Columnistas
Populismo
Argentina, con su historia de líderes populistas, es un espejo doloroso de cómo estas políticas pueden sumir a una nación en ciclos interminables de crisis.
Los gobiernos populistas se erigen como una amenaza silenciosa para la estabilidad democrática. A lo largo de la historia, hemos presenciado cómo algunos líderes carismáticos, bajo la bandera de la popularidad, pueden minar los pilares fundamentales de la democracia. Ejemplos contemporáneos, como los regímenes de Hugo Chávez en Venezuela o Recep Tayyip Erdoğan en Turquía, incluso el clima de división y odio generado por Trump, sirven como ilustraciones claras de los peligros inherentes a este estilo.
Uno de los aspectos más perjudiciales de los gobiernos populistas es su tendencia a socavar las instituciones democráticas. Al consolidar el poder en manos de una sola figura carismática, se debilita la separación de poderes, un principio esencial para el correcto funcionamiento de la democracia. Chávez, por ejemplo, durante su mandato, acumuló un poder desmesurado, silenciando voces disidentes y erosionando las bases de una sociedad plural. Pero no es solo un tema de izquierdas. Bolsonaro en Brasil puede ser otro ejemplo.
La gestión imprudente bajo gobiernos populistas puede llevar a la inflación descontrolada y al estancamiento económico, impactando directamente en la calidad de vida de los ciudadanos. Argentina, con su historia de líderes populistas, es un espejo doloroso de cómo estas políticas pueden sumir a una nación en ciclos interminables de crisis. Milei es aún una incertidumbre, pero igual llegó con la algarabía propia de aquellos que muestran mucho los dientes para que generar furor.
Los gobiernos populistas son como esas atracciones de feria que te prometen el mundo, pero te dejan con una resaca peor que la de una noche de sexo, droga y reguetón. Termina una preguntándose: ¿Qué fue lo que pasó aquí? Fuimos Polombia hace poco, pero hay otras P que nos rondan: ser Populandia o Promesia. Si bien aún no somos un caso crítico, claro que tenemos una linda tendencia a sentirnos necesitados de ser divididos. Y qué mejor si nos divide otra P… la misma P de Presidente.
Es fundamental recordar las palabras de Albert Einstein, quien advirtió: “El desprecio por la autoridad que no está basada en el conocimiento es el inicio de la anarquía”. Y hoy somos más gobernados por la retórica y las emociones que por la acción y la ejecución. En este contexto, las reflexiones de Winston Churchill son particularmente relevantes: “La democracia es la peor forma de gobierno, excepto por todas las demás”. La crítica constructiva y el compromiso con la diversidad de opiniones son esenciales para preservar la democracia.
En última instancia, la democracia debería ser más que un espectáculo de humo y espejos, más que una función de circo donde los políticos actúan como payasos y los ciudadanos son solo un grupo de focas que hace que aplaude. No solo necesitamos líderes que prometan el oro y el moro, sino que también tengan la integridad y la competencia para hacer realidad esas promesas. Al final del día, la democracia no es un juego de azar donde apostamos nuestras libertades y nuestro futuro en el color del discurso más persuasivo. Es un compromiso constante con la responsabilidad, la transparencia y el bienestar de todos los ciudadanos.
Que si nos invitan a movilizarnos, a inundar las calles y llevar pancartas, no dejemos de hacerlo si es para exigir obras, resultados, mejoras, cumplimientos y realizaciones.
El deber del ejecutivo es ejecutar. Hacer.
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