El nadaísmo quedó en esquirlas
La muerte no tiene por qué llevarse la memoria de los guerreros de la palabra
Dicen que recordar es vivir. Pero qué hace uno cuando se empeña en recordar a los amigos que se fueron a descansar de esta vida en la que nos empeñamos quienes quedamos. Y no es oficio de necrófilos ese evocar a quienes fueron parte de la vida de uno por cuanto recorrieron los mismos senderos, en las mismas copas bebieron y hasta compartieron el amor de las mismas almas con faldas. Recluido en mi biblioteca en una casa de campo donde el campo es la casa y la casa el campo, levantando los ojos al cielo para sentirme en el cielo y bajándolos a la tierra para saber que respiro, abro la mente como si fuera un álbum y por allí desfilan esos con quienes tanto reímos y conspiramos, a sabiendas de que no hay risas ni conspiraciones que duren cien años ni cuerpos ni países que las resistan.
Me acaba de pasar la película de finales del 68, cuando por la Voz de Cali avisaron que el profeta Gonzalo Arango hablaría en La Tertulia de ese movimiento telúrico de terrorismo literario que acababa de patentar, el Nadaísmo. Yo jugaba billar en el Alameda, pero como venía intrigado con ese grupo de iracundos que prometía acabar con todo fumando pipa y usando camisas rojas, las mujeres con medias negras y las greñas al aire, me fui caminando desde la calle del colegio hasta el centro, pensando que a lo mejor me recibían en esa escuela de réprobos, desde luego que si no había que pagar matrícula.
Me senté en primera fila a escuchar las palabras del misterioso anarquista que había hecho del nihilismo su nadaísmo gracias a una traducción facilonga. Era lo que necesitaba escuchar, era la única misión que podría recibir, pertenecer a la desordenada orden del acabose. Un compañero del Santa Librada me señaló como el preciso para hacer parte del cartel prohibido, porque ya se escuchan de todas partes murmullos de reprobación. Militar en lo prohibido sin que fuera delito tenía su atractivo. A mi lado se sentaron dos personajes que fueron los primeros en levantarse a saludar al conferencista. Habían sido sus compañeros en el colegio Juan de Dios Uribe, de Andes, Antioquia, Jaime Jaramillo Escobar, que sería X-504, y Alfredo Sánchez. Se sumaron Diego León Giraldo, Augusto Hoyos, ‘el nadaísta de Cartago’ Alberto Rodríguez, Pacho Mora.
Con Alfredo Sánchez me tocó dirigir durante varios años el suplemento literario Esquirla, del diario El Crisol, donde además de a los de Cali les dábamos cabida a los nadaístas de Medellín, Gonzalo, Amílkar U, Alberto Escobar, Humberto Navarro, Jaime Espinel, Darío Lemos, Dina Merlini, Guillermo Trujillo, el ‘negro’ Billy, Luis Darío González.
De entre mis carpetas me salta un número de Esquirla y allí veo que todos han muerto, los de Medellín y los de Cali. Suicidas tan sólo el nadaísta de Cartago, los demás por accidente o enfermedad, y hasta por vejez como los recientes, Elmo Valencia y Jaime Jaramillo, ya noventones. De Medellín sólo subsiste Eduardo Escobar. De los de Cali Armando Romero, mi hermano Jan Arb y el que firma.
Gonzalo se fue en un accidente de carro, Amílcar ahogado en un lago, Darío Lemos comido por la gangrena, los tres de 45 años; los demás fueron apareciendo muertos en sus camastros. Alfredo Sánchez y Augusto Hoyos habían hecho su nadaísmo al estilo krishnamurtiano, que les aconsejaba no seguir a nadie, cada uno había perdido un hijo lo que fue su estaca en el corazón; Elmo se había apuntado en el Zen; Jan Arb rotundo cristiano, y yo le terminé siguiendo los pasos.
La muerte no tiene por qué llevarse la memoria de los guerreros de la palabra. Salvo la de Alfredo Sánchez, que perdió toda su obra en un bus. Los veinteañeros de los 60 publicaron en Esquirla. Y la colección se fue para la Biblioteca Luis Ángel Arango. Me gustaría repasarla para rescatar los escritos que no fueron recogidos en libros. Alguien me dijo que tenía en Cali una colección. Favor contactarme a jotamarionada@hotmail.com