Columnistas
Los homenajes
No entendían por qué un organismo creado para vigilar y condenar las violaciones de los Derechos Humanos en el mundo siempre guardó silencio ante los atropellos de la autocracia iraní de los ayatolas.
El pasado 19 de mayo, el presidente iraní Ebrahim Raisi murió en un accidente de helicóptero en medio de una gira de trabajo. Con 63 años de edad y buena salud, Raisi ejercía inmenso poder en las decisiones de su país, aunque la palabra final siempre perteneció al líder supremo Alí Khamenei de 85 años y enfermo.
Raisi se consideraba su heredero natural y, por lo tanto, su muerte desató múltiples reacciones en el mundo dividido nuestro. Por un lado, estuvieron afligidos y lo demostraron los aliados de Irán como Hezbollah, en Líbano; los hutíes, en Yemen, Afganistán, Rusia, China, Turquía y, otros. Todos honraron la memoria del ‘amigo’ calificándolo de ‘resistente’ y ‘hermano leal’, y decretaron días de luto. Del otro lado estuvieron los llamados ‘occidentales’, (Europa, Estados Unidos y otros) que tienen de la democracia y de los valores una interpretación diferente.
Estos se mostraron parcos a la hora de expresar condolencias; sabían quién era realmente Raisi como gobernante, antes y durante sus años de presidente. Fue, según sus observadores, cruel e implacable y directamente responsable de ejecuciones de opositores y prisioneros de consciencia. Incluso de la muerte de Mahsa Amini, aquella joven arrestada y luego encontrada muerta por un velo mal puesto, que mostraba parte de su cabello.
Durante las rebeliones de 1988 y 2023 dicen que Raisi ordenó la pena capital a cerca de 900 manifestantes civiles. Y apoyaba ‘los crímenes de honor’, los latigazos a los homosexuales y la exclusión de las mujeres de los deportes. Por lo tanto, los ‘occidentales’, defensores de las libertades y la tolerancia, cumplieron con el protocolo de enviar sus condolencias, sin excederse en demostraciones de aprecios por el difunto. Todos menos los miembros del Consejo de Seguridad en Nueva York que -sorpresivamente- observaron un minuto de silencio que chocó e incomodó a muchos. No entendían por qué un organismo creado para vigilar y condenar las violaciones de los Derechos Humanos en el mundo siempre guardó silencio ante los atropellos de la autocracia iraní de los ayatolas. Sin olvidar que hace un año la ONU cometió el absurdo de confiar a Irán la presidencia de una sesión del Consejo de los Derechos Humanos. Nadie comprende.
Por fortuna, encontramos consuelo en el arte que todavía defiende las libertades y los valores democráticos mejor que la política. Este año, en el Festival de Cine en Cannes, un evento valioso y valeroso, abierto a todas las ideas y las tendencias, con la calidad como único requisito, acogió y homenajeó al cineasta iraní Mohammad Rasoulof condenado en su país a ocho años de prisión por hacer películas que critican el sistema de gobierno iraní.
Su escape y presencia en el Festival y la proyección de su película titulada ‘The seed of a sacred fig’ (la semilla de un higo sagrado) fueron recibidos con júbilo, admiración y una ovación de pie de varios minutos, durante la ceremonia de clausura que le otorgó un premio especial del jurado. Emocionado y agradecido, Rasoulof pidió a la audiencia (repleta de celebridades) ayuda para liberar a los universitarios, artistas y periodistas en general, confinados en las cárceles iraníes. También a su familia y a quienes participaron en la filmación de su película, permanecen en Irán y en peligro.
Dijo Rasoulof: “Me siento feliz por mi película que logró llegar a ustedes, pero también triste por la catástrofe que vive mi país. Cada día que pasa mi pueblo vive como rehén bajo la presión del régimen de los ayatolas. El precio que paga es enorme”. Y terminó agradeciendo la valentía de las mujeres, ya que sin ellas el milagro de la salvación suya y de su película no se hubiera realizado.