Columnistas
Mentir
Imaginen por un momento a un político local prometiendo que acabará con la corrupción.
Hace unos días celebrábamos el cumpleaños de un amigo. Uno de los asistentes se notaba inquieto y quería irse pronto. La razón: quería prolongar su estadía, pero no sabía como decirle a su esposa que estaba intoxicándose con alcohol desde temprano. Uno de los animados asistentes le pidió el teléfono y le dijo que él la convencía, lo cual fue cuestionado por la gran mayoría. Paso siguiente dijo: “¿Ustedes van a dudar de mi capacidad de mentir y convencer? ¡Vivo de la mentira, vivo gracias a la mentira, la mentira es mi palabra!” Todos miramos su rostro feliz, su constante ánimo de fiesta y jolgorio, recordamos que tiene 3 hogares, unas casas bellas y acogedoras, vehículos muy cómodos y todos lo llamamos con cariño por el diminutivo de su nombre.
Los métodos pueden parecer cuestionables, casi que antiéticos, pero sus resultados no dejaron más remedio que asentir que tal vez tenía razón. Fue una borrachera memorable que terminó con sus asistentes viajando para continuar ese ágape en una playa por dos días más.
En esta sociedad, las mentiras surgen no solo como pecados cardinales, sino como herramientas esenciales. De la misma manera que un carpintero no podría construir sin su martillo, un líder no podría gobernar sin domeñar la realidad a su conveniencia.
Imaginen por un momento a un político local prometiendo que acabará con la corrupción. Uno, como espectador ingenuo, podría pensar que la corrupción es un ente que se enfrenta y extirpa con la misma facilidad con la que se despacha una promesa. Olvidamos que la realidad es un tejido complejo, donde cada hilo corrupto sostiene la red de conexiones que pretende gobernar.
Ya Maquiavelo, ese florentino que entendió el corazón humano con la precisión de un cirujano, lo articuló perfectamente en ‘El Príncipe’. Nos enseñó que un líder debe parecerse más a un zorro que a un cordero, que la virtud pública no siempre coincide con el noble rostro que se les muestra a las masas. A fin de cuentas, en la composición orquestada de una política nacional, no son las notas solitarias, sino la armonía estructural lo que importa. El príncipe moderno, al igual que el Renacentista, debe equilibrar ingeniosamente apariencia y realidad, incluso si eso significa que el auditorio no nota algunos de los desafinados más evidentes.
La mentira es tan intrínseca a la naturaleza humana como lo es el mismo acto de respirar, estructuralmente necesaria, evolutivamente favorecida. Mentimos para protegernos, para resguardarnos de conflictos inmediatos o para embellecer el relato de nuestros orígenes con el fin de captar atención o simpatía. En política, esta práctica personal se amplifica, pues cada palabra tiene el peso de miles de votos colgando de ella.
No deseo romantizar la falsedad, el engaño. Somos libres de creer o no en las mentiras y en los mentirosos que queramos. Pero de cara a recibir un nuevo período electoral, es válido prepararnos para subir la exigencia en cuanto a las mentiras que soportaremos y si nos dejamos seducir por ilusiones más que por sueños colectivos. Nos ponen a creer en imposibles y somos conscientes que de eso tan bueno no dan tanto.
Elección tras elección, podemos escoger mejor la mentira que sea más fácil de volverse verdad.