Columnistas
La santidad
Las performances de Rosemberg Sandoval son simultáneamente ejercicios de autodeterminación y soberanía.
Rosemberg Sandoval inaugura una gran exposición antológica de su obra en el Mambo de Bogotá y el periodista palmirano Fernando Gómez Echeverry le hace una jugosa entrevista a toda página que califica de “autorretrato” y que titula con esta declaración del propio Rosemberg: “Llevo la vida de un santo”.
Lo dice en referencia a la vida muy austera que él lleva en una casa modesta de Jamundí, que compró gracias a la venta de la documentación sobre sus performances a la Fundación Daros de Zúrich y que comparte con Paula Andrea Tafur y su hijo Tomás. Pienso, sin embargo, que el significado de sus palabras apunta más allá de las precarias condiciones materiales de su vida para impactar de lleno en la clase de artista que él es realmente.
O sea, a la santidad de su vida y de su obra, característica a la que me referí en la columna que le dediqué a propósito de su conmovedora performance Mugre, publicada en estas mismas páginas hace ya unos cuantos años. Y que obviamente sorprendió e incluso irritó a quienes tienen una comprensión beata o idealizada de la santidad, por lo que creyeron que era sacrílego que yo asociara la santidad con quien se ha distinguido en el arte y en la vida por sus acciones violentas. Agresivas, chocantes, provocadoras.
Pero basta con conocerlas y familiarizarse con ambas para entender que son cristianas en el sentido más radical del término: la de imitación de la experiencia de un dios que se hace hombre, sufre injusticia, vejámenes, tortura y una muerte afrentosa con el fin de indicar a la humanidad doliente un camino de redención.
Enseñanza mayúscula de la que Sandoval extrae una lección: la del paradójico poder de la víctima. La de su empoderamiento, para decirlo con la retórica al uso. De allí que sus performances, en las que él mismo se propone como víctima o interactúa con una víctima, son simultáneamente ejercicios de autodeterminación y soberanía. Actos en los que el subyugado se desdobla en señor y recupera o confirma la voluntad de poder que tenía reprimida.
Friedrich Nietzsche, aunque siempre hostil al cristianismo, tuvo sin embargo la suficiente agudeza como para advertir la paradójica relación de los santos con el poder. Escribió que “los hombres más poderosos” se inclinaban ante los santos porque presentían en ellos la fuerza que se sometía voluntariamente a sí misma, la fuerza en la que reconocían “su propia fortaleza y su placer de señores”. Amen.
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