Columnistas
Milton Cardona
Cardona había nacido un 21 de noviembre de 1945 en Mayagüez, e hizo parte de esa segunda generación de puertorriqueños que llegaron a hacer música en Nueva York
Es octubre de 1983 y toda la orquesta de Héctor Lavoe está sentada en el piso del aeropuerto Kennedy de Nueva York, a la espera de un avión con destino Miami, once y media de la noche, verano indio. Tengo el privilegio de estar ahí con ellos y veo cómo La Puchi, la mujer de Lavoe, va una y otra vez al ‘counter’ de la aerolínea para insultar a las dependientes. “¿Es que no saben quién es Héctor Lavoe?”. Milton Cardona desenfunda un tambor mediano, un Itótele, y hace una señal con aquella mirada de bacalao dormido, para empezar a entonar ‘Todopoderoso’. Hacía media hora el Jumbo de la Eastern que nos llevaba en la noche en busca de los pantanos de la Florida, debió regresar con una turbina apagada. Era preciso ponerle alegría y esperanza al suceso y Milton estaba ahí, golpeando suavemente el tambor, para que Lavoe inspirara: “Es el que todo lo sabe/ es lo que todo lo ve/ no conoce el egoísmo/ ni actúa de mala fe...”.
Milton había venido en varias ocasiones a Colombia; tenía recuerdos festivos de Cali y Buenaventura y en Nueva York se le profesaba el mayor respeto, por ser uno de los primeros percusionistas puertorriqueños que incursionó, con seriedad, en los toques de santo, un magisterio otro día reservado a los congueros cubanos. Con Fantomas, el extraordinario intérprete de tambores Batás, de la Calle Velarde en La Habana, dio a conocer en vinilos los toques de ofrenda para cada santo. Toque Meta-Meta para Changó.
De tambores consagrados, en Nueva York, podía hablar él, como su maestro Mongo Santamaría -Congo Bongó- y Patato Valdés, a quien conocí en una gira académica de Trinity College, visita exploratoria de los viejos templos de música Caribe en Nueva York; Palladium, La Campana, el Bronx Casino. Donde estuvo este último lugar se levanta hoy una iglesia metodista.
Los Batás son los tambores que ‘hablan’, tambores bimenbranófonos de herencia africana llevados a partitura, los que menciona Alejo Carpentier en su primera novela ‘Ecue Yamba O’, en el ritual del Cuarto Fambá, y en ese texto magnífico, ‘La música en Cuba’. El tambor más grande o ‘Madre de los tambores’, recibe el nombre de Iyá; el mediano es Itótele y el más pequeño, Okónkolo. Sus sonoridades, llaman a un tiempo anterior a la esclavitud; mezcla de lluviosos atabales con pequeños cencerros o campanas que parecen anunciar las liturgias de los yorubas o nagós, de los lucumíes de la cuenca del Níger.
Cardona había nacido un 21 de noviembre de 1945 en Mayagüez, e hizo parte de esa segunda generación de puertorriqueños que llegaron a hacer música en Nueva York. Como músico profesional, lejos del ‘apartheid’ que caracterizó también el escenario musical de los Estados Unidos -en los 50 no se aceptaban afroamericanos en la orquesta de planta del Hotel Waldorf Astoria, dirigida por Xavier Cugat- potenció el movimiento del Latin Jazz y la salsa, con al menos 700 producciones musicales. Podría decirse que actuó junto a los más grandes: Eddie Palmieri, David Byrne, Tito Puente, Larry Harlow, Rabih Abou-Khalil. Paul Simon lo convocó para hacer parte de ‘Capeman’, y Spike Lee, el extraordinario director de ‘Haz lo correcto’, tomó su onda percutiva como banda sonora de ‘Get on the bus’.
Como Santitos Colón, también mayagüezano, tenía recuerdos lejanos de la ‘ciudad estudiantil’, la docta y vieja Mayagüez, la que se asoma al extremo oeste de la isla de Puerto Rico con sus palmeras pintadas con cal hasta la mitad del tronco, y aquellas casonas de balaustradas mordidas por el salitre. Criollos caribes que vivían como romanos, en mansiones de altas puertas entre forjas que emulaban serenatas, copas de frutas, oceánidas.
Mayagüez, para fortuna de los que aman las costas periféricas, está al otro lado de la isla. Se quedó congelada en el tiempo, con sus sastrerías, sus iglesias, sus casas abandonadas. Cuando era niño, ensayó ahí ser violinista; también tocó el bajo al llegar a Nueva York, pero se quedó con los cueros, con los sacramentales. Era de pocas palabras. Se esmeraba en el silencio, pero contaba muchas historias, algunas clásicas, cuando repicaba en las congas con sus manos de semilla de cacao.
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