¿Y si la cierra?
Es prematuro aún sacar conclusiones claras y concisas sobre los efectos, buenos y malos, que están tendiendo las redes sociales en el discurso político, en la polarización y en el caos informativo.
Es prematuro aún sacar conclusiones claras y concisas sobre los efectos, buenos y malos, que están tendiendo las redes sociales en el discurso político, en la polarización y en el caos informativo. Lo que sí es absolutamente incuestionable es el colosal poder que han concentrado un puñado de dueños de las plataformas que sirven de redes sociales. Se han abrogado el derecho de censurar lo que no les parece, dar de baja páginas con las que no comulgan, editorializar mensajes de otros y como no, acumular enormes fortunas.
Adicionalmente, las redes le han generado poder a personas que nunca hubieran soñado siquiera tenerlo, los llamados ‘influencers’, ‘youtubers’ o ‘tiktokers’, personajes que con mucha imaginación y creatividad se han hecho a miles o millones de seguidores. Jovencitos y jovencitas lejos de cumplir los 20 han hecho riqueza usando su red para promocionar, champús, zapatos, gafas, celulares y demás. El síndrome ‘Kardashian’ que llaman.
Pero más allá de lo anecdótico, las redes han servido para promover noticias falsas, difundir mentiras que terminan volviéndose verdad para quienes quieren creerlo, flotar teorías conspiratorias, fomentar el racismo y la discriminación y crear las ‘burbujas’ de confort en las que se juntan personas que piensan igual y no soportan que los contradigan.
En las redes han nacido personas que no existen, que nunca vieron la luz del día, pero son muy activas en ese mundo virtual. Pululan las ‘bodegas’, esas madrigueras oscuras de las que salen fantasmas a acosar, insultar y vilipendiar a un ser este sí de carne y hueso y una vez cumplido el cometido, regresan a su tumba temporal mientras que los dueños de esas bodegas se frotan las manos con su ‘heroica gesta’.
El debate político, influenciado por oscuros algoritmos, se ha distorsionado de las posturas a las descalificaciones personales, de los argumentos a las ofensas, de la búsqueda de consensos a plantarse en radicalismos, socavando de esa manera uno de los pilares de la democracia como lo es el libre intercambio de ideas para mejorar la sociedad.
La información que las plataformas poseen sobre cada uno de los habitantes del planeta no la hubieran siquiera soñado las agencias de inteligencia más poderosas del mundo, ni los escritores de ciencia ficción. Amazon, Google y Facebook saben todo sobre nosotros: qué comemos, qué compramos, adonde viajamos, qué leemos, qué religión profesamos, nuestra posición política, nuestros hábitos de consumo, etc.
Twitter, la de los 280 caracteres, con todas las causas buenas para las que sirve, se ha tomado igualmente en un tinglado servido para batallas campales en medio de las cuales aparece publicidad pagada de algo sin que uno se de cuenta. Un lodazal que se ha llevado por delante a más de uno, una ‘cárcel’ en la que aquellos que sólo ahí moran creen que ese es el mundo y no hay otro, que ser importante ahí es la realización.
Acumular retuits, volverse ‘tendencia’, contar los ‘likes’ se les ha vuelto una obsesión incontrolable.
La pregunta que surge entones: ¿Qué pasaría si el señor Jack Dorsey, fundador y máximo accionista de Twitter decide un día cerrarlo, apagar los tacos, quemar las bases de datos e irse a una isla en el Pacífico sur?
¿Qué sería de los políticos adictos y dependientes del pajarito? ¿Cómo hubieran sido los cuatro años de Trump sin Twitter, plataforma desde la que despidió colaboradores, insultó a líderes extranjeros y opositores políticos y despotricó de la democracia americana? ¿Qué pasaría si Zuckerberg, dueño de Facebook, Instagram y WhatsApp hiciera lo propio o los reguladores lo hicieran?
Son solo algunas preguntas sueltas.
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