobre la masacre del día.
Ante lo que está ocurriendo en Colombia -con noticias diarias que, en medio de la pandemia, registran sin cesar asesinatos de líderes sociales, defensores de derechos humanos, indígenas, jóvenes, maestros, políticos, desmovilizados; y que dan cuenta del regreso de las masacres, las amenazas de paramilitares y grupos delictivos de diferentes tendencias-, la sociedad tiene que exigir al Estado que cumpla su función.
Ante una incomprensible indolencia gubernamental, seguimos asistiendo al pasajero y cotidiano reporte sobre la masacre del día, pronto desplazada en los medios y redes por noticias relacionadas con las candidaturas presidenciales emergentes, las peleas entre derecha, izquierda y centro, el fútbol, las declaraciones de la JEP y contra la JEP, los cambios de columnistas en las revistas y la reactivación económica.
En consecuencia, siguen adelante -sin mayor alarma- las amenazas de muerte y las matanzas, a cuyos escenarios llegan tardíamente las autoridades para contabilizar el número de muertos y para ofrecer recompensas, prometiendo siempre que no habrá impunidad.
Estamos, sin ninguna duda, ante una gravísima y crítica situación en materia de derechos humanos. Lo cual parece no haber sido visto por el Ejecutivo en territorio colombiano, mientras, en cambio, solicita investigación y sanción al venezolano por violación de esos mismos derechos. Como si aquí no estuviera pasando nada. Como si cada acto criminal, al pasar desapercibido, no existiera. Lo cual ha llevado a organizaciones humanitarias a formular solicitudes ante la Corte Penal Internacional para obtener su intervención al respecto. Eso no sería necesario en tanto los mecanismos internos de protección y defensa de los derechos y de lucha contra la impunidad operaran de verdad, pues los tribunales internacionales son complementarios y solamente actúan de manera subsidiaria. Cuando los medios internos no funcionan.
Si verdaderamente el Estado colombiano conoce y es consciente de su misión -más allá de la popularidad de sus máximas autoridades-; si es respetuoso de los tratados internacionales y del bloque de constitucionalidad; y si es protector de los derechos y las garantías, si realmente es humanitario; si entiende que una de sus finalidades esenciales es la de asegurar ante todo la vigencia efectiva de valores como la convivencia -que, por definición, exige como presupuesto la garantía de la vida-, la dignidad de la persona humana, la justicia, la igualdad y la paz; si este es un Estado social y democrático de Derecho, no son comprensibles ni aceptables la actual indolencia, la incapacidad, la extrema frialdad de nuestras autoridades ante la ola criminal que se ha adueñado del país.
Según los artículos 1, 2, 5 y 11 de la Carta Política, el Estado ha sido instituido con la finalidad esencial de garantizar los derechos inalienables de todas las personas dentro del territorio -la vida, el primero de ellos-. El Presidente de la República -reza el artículo 188- “simboliza la unidad nacional y al jurar el cumplimiento de la Constitución y de las leyes, se obliga a garantizar los derechos y libertades de todos los colombianos”. En tal sentido, debería ejercer un liderazgo nacional, no el de un partido, para lograr los fines estatales.