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Modales
Hoy en día, el joven moderno que se quiere destacar se cree obligado a salpicar su vocabulario con obscenidades que no me atrevo a reproducir, aunque sé que se volvieron del hablado común y corriente.
Recuerdo con nostalgia cuando hace mucho tiempo llegué a Cali y me impactó la civilidad de su gente. Los niños le decían ‘señora’ y ‘su merced’ a su mamá y por todo lado se respiraba respeto espontáneo: en las calles, lindamente arborizadas, en las colas que se formaban para tomar el bus, en el hablado, en el buen vestir, en la limpieza personal, en la modestia y en la elegancia de sus habitantes.
Como profesora aprecié el comportamiento impecable de mis alumnos, su entusiasmo por aprender y su alegría desbordante. Cali era un lujo, una fiesta pacífica en la que se podía caminar de noche sin correr riesgo, y la cultura se imponía por todo lado con museos, espectáculos nacionales e internacionales de la mejor calidad, y en la mayoría de los casos al alcance de todos los bolsillos, conciertos, ópera, conferencias, cine clubes, etc.
Y luego todo cambió. Es aterrador el contraste que se ve hoy en nuestra ciudad con la violencia que se apoderó de nuestra vida (y de todo el país y todo el mundo), acompañada de un cambio radical tanto en la cultura como en los valores.
Hoy en día la mediocridad impone su ley. Para evolucionar, el joven alimenta una rebeldía negativa por medio de la vulgaridad y la ignorancia. El más exitoso es el que peor habla, peor se viste, se salta la cola, no saluda, no estudia, no trabaja (los ninis), y si lo hace, odia a su patrón. Cuando sus padres se atreven a regañarlo o a darle un simple consejo, suele responder: “Yo no escogí llegar a este mundo, ustedes lo quisieron, ustedes asumen”.
Es increíble. La mala educación y los peores modales se interpretan por aquellos jóvenes como una ‘saludable deconstrucción’ de la sociedad actual contra los valores burgueses, dentro de un proceso que los expertos llaman una ‘descivilización’ (o perdida de civilización) en marcha que tolera y justifica todos los delitos y agresiones contra los profesores, la policía, el ejército, los patrones, los gobernantes y las autoridades competentes en general.
La mala ortografía, que antes era una vergüenza mayor, se convirtió en derecho fundamental. Los niveles culturales bajan y la ignorancia se exhibe como un trofeo. Los jóvenes ya no leen ni se informan adecuadamente y entregan su educación a los horribles ‘reels’ de TikTok o Instagram que los manipulan a su antojo.
Hoy en día, el joven moderno que se quiere destacar se cree obligado a salpicar su vocabulario con obscenidades que no me atrevo a reproducir, aunque sé que se volvieron del hablado común y corriente. Los cantantes de moda que antes nos hacían soñar hoy nos espantan y se inventan palabras que, si bien riman, no dicen nada, y se convierten en éxitos muy rentables.
Y a todo eso nos ataca la nueva cultura llamada ‘woke’, que por no herir sentimientos quiere cambiar el lenguaje mismo y enseñar a decir ‘abogade’ en vez de abogado, o ‘elles’ en vez de él o ella. Incluso a debatir sobre la asignación del sexo de un recién nacido.
¿Quién tiene la culpa de tan serio deterioro? Muchos, comenzando por nuestros gobernantes y políticos. Cómo un padre le puede prohibir su mal hablado a un hijo si el mismo presidente y sus ministros se insultan de la manera más grosera. En Estados Unidos, Trump no puede pronunciar el nombre del presidente Joe Biden sin acompañarlo del adjetivo corrupto. El mismo Biden llama abiertamente ‘asesino’ al ruso Vladimir Putin. Y Nicolás Maduro de Venezuela apabulla a quienes no concuerdan con sus ideas. Últimamente, calificó al argentino Milei de ‘arrastrado’.
Estamos decreciendo en vez de creciendo, siguiendo quizá las recomendaciones de la exministra Irene Vélez. Nos estamos volviendo progresistas. Lamentable.
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