La criptofiebre
Y las criptomonedas, como las conocemos hoy, seguirán teniendo un valor inestable, lo cual las deja como terreno exclusivo de gomosos de la tecnología, de especuladores, y de lavadores de dinero que aprecian el detallito del anonimato.
El mismísimo que imprime los dólares, el Banco de la Reserva Federal de Estados Unidos, estudia la creación de una moneda enteramente digital.
Publicó esta semana un documento que discute sus pros y contras. ¿Será que las autoridades monetarias se han dado por vencidas frente al surgimiento de criptomonedas estilo bitcoin, y han decidido acogerlas? Veamos.
La moneda siempre ha sido una convención social. Hace siglos muchas comunidades le concedieron al oro un valor simbólico especial más allá de su utilidad práctica o decorativa. Lo volvieron un medio para intercambiar todas las demás cosas, y una forma de almacenar la riqueza. Es decir, una moneda. Luego la convención social cambió con los tiempos. Cuando Rafael Núñez introdujo los billetes de papel en Colombia hace 140 años debió encontrar escépticos que no entendían por qué ese pedacito de papel habría de valer tanto.
Hoy vivimos el culto de lo digital. Y está de moda una tecnología, el ‘blockchain’, que sirve para intercambiar y almacenar toda clase de objetos virtuales, desde criptomonedas hasta obras de arte digital. Es un sistema rodeado de un aura de misterio, que promete realizar las transacciones seguras, sin la intervención de gobierno alguno, y preservando el anonimato de los participantes. De ahí salen el Bitcoin y Ethereum, entre otras, que se presentan como monedas. Pero no lo son tanto.
Para que una moneda se use debe tener un valor estable. Para ello, hay que controlar la cantidad en circulación. El oficio de los bancos centrales es poner en circulación una cantidad de dinero que es proporcional al tamaño de la economía, pues cuantas más cosas existan para comprar y vender, más se necesita. Los banqueros centrales abren o cierran la llave de la moneda según los altibajos de la economía. Y rinden cuentas al Congreso por la misión que la Constitución les encomienda: mantener estable el valor del dinero.
Una moneda es, entonces, más que un objeto o una tecnología para intercambiar cosas. Es una institucionalidad que garantiza para ella un valor estable. Paradójicamente, los entusiastas de las criptomonedas celebran la ausencia de autoridad central. Y como la moneda sigue siendo una convención social, podría ocurrir que se impongan las criptomonedas si el obstinado público las acoge, así lloren las autoridades. Pero tienen un punto débil, y es que la cantidad de criptomonedas en circulación depende de fórmulas matemáticas y computacionales que nada tienen que ver con el tamaño de la economía.
Esto, y el hecho de ser objeto especulación, las vuelve crónicamente inestables. El precio del bitcoin subió de 41.000 dólares en septiembre pasado a 67.000 en noviembre, y ya cayó a 35.000. Con semejante montaña rusa, ¿quién se atreve a hacer un negocio a plazos con pagos pactados en bitcoin?
La moneda convencional, de otra parte, es mucho más digital de lo que la gente cree. Solo una fracción menor existe en billetes físicos, y el grueso está en depósitos bancarios electrónicos, con los cuales se hacen pagos por internet o desde billeteras virtuales en los celulares. La moneda física y virtual ya coexisten como lo hacen las versiones impresas y electrónicas de los libros. El documento de la Reserva Federal permite anticipar que habrá más de la virtual, pero no por eso desaparecería pronto la física. Y las criptomonedas, como las conocemos hoy, seguirán teniendo un valor inestable, lo cual las deja como terreno exclusivo de gomosos de la tecnología, de especuladores, y de lavadores de dinero que aprecian el detallito del anonimato.