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La máquina de Andrés Caicedo sigue tecleando
Rosario Caicedo, su hermana, recuerda que la máquina de Andrés había sido un regalo de sus padres. En ella escribió su obra: ‘Que viva la música’, sus cuentos, así como las crónicas de cine...
El 4 de marzo de 1977, después de ingerir una sobredosis de seconales, la cabeza de Andrés Caicedo se desplomó sobre su máquina de escribir marca Remington. Murió, literalmente, escribiendo. Primero una carta a Patricia Restrepo, su eterno amor. Ella había salido furiosa del edificio Corkidy de la Avenida Sexta de Cali, después de ver a Andrés con otro hombre. En la carta, él le explicaba que no era homosexual, que eso fue una cosa pasajera que se dio. “No tengo otra cosa que decir además de no me dejes no me dejes no me dejes no te vayas no te vayas no te vayas”, escribió en la máquina. Así, sin comas, angustiado y con afán.
La última carta de su vida se la escribió a Miguel Marías, crítico de cine español, en la que le advertía que tenía “una prisa demente” porque buscaba a Patricia. Cuando su padre llegó al apartamento tras el suicidio, vio en el rodillo de la máquina la carta a Marías. Hizo una copia para enviársela y guardó la original. Enseguida tomó la Remington y las pertenencias de Andrés, y se llevó todo para su casa, en el barrio Ciudad Jardín.
Rosario Caicedo, su hermana, recuerda que la máquina de Andrés había sido un regalo de sus padres. En ella escribió su obra: ‘Que viva la música’, sus cuentos, así como las crónicas de cine, los guiones y su generosa correspondencia.
“Andrés era torpe con sus manos. Nunca aprendió a conducir. Pero sabía arreglar y manejar a la perfección la máquina. Ese aparato es el mismo Andrés. Él veía en ella su escritura, es decir, la manera en la que podía hablar con fluidez”, dice Rosario. Andrés era tartamudo.
La Remington la llevaba a todas partes. Cuando viajaba a Estados Unidos iba con la máquina. Alguna vez se le perdió en el aeropuerto de Miami, mientras se dirigía a inmigración. Cuando se dio cuenta que no la tenía a su lado se devolvió asustado a la sala de abordaje, y allí estaba. Andrés escribió: “La maldita honestidad gringa”.
En las fiestas escribía en la máquina. Entonces le pusieron el apodo: ‘Pepito Metralla’. Cuando sus amigos bailaban, Andrés Caicedo hacía sonar su máquina.
Una semana después del fallecimiento de su hermano, Rosario le dijo a su papá que, si algo quería conservar, era la Remington. Don Carlos Alberto le respondió que si ningún museo la recibía, se la entregaría. Para Rosario, la máquina representa a Andrés.
Pero al principio estuvo en poder de sus padres. En 2007, don Carlos Alberto la ofreció a la biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, además del archivo personal de su hijo. Sin embargo, la biblioteca decidió no tomarla. No recibían objetos, dijeron.
La donación a la Luis Ángel Arango sucedió después de que Rosario y su papá sacaran el archivo de Andrés que había sido entregado a la Biblioteca Departamental de Cali. Lo encontraron en un closet con agua. Era 2005. Rosario se llevó todo en un taxi.
Cuando su papá murió en 2010, ella se encargó de custodiar la Remington. En 2012 fue exhibida por primera vez. Sucedió, curioso, en la Luis Ángel Arango, cuando el director de cine Luis Ospina hizo una curaduría sobre la obra de Andrés a la que llamó ‘Morir y dejar obra’. Las filas para mirar la máquina eran similares a las de los estadios en días de clásico.
En aquella ocasión, para traer la Remington desde Estados Unidos, Rosario pasó un susto. La llevaba en la maleta de mano. En el aeropuerto le dijeron que parecía un objeto muy peligroso para un avión. Ella se mordió la lengua, quería decir que evidentemente era un objeto muy peligroso. Lo que hizo fue rogar para que no se la quitaran.
Desde entonces se dio a la tarea de donarla a una institución que preservara la obra de Andrés. Tocó varias puertas que no se abrieron hasta que, en 2021, le entregó la máquina a la Biblioteca Centenario de Cali. A cambio, exigió condiciones como que la Remington tuviera seguridad. No se cumplió. Rosario se la llevó.
Hasta hace unos días que se la entregó a la Cinemateca de Bogotá, donde está el archivo de los amigos de Andrés: Luis Ospina y Carlos Mayolo. Junto a la Remington viajan 200 libros de la biblioteca personal de su hermano, entre ellos joyas como la primera edición norteamericana del Ulyses de Joyce.
Desde que hizo la donación, a Rosario le ha escrito gente que no conoce y que la ha llamado “traidora” por no dejar la Remington en Cali. Ella les responde: la ciudad, hasta ahora, no ha mostrado un interés real por conservar la memoria de Andrés Caicedo, a excepción de entidades privadas como el Museo del Cine, Caliwood, que se ofreció a exhibir la máquina. Pero Rosario desea que esté en manos de una entidad gubernamental que difunda la vida y obra de su hermano. La Alcaldía actual, dice, ha evidenciado una desidia por la memoria del escritor más reconocido de Cali.
Mientras tanto, en otras latitudes le rinden homenajes. En una casa de Silvia, Cauca, donde Andrés terminó ‘Que viva la Música’ en su máquina, se acaba de instalar una placa que da cuenta de su paso por el pueblo. La vieja Remington sigue tecleando historias.
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