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Paola Guevara, columnista
Paola Guevara, columnista | Foto: El País

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Santa Rita

Nos revela una Cali soñada, donde la infancia todavía podía llamarse infancia, a salvo en una burbuja de bondad y vecindario.

5 de agosto de 2024 Por: Paola Guevara

No solo es el nombre del barrio caleño, sino el título de la novela de Gonzalo Mallarino, que acaba de ser reeditada y, hace pocos días, presentada en la Librería Nacional.

Quizá por el día o la hora, o por falta de difusión, a la charla llegaron muy pocas personas. Pero fue una de las más entrañables y elocuentes, sensibles y profundas que ha tenido Gonzalo en Cali.

La novela relata la mudanza de su familia a Cali. Padre, madre, hermanos que dejan la lluviosa Bogotá de los años 60 y llegan al esplendor tropical del barrio Santa Rita.

Hacer amigos nuevos, trepar a los árboles, perseguir chicharras; cometer travesuras, recibir castigos paternos, trasegar de casa en casa entre vecinos que eran extensiones de la propia familia; salir de paseo y conocer la historia de luces y sombras de cada casa de la cuadra, y de cada vecino; enamorarse por primera vez de una niña y sufrir la angustia de intentar retener su rostro en la memoria, para que no se borre, para no extraviar en el olvido ese primerísimo gesto iniciático de la pubertad.

Antonio es un niño de 10 años (alter ego de Gonzalo Mallarino) y narra en primera persona su infancia, esa que moldeó para siempre su idea del mundo, de la amistad, de la felicidad y también de la nostalgia. Antonio no tiene un amplio repertorio de definiciones pero sí, como buen niño, narra con todos los sentidos los sabores, sonidos, imágenes, aromas y texturas de su vida en Santa Rita.

Una novela luminosa y descriptiva, donde el ‘coco’ para asustar a los niños es el Monstruo de los Mangones, aunque el peligro es solo una amenaza disuasiva de los adultos, pues dentro de las casas de los amigos todo es protección de la inocencia.

Nos revela una Cali soñada, donde la infancia todavía podía llamarse infancia, a salvo en una burbuja de bondad y vecindario. Libre de grandes tragedias (lo cual es un reto literario mayor, pues no hay amplios recursos dramáticos de los cuales asirse), Mallarino señala, sin embargo, un dolor universal: el fin de la infancia.

Al final quienes acompañamos a Gonzalo a la charla, nos preguntamos: ¿Cuándo terminó nuestra infancia? Reto a los lectores de esta columna a plantearse la misma cuestión, y preguntar a sus afectos cercanos cuándo acabó la suya. Las respuestas pueden ser reveladoras.

Alguien dijo que su infancia acabó cuando murió su madre, a los nueve años, y él y sus hermanos tuvieron que ser repartidos entre parientes. Para alguien más, el fin de la infancia lo marcó el primer amor. Para otro, la infancia y sus juegos acabaron muy tarde, bien entrados los 18 o 19 años, por un giro del destino que fue la enfermedad catastrófica del padre, o la oportunidad de estudiar en otro país, en otra cultura.

Para Mallarino la infancia acaba cuando la familia regresa a Bogotá, cuando se separa de Santa Rita, y descubre que la vida ya nunca será igual, y que toda lectura futura del horizonte quedará teñida por la educación emocional que le regaló este emblemático barrio caleño.

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