Opinión
María, llena eres de gracia
A nadie, ni al más feroz líder de la Revolución Mexicana, que arrasó iglesias y conventos, se le hubiera ocurrido hablar mal de la Virgen de Guadalupe.
Decía Octavio Paz que si se quisiera buscar un elemento que representara la identidad de la nación mexicana, una sociedad donde se superponen culturas milenarias, ese sería la Virgen de Guadalupe. Un ícono fantástico que representa una sombra protectora contra las incertidumbres de la vida terrena, que resume y funde antiguos mitos mayas y aztecas, con los cristianos, cuya imagen resplandeciente es la que ven los mexicanos cuando elevan sus ojos al cielo. A nadie, ni al más feroz líder de la Revolución Mexicana, que arrasó iglesias y conventos, se le hubiera ocurrido hablar mal de la Virgen de Guadalupe.
Hace muy poco un grupo de ultranacionalistas suecos y daneses quemaron ejemplares del Corán al frente de las embajadas de Irak en sus países, lo que desató una ola de protestas del gobierno iraquí, que es una república musulmana, y de sus habitantes. El gobierno danés ha dicho que “condena la quema del Corán como un acto de provocación que hiere a muchas personas y crea la discordia entre diversas religiones y culturas”. Es que hay cosas, como La Virgen María o el Corán con las cuales uno no debe meterse, por puro respeto o cortesía, pues son creencias sagradas de la gente, aunque uno no las comparta.
La virginidad perpetua de la Virgen María es un complejo asunto teológico que podría resumirse de la siguiente manera: como Jesús es hijo de Dios, y Dios él mismo, no podría haber sido concebido por un padre humano, y su madre humana tenía que tener un estatus divino que se manifiesta en su inmaculada concepción, o sea que nació sin la mácula del pecado original, concibió y alumbró a Dios siendo virgen, y subió a los cielos en cuerpo y alma. Como ese es un asunto tan difícil de creer, aun teniendo fe, la Iglesia lo ha reforzado con cuatro dogmas: María, Madre de Dios, por el Concilio de Efeso, en el 431; la Virginidad Perpetua, por Paulo IV en 1555; la Inmaculada Concepción, por Pio IX en 1854; y la Asunción a los Cielos, por Pio XII, en 1950.
Es un asunto que ha producido debates y herejías a través de los siglos, pues no tiene muchos sustentos bíblicos. No se habla mucho de la virgen María, como madre de Dios, en los primeros siglos del cristianismo. Sólo en el Concilio de Efeso en el Siglo V, se consagra como dogma para zanjar una discusión eterna. Si fe es creer lo que no vemos porque Dios lo ha rebelado, dogma es aceptar una obligación porque el Papa lo ha ordenado. En la reforma protestante, los luteranos aceptaron el tema de la virginidad de María, los anglicanos no.
Pero el asunto rebaza de lejos el tema teológico porque está anclado desde siempre, aun en mitos anteriores a la era cristiana, en la conciencia colectiva. La mitología griega, heredada por los romanos, que permea el cristianismo, está llena de dioses que conciben hijos con los humanos y de cultos a la virginidad. Cuando la Iglesia Católica se convierte en el poder más grande de Occidente, el Papa por encima de los Reyes, y su doctrina se extiende por el mundo entero, el mito mariano se adapta a las costumbres locales. Hay una virgen María, Madre de Dios, de todos los colores y orígenes, en cada rincón cristiano del mundo.
Es el vínculo más tierno y amable que se ha creado nunca entre el hombre y su trascendencia, a través de una madre universal. Un mito quizás, asexual por exigencias teológicas, pero puro amor. Todo menos un insulto a la mujer, Margarita.