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La sustancia
Pareciera una película de ficción pura, pero se trata del más brutal y descarnado acto de realismo.
Volví a ver, esta vez con menos sorpresa y más atención a los detalles, La Sustancia, película por la que Demi Moore ganó el Golden Globe y acaba de ser nominada al Premio Óscar.
Pareciera una película de ficción pura, pero se trata del más brutal y descarnado acto de realismo.
Es exactamente así, como se muestra en la pantalla, que muchas mujeres perciben la relación con su cuerpo, con la edad, con el paso del tiempo; la tensión con la comida, con el peso, con el ojo escrutador de una sociedad que no perdona el terrible pecado de envejecer.
La violencia de aquellas escenas de La Sustancia, cuando la versión joven azota contra un espejo el rostro de su yo madura; la crueldad, los celos y rivalidades entre las dos, siendo ellas la misma persona, lejos de resultar artificiales y lejanas son un retrato muy sincero, y literal, del conflicto que se teje al interior de un cuerpo femenino que da origen a su peor enemiga: ella misma.
Ese intento a toda costa por retener la juventud, que nos muestra en la pantalla chorros de sangre, hilo quirúrgico, cortes, incisiones, agujas, sondas, médula ósea saqueada de los jugos de la vitalidad, cuerpos que se retuercen de dolor, es exactamente lo que ocurre en tantos procedimientos salvajes que tratan el cuerpo como una materia prima por saquear, en una carnicería de la que nadie habla pero se vive a puerta cerrada.
La actuación de Demi Moore tiene la asombrosa cualidad de no parecer una actuación, sino el seguimiento documental a una mujer cuyo medio ha subestimado, usado con fines comerciales, juzgado, desechado y confinado al cajón de las actrices “pop corn” (dicho por ella misma).
La Sustancia va más allá en su esfuerzo de literalidad, y convierte en realidad visible, en imagen, todas las metáforas violentas que se expresan contra el cuerpo femenino. “Parece un monstruo”, “da asco”, “qué se hizo en la cara”, “ojalá se le salga un seno ante cámaras”, “todo lo que como termina en mi trasero”.
El final de la película, para muchos demasiado largo, lleno de excesos y referencias orgánicas, es el plato fuerte. Esa cabeza cortada de mujer monstruosa, con mechones de cabello a manera de serpientes es la referencia perfecta al mito griego de la Medusa.
Medusa, a quien no se puede mirar a los ojos, so pena de quedar petrificado, es aquí la mujer cuya decadencia es ofensiva a la simple mirada, pues nadie quiere verse en el espejo de su propia decrepitud y recordar que es solo carne, sangre y vísceras mortales.
Medusa. Un mito femenino sobre la belleza y el horror que representan la mujer y su reflejo. Un mito cargado de misoginia, sexismo y castigo desproporcionado, tan real ayer como hoy, tan vigente en la mitología griega como en el Olimpo de Hollywood.
Sigue causando piedad y curiosidad la reacción de tantos espectadores, aterrados con la película, escandalizados, ofendidos y disgustados. Cuánto puritanismo nos han inyectado en las venas.
Meritorio trabajo han hecho la directora Coralie Fargeat y las actrices, Demi Moore y Margaret Qualley, al dinamitar esas fronteras sobre lo que le es permitido crear a una mujer. ¿Solo lo bello? ¿Solo lo virtuoso? ¿Lo inspirador? Mejor expresar el amplio rango de las emociones, incluidos el asco, el odio, la monstruosidad. He ahí la verdadera Sustancia de lo artístico.
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